Durante el confinamiento mundial por la covid-19, vía redes sociales y dispositivos electrónicos se activó una plataforma comunicacional inédita, tan inédita como la pandemia. Se fundaron, además de nuevos hábitos, comunidades de conversación e identificación política; algunas de manera sui géneris, otras promovidas por la agenda del poder real. Desde la identidad digital, las posiciones del sentido común cobraron la misma validez que tesis documentadas con argumentaciones complejas y carga probatoria: no importaba lo cierto, importaba creer.
El departamento de autoayuda recogió muchos seguidores y las fuerzas del cielo junto con la psicología positiva, el coaching y magias parciales se convirtieron en una herramienta personal para materializar cualquier deseo independientemente de las condiciones contextuales e incluso sin la incomodidad de tener que interactuar con otros humanos: todo era una cuestión entre uno y la divinidad, sin política ni intermediarios.
De este modo, las premoniciones académicas de Aylwin Toffler y series como Black Mirror, que podrían parecernos in extremis futuristas en la primera década del 2000, fueron menos impactantes que la realidad.
Mientras tanto, en ciertos ámbitos muy acotados de gestión política y académica se daban por sentados algunos consensos de espesor temático: el género, los derechos humanos, la solidaridad y la soberanía nacional. De manera sorpresiva, la palabra libertad estaba liderando un movimiento inespecífico desarticulado y polisémico que recogía todo tipo de reclamos, enojos e ilusiones difíciles de clasificar con algún argumento coherente.
Este cocktail semántico entre cibercultura, vida mediatizada, falta de contacto físico, patriarcado más vivo que nunca, supremacía de los objetos sobre los vínculos y aislamiento al que nos invitan las políticas espirituales dejó las explicaciones y los eslóganes en la obsolescencia.
En la Argentina, como decíamos, una de las palabras que más circuló durante el aislamiento fue LIBERTAD. Funcionaba para hacer confluir enojos, esperanzas, ilusiones, compromisos, venganzas revanchistas y reivindicaciones: libertad de la voz tutora del Estado, de la obligatoriedad de las vacunas, de circular; libertad de las milicias interpretativas de la política o la dueñidad macha del poder; libertad de ser anónimo, o de ser influencer, de marcar la diferencia moral demandando a otros bajarse los sueldos.
Junto con el crecimiento de la comunidad de la libertad, apareció la confusión entre derechos (vacaciones, indemnización por despido, aguinaldo, licencia por salud, educación, subsidios, etc.) y privilegios. Lo curioso fue que acordaban en dicha conversación empleados en negro y patrones, exponiendo de manera indirecta la gran cantidad de personas que circularon toda su vida por la precarización laboral extrema y a los vivos de siempre que con impunidad e información financiera sostuvieron sus economía en negro. Los dos extremos de la pirámide económica, los más pobres y los más ricos, se referían a los derechos laborales como privilegios. Unos por no haberlos tenido nunca y otros por haberlos evadido eficazmente toda una vida.
La libertad, bandera polisémica de una revolución silenciosa, solapada, machista in extremis, de quienes no sabían en qué ventanilla, si propia o ajena, reclamar lo difícil que resulta vivir en este cambio de paradigmas. Libertad que avanzó como lema de los jóvenes cis varones que pudieron sentir su masculinidad atacadas por los feminismos y militaron la libertad de conservar sus privilegios. Biomujeres que querían la libertad de dejar de hacerse tantas preguntas para ser femeninas y normales porque basta de feministas. Libertad de no trabajar tantas horas y años como sus padres para finalmente ser pobres y desconocidos, libertad de sentir la adrenalina de no vacunarse contra la covid. Libertad de destituir a los políticos que mintieron.
En este sentido, podemos decir que la política fue profundamente rechazada como discurso en estas elecciones. Javier Milei fue electo presidente por un electorado absolutamente heterogéneo en el que confluyeron antivacunas, antiperonistas, defensores de la dictadura militar, agentes de billeteras virtuales y personas defraudadas por el peronismo.
Al respecto, quise conversar con Franco Torchia, periodista y profesor en Letras. Nos hicimos amigos en La Plata en marzo 1990, en el patio del Colegio Nacional de la UNLP, pintando carteles mientras comenzaban a llegar las primeras Nike Air importadas.
¿Cómo entendés este fenómeno de unión?, ¿qué hay en común ahí?
Las afinidades políticas no se rigen solamente por la modalidad del casting, tan atroz como antojadiza. Sin embargo, en estas confluencias del presente a menudo me tienta pensar en los remanentes de los castings, los «saldos» de una elección que nunca es vivida ni como justa ni como propia. Los que «no quedaron elegidos» y -claro- sienten esa exclusión como una agresión directa. Es evidente que la agresión -y su correlativa agresividad- ocupa un sitio nuclear en la actualidad. Y es evidente también que sin el factor emocional el análisis sería escaso. Agresión y emoción. Y sin dudas, vejez. La política experimentada como una religión vencida, incapaz de identificar la podredumbre de sus salmos. Ahora, que a esta dimensión vencida vuelvan los «involvibles», como los apologistas del terrorismo de Estado, hace que la mezcla sea infinitamente más grave, nada pintoresca. Agria y sangrienta. Entiendo que hay que entender, respondiendo a tu pregunta. Y entiendo que todavía no entendemos.
¿Qué lugar ocupamos nosotres, en este contexto donde el modelo de familia del siglo XVIII y una vida a la propia suerte sin derechos ni garantías se presenta como algo innovador?
Creo que para la fuerza ideológica que gobierna la Argentina siempre fuimos despreciables. Su ascenso a la cima del poder político nos recuerda, como sujetos despreciables, cuán despreciables seremos siempre. Cuán abominables. Cuán devaluados. Nunca tuvimos valor. Nunca representamos valor. Por ejemplo, las personas LGBTIQ+. Este tiempo pugna por reubicarnos al final de la fila aquella del casting a la que aludía antes. Es la restauración de los normales. Es su revancha. Y es por eso que personalmente siempre discutí la asignación del epíteto de «loco» o «freak» al presidente. No son parámetros legítimos, amén de ser cuerdistas. Para Milei y para buena parte de su electorado, monstruosos siempre fuimos nosotros, que tras una temporada de reconocimientos tenemos que volver a nuestro antro.
¿Hasta dónde imaginás que pueda avanzar la libertad? ¿Cómo analizás este fenómeno electoral a pocos días del inicio del mandato?
Creo que, en términos disciplinadores, avanzó muchísimo. Tensó límites institucionales y corrió el discurso. Cambió el temario y, aunque no logre leyes, aunque solo diga, dice. Y decir es hacer. En este sentido, decir tiene el mismo peso, para mí, que hacer.
¿Te acordás de esa película hermosa que me recomendaste el verano pasado, El triángulo de la tristeza? Pensé varias veces en ella durante la conversación.
Entiendo. Porque el naufragio no reconoce clases sociales. La ausencia de sentido, la acumulación material y la venganza del aplastado.
En este caos, ¿hay alguna palabra legítima que sea escuchada, que tenga valor?
Esta es la parte que más me preocupa. Enormemente. Por eso digo que decir es hacer. Porque si hubo un triunfo, no es electoral. Es ideológico. Es conceptual.
La palabra no tiene valor. Es que el corrimiento del discurso que logró La Libertad Avanza es un corrimiento que invalida discursos políticos conocidos que, frente a ese discurso construido como nuevo, automáticamente el peronismo, la izquierda, incluso el PRO parecen antiguos. Los feminismos, las disidencias sexo-genéricas, las luchas antirracistas, en fin, básicamente los discursos que ellos (LLA) dirían progresistas, son viejos para la escucha de la mayoría. Bueno, la única palabra que asoma como palabra legitimada o fuertemente legitimada por el 56 % de los votos hasta el momento es la palabra de La Libertad Avanza, como decías al principio de la charla. Una palabra que tuvo la astucia de envejecer a los otros discursos. Hoy todos los discursos políticos son viejos frente a La Libertad Avanza, que se posicionó como nuevo. Entonces, la pregunta por qué palabra vale hoy es mi máxima preocupación. Cómo entonces vamos a tener que desplegar nuevas estrategias para nuevos discursos. Nuevas estrategias para por cierto poder interpelar y para poder identificar. Creo que el gran trabajo comunicacional es generar identificación, que es lo que logró LLA. Creo que ahí está el trabajo, en cómo identificarse con la ciudadanía toda para resistir o intentar frenar las prácticas genocidas que el progresismo de La Libertad Avanza postula como normal y moderno.