Por José Welschinger Lascano
Todos los días de la semana, una multitud de hombres y mujeres aguarda con paciencia en las puertas de la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina, sobre la esquina de 4 y 44. Esperan de sol a sol a que les anuncien cuándo va a haber trabajo, muchas veces con sus familias, soportando como pueden el frío de un invierno que todavía no ha comenzado.
Los hombres se reúnen en grupos o aguardan solos sobre ambos lados de la avenida. Para pasar el tiempo conversan, juegan a los naipes u observan una partida de damas improvisada con tapitas de gaseosa. Las charlas son silenciosas pero animadas, y la mayor parte de los concurrentes ya se conoce entre sí.
“Yo hace diez meses que estoy buscando trabajo”, comenta Roldán, un hombre de más o menos cuarenta años que espera en el pasillo para que lo agreguen al listado. Los que están junto a él, de distintas edades, asienten confirmando con resignación.
-¿Y trabajo de qué?
-De cualquier cosa –se extraña–, acá se habla así. Uno viene a buscar trabajo y acepta de lo que haya, sino nunca conseguís nada.
-¿Se consigue algo?
-A veces, pero después se termina y hay que venir a buscar de nuevo. Es así. Yo estoy siempre acá, de sol a sol. Tengo la familia.
Los que lo rodean quieren saber de qué se está hablando, y se acercan con curiosidad. “Acá tenés para escribir El libro gordo de Petete”, suelta uno, cuando se entera que estamos hablando de cómo es pasarse el día esperando para entrar a trabajar, con frío y a veces con lluvia, y muchas veces con los chicos encima. Sin embargo, hablar con los compañeros es complicado; la situación vulnerable en la que se encuentran los hace desconfiar de cualquiera que se interese por conocer su historia, y les preocupa que, si empiezan a hablar, quizás incurran en alguna macana que les impida acceder al empleo. Preguntan qué parte de sus historias me interesa conocer y para qué, luego otros discuten que es necesario que los diarios escriban sobre el tema, para que la gente sepa y entienda que todos queremos lo mismo. Varios de ellos se alejan cuando ven la libreta en la que apunto ese comentario; pero de todas formas los que se quedan respaldan las palabras de Roldán, y aseguran que en el gremio los ayudan a conseguir trabajo.
Un joven interrumpe la charla para preguntar si alguien tiene comida para darle. Le dicen que no sin mirarlo, pero antes de seguir su recorrido también se interesa por la conversación. Tiene en su expresión de veinte años un cansancio permanente, un bigote que jamás se habrá afeitado, y lleva poco abrigo. “Yo estaba lavando vidrios, ahí en el cruce con diagonal 74”, relata. “No consigo laburo de nada, ni una canasta para vender flores en la calle, y pedirle algo a la gente no sirve, porque todos pasan de largo”. Se interesa por el trabajo de periodista, quiere saber si se trabaja con un pendrive adentro de una oficina, en una computadora, si es en una empresa y si pagan bien. Escucha con interés, pero intuye la desconfianza que lo rodea y prosigue su búsqueda de comida entre la gente que está reunida bajo las estatuas envitrinadas de Perón y de Evita, cuidando de no pisar las flores que están a los pies del general y su segunda esposa, cuyas esculturas miden la misma altura.
Sobre ese lugar hay un grupo de mujeres inmersas en una conversación animada. De pie y en ronda, se pasan un mate mientras sus hijos pequeños juegan y dibujan en el suelo, protegidos dentro del círculo de madres.
-Yo vine a buscar trabajo y me dieron, así que ahora voy a trabajar –comenta una de ellas.
-¿Trabajo de qué?
-Trabajo, acá todo lo que hay es trabajo. Ahora la estoy acompañando a mi hermana, Anahí, que todavía sigue esperando.
Algunas de ellas se incomodan por la pregunta, opinan que debería ir a hablar con los compañeros varones; una se acerca a comentar que ellas ya tienen un programa de radio en el que hablan de estas cosas. Le consulto si no podría presentarme con alguno de los compañeros, que no es sencillo conversar porque les preocupa hablar con un desconocido con el que no tienen confianza.
-¿Pero vos querés que te cuenten cómo es, nada más?
-Claro.
-Entonces acercate a cualquiera, acá somos todos servidores.
Vuelvan el martes que viene
Cae la noche y el frío se impone. La multitud, de alrededor de trescientas personas, se mantiene fija; aunque según el consenso general es un día tranquilo para las puertas del gremio. Llega un grupo de trabajadores, de overol, que pasa derecho por el pasillo.
De súbito, los postigos de una ventana se abren y los hombres se agrupan a los pies del balcón para oir los anuncios. Un hombre con una libreta en la mano saluda a la concurrencia.
-¿Lasa? –grita.
-¿Quién? –le preguntan al unísono.
–Lazza –se corrige.
Un senegalés con gorrito de lana levanta la mano y confirma:
-Latsá.
-¿Sos vos? –inquiere el del balcón, y el hombre asiente desde la vereda. “Capaz era el hermano gemelo”, suelta uno de la multitud en voz baja, “Estos son todos iguales”.
-Rendiste mal la charla, vas a tener que volver la semana que viene; pero no te preocupes porque te van a ayudar para que quede todo bien. Volvé, ¿eh?
El del balcón prosigue:
-¿Dónde está Vega?
Varios levantan la mano, señalan y encuentran al Vega en cuestión.
-Entraste, Vega. Tenés que estar mañana temprano. Pasá después a firmar la planilla.
La multitud aplaude a Vega, festejando genuinamente. La lista siguió convocando por apellido a los compañeros durante unos quince minutos, hasta que el del balcón levanta la mirada y dice:
-No hay más hasta el martes, porque la reunión de hoy se pasó a la semana que viene. Vuelvan el martes que van a estar las planillas completas. ¿Quién fue a la asamblea?
Varios levantaron la mano y contestaron. Al parecer, había asambleas día por medio, y los que participaban se anotaban en un orden de prioridad para entrar a trabajar. El del balcón saludó diciendo que eso era todo lo del día, e insistió en que regresaran el martes. Luego cerró los postigos y los hombres volvieron a diseminarse sobre la vereda, con sus mochilas y sus camperas, para seguir esperando a los que todavía estaban adentro.