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Crudos testimonios de dos sobrevivientes del Pozo de Quilmes y de Banfield


Por Gabriela Calotti

En la primera audiencia semipresencial desde que comenzó el juicio oral y público por los delitos de lesa humanidad perpetrados en las Brigadas de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes y Lanús, dos sobrevivientes del genocidio expusieron ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata el horror y el padecimiento constante que sufrieron desde que fueron secuestrados.

Ambos militaban en la Juventud Guevarista, brazo estudiantil del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT), expresión política del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP).

«A mí me detienen el 8 de septiembre del 76. Yo era correo en la Jefatura Central de Policía. En Tesorería. Me cita a su oficina el director de Tesorería, el comisario Ordinas. En la oficina se encontraba otro señor que yo no conocía, que resultó ser el comisario inspector Luis Vides. Me detienen, amenazándome, me llevan a la guardia de Jefatura y de ahí a la Dirección de Investigaciones; el director era el comisario (Miguel Osvaldo) Etchecolatz», empezó diciendo Calotti, testigo y querellante en esta causa, interrogado por la abogada Guadalupe Godoy.

De la Jefatura, en calle 2 e/ 51 y 53 de La Plata, lo trasladan al Destacamento de Cuatrerismo de Arana, conocido como Pozo de Arana, en las afueras de La Plata, un centro clandestino que describió como» «dedicado exclusivamente a la tortura» de los detenidos.

«En Arana empiezan a torturarme. Son sesiones de tortura muy larga. Querían obtener a todo precio información, y más o menos durarán las torturas diez días. En Arana estoy hasta el 23 de septiembre», sostuvo, antes de indicar que allí compartió cautiverio con «todos los chicos de la llamada Noche de los Lápices: Emilce Moler, Daniel Racero, Francisco López Muntaner, Claudia Falcone, María Claudia Ciocchini, Horacio Ungaro, Claudio de Acha, Victor Treviño». Allí también estuvo con Pablo Díaz, otro de los cuatro sobrevivientes del secuestro masivo de militantes secundarios, y con José Giampa y su esposa, ambos militantes del Partido Socialista de los Trabajadores (PST).

En Arana compartió secuestro con Atilio Portillo Servín y su tío, Santiago Servín, un paraguayo que dirigía el periódico La Voz de Solano, de San Francisco Solano.

El 23 de septiembre trasladaron a un grupo numeroso a lo que más tarde sabría que era la Brigada de la Bonaerense en Quilmes. «El traslado fue importante. Calculo que fueron dos camiones celulares de la Policía de aquel tiempo cargados. Fue a la tardecita. Calculo que también había muchos patrulleros, porque tenían las sirenas puestas».

Después de dejar en un primer lugar a una cantidad de detenidos, él sigue con otros, entre estos, Emilce Moler, Patricia Miranda, Santiago Servín, Giampa y su esposa, Víctor Treviño y yo.

En su minuciosa declaración, aseguró que dentro del funcionamiento del aparato represivo «Quilmes era como un depósito». «Traían mucha gente, los hombres estábamos en un segundo piso y las mujeres en el primero». Tras indicar que había seis celdas, dijo que «se llenaban», a razón de cuatro personas por celda. «A la semana se llevaban a la mitad y quedábamos. Y yo seguí quedando».

A lo largo de su declaración, Gustavo Calotti trató de mencionar con detalles o características a la mayor cantidad de detenidos posibles de los que tuvo conocimiento en ese centro clandestino. Allí compartió celda con Santiago Servín, también vio al principio a dos «muchachos grandes, corpulentos, creo que eran de la organización Montoneros». Luego no los volvió a ver.

El 24 de septiembre lo llevaron de vuelta al Pozo de Arana. «No hay preguntas de por medio. Me vuelven a decir que me desvista. Me vuelven a atar a un catre y comienzan a torturarme con electricidad», aseguró, antes de precisar que al cabo de una hora lo visten. «Me sientan en una silla y esto parece como en las películas policiales. Un hombre, sistemáticamente, pausadamente, me dio tantos golpes en la cara que yo creo que la debería tener deformada».

Tirado en una celda grande donde ya había estado, escuchó que «fuera de la celda había una mujer que gemía. Todos los guardias que estaban cerca le decían ‘la paraguaya’ y decían ‘no, esta ya está, hay que tirársela a los perros’», contó. «Muchos años después supe que la paraguaya era Marlene Kegler Krug. Sé que la torturaron mucho. Sé que sobrevivió y que varios meses más tarde la mataron», sostuvo Calotti.

Al día siguiente lo llevaron de regreso a la Brigada de Quilmes. Rengueaba porque tenía infectada la planta del pie derecho por la picana. Como allí podían sacarse las vendas y las cuerdas, descubrió que «entre el pecho y las rodillas, inclusive los genitales, estaba cubierto con una placa dura, que eran todas las quemaduras de la picana. Era como una coraza», relató al presidente del tribunal, Ricardo Basílico, presente en la audiencia número 57 de este juicio.

Las primeras personas a las que pudo identificar allí secuestradas fueron Néstor Busso, quien pertenecía a un grupo católico; Miguel Galván «el zapatero» y su esposa, que estaba embarazada; a un peruano que con la ayuda de la gente que trabaja en el Pozo de Quilmes pudo identificar como Anicama Benavídez; a Osvaldo Busetto, que estaba herido en una pierna; a Víctor Treviño y también a Santiago Servín.

Al referir otro procedimiento perverso de los represores, Calotti contó que un día vinieron a buscar a Santiago Servín. «Lo lavan, lo afeitan y lo trasladan. Uno dice ‘lo van a liberar’ […] Santiago Servín sigue desaparecido», sostuvo, antes de recordar con mucha emoción a ese hombre por entonces grande para un pibe de diecisiete años. El mismo proceder llevaron a cabo con Víctor Treviño, a quien conocía desde la escuela primaria. Víctor también militaba en la Juventud Guevarista. Víctor Treviño, a quien le decían «Lulo», sigue desaparecido, sostuvo.

«No sé si lo hacían así para hacerlos aparecer luego muertos como si hubiese sido un enfrentamiento», agregó, antes de mencionar a otros secuestrados que vio allí y que permanecen desaparecidos. Recordó a un señor de Quilmes de apellido Ringa [Francisco], que sigue desaparecido. Juan José Giampa tuvo el mismo destino.

«En Quilmes me cruzo al ‘gallego’. Estuvimos en la misma celda. Él me dijo que era delegado sindical en Rigolleau. Él era español. Muchos años más tarde pude reconstruir que era Manuel Coley Robles. Era militante del PRT. Él también está desaparecido», afirmó.

«En otra oportunidad traen a cuatro muchachos. No eran jocosos pero no se tomaban todo tan dramáticamente. Ellos decían que tenían muchas armas. Habrán estado una semana y también los trasladaron», dijo. Ante consultas posteriores de los abogados querellantes y de la fFiscalía precisó que esos muchachos no tendrían más de veinticinco años y eran de Lomas de Zamora.

También recordó a uno que le decían «El Colorado», que estaba en una celda enfrente y del que solo pudo ver su cara.

Aunque a las mujeres no las vio en ningún momento, sí supo que entre estas había una joven de quince años llamada Rosa que al parecer estaba embarazada. Entre las que supo que estaban allí, mencionó a Emile Moler, Patricia Miranda, Ana Diego, Nora Ungaro, Ángela López Martín y Marta Enríquez, que estaba embarazada, dijo.

Durante su testimonio, Calotti también habló de las condiciones «infrahumanas» de detención. «Teníamos tal debilitamento… Lo único que comíamos era polenta. Restos de los restos […] yo no me podía levantar sin desmayarme”, aseguró.

«En tres meses y medio de secuestro me pude lavar dos veces […] Un guardia, para desinfectarnos, nos echaba acaroína», relató ante el tribunal. «Cuando un día llamé a un guardia porque tenía piojos, me desvistieron y me pusieron DDT. Quedé todo blanco», aseguró.

Los golpes eran moneda corriente. «Golpes, golpes por nada, por cualquier cosa», explicó. «Un día al guardia se le ocurre ponerme de rodillas y me gatilla en la cabeza. No había balas. Supongo que ellos entraban sin las armas».

En algún momento hubo «una visita de gente graduada. No sé si eran militares o policías», explicó. «Esas visitas se produjeron en dos o tres oportunidades», precisó. Interrogado luego por abogados querellantes, indicó que recuerda que no eran más de tres personas.

El 21 de diciembre, junto con Emilce Moler, Patricia Miranda y Marta Enríquez, lo trasladan a la Comisaría 3ª de Valentín Alsina. Antes de ese traslado, al Pozo de Quilmes llegaron Pablo Díaz y José María Novielo, concluyó Calotti, que entregó al Tribunal su expediente del Servicio Penitenciario que rescataron organismos de derechos humanos, que contiene una copia de la carta de renuncia a Policía que lo obligaron a firmar en Quilmes, con fecha previa a su secuestro, y una copia del permiso que en Jefatura de Policía le hicieron a su mamá para que lo viera en Quilmes.

El 28 de diciembre de 1976 fue puesto a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y un mes más tarde fue trasladado a la Unidad 9 de La Plata, de donde salió en libertad el 25 de julio de 1979. Poco después, su familia supo que la policía había estado interrogando a los porteros del edificio donde vivía. Entonces, «mi mamá, un tío que vive en Ensenada, Carlos, y un amigo me llevaron en coche hasta Puerto Iguazú. Yo no tenía pasaporte. Del lado brasileño fui a Sao Paulo, donde me recibió las Naciones Unidas», recordó. El primer país que le dio un salvoconducto fue Francia. «Así que estuve allí exiliado muchos años».

De Ushuaia a Canadá

José María Novielo tenía diecisiete años cuando se convirtió en uno de los primeros fueguinos que recibía una beca para estudiar una carrera universitaria. Eligió venir a La Plata para estudiar Agronomía y Antropología en la UNLP. Cuando se cortó la beca, por los cambios políticos de aquellos convulsionados años setenta, empezó a trabajar en Libraco, una conocida librería platense propiedad de Emilio Pernas.

En la ciudad de acogida comenzó su militancia política en la Juventud Guevarista. «Mi tarea era pintar una pared o leer un libro a otra gente», explicó al iniciar su declaración, con voz pausada y suave. «Porque era experto en libros», contó.

«El 9 de octubre de 1976 llega una patota a la librería, algunos con pasamontañas, otros a cara descubierta, y toman la librería. Cortan la calle 6 y ahí dijeron ‘no queremos a los clientes, solamente nos llevamos a la gente que trabaja en la librería’», recordó. «Al principio no entendí mucho, pensé que era solamente un robo, un secuestro, o que le querían pedir algo al dueño de la librería, que se llamaba Emilio Pernas… Ahí empieza el horror. A partir de ese momento me ponen una capucha. Años después me entero de que había estado en el Destacamento de Arana. No voy a relatar lo que pasó en Arana porque ya está en otros testimonios. El horror y la tortura siguen conmigo», sostuvo, no sin aclarar que esa misma noche a su compañero de trabajo lo dejaron en libertad.

De Arana recordó a Horacio Matoso, pero sobre todo a Marlene «la paraguaya». «A ella la veo porque me sacan la capucha para que me reconociera y ella negó conocerme. A ella la siguieron torturando y a mí me preguntaban si yo la conocía», explicó, antes de asegurar que «fue una cosa bastante difícil sobrevivir todos esos horrores, las torturas […] sin embargo, todavía no puedo dejar de recordar lo que significó Marlene en esos momentos. Escuchaba sus gritos en la tortura», contó muy afligido.

A los veinte días, también en un Torino, y junto con otro compañero cuyo nombre nunca pudo recordar, los trasladan a la Brigada de la Policía bonaerense en Banfield. «Me pusieron en una celda con Pablo Díaz, y yo estuve con él todo el tiempo. Al lado, en otra celda, estaban Alicia Carminatti y su padre, Víctor Carminatti».

«A mi derecha estaba Poce, el marido de Graciela Pernas. Lo más importante para mí es recordar a Graciela Pernas, que era la hija del dueño de la librería donde yo trabajaba», comentó Novielo, antes de asegurar que a esta joven menuda de cabello rubio la cruzó en el baño donde ella le preguntó por su papá. «Era como mi hermana y era la última vez que la veo», afirmó sin poder evitar que la voz se le quebrara.

Graciela Pernas y su marido Julio Poce permanecen desaparecidos.

Estando en Banfield, un día llegaron administrativos para tomarle fotos para su pase a disposición del PEN. El hombre que le estaba haciendo los papeles le preguntó si era pariente de un tal «Pichín», sobrenombre de su tío, que era parte del servicio de inteligencia naval. «Siempre me pregunté si ahí en Banfield no habría servicios navales dando vueltas», conjeturó Novielo.

En Banfield «por cualquier cosa te pegaban. Las necesidades las teníamos que hacer en el mismo lugar. Después venía la otra guardia que nos decía sucios. Si ganaba Boca te daban algo de comer», dijo al explicar hasta qué punto los detenidos dependían del humor de los guardias.

«La idea era que te tenían que mantener vivo, pero lo suficientemente débil […] El grado de sadismo dependía de los que llegaban ahí», precisó antes de referirse a la llamada «guardia dura», que él vivía como «un pequeño infierno».

Junto con Pablo Díaz, lo trasladaron a la Brigada de Quilmes, donde se encontró con Calotti y Walter Docters. También mencionó al «Colorado», de quien recordó que «era de contextura física atlética, de color de pelo colorado, y entraba y salía de la celda y hacía muchas preguntas».

Novielo también se acordó de otro gesto perverso de los guardias de ese centro clandestino: traerles acaroína para que los secuestrados celebraran la Navidad. «En Quilmes, los guardias eran más sádicos», sostuvo.

Semanas después lo trasladaron a la Comisaría 3ª de Valentín Alsina, y al día siguiente a la Unidad 9. Recuperó la libertad en 1981. Y aunque su intención era quedarse en el país, no tardaron en llegar las amenazas. Fue Emilio Pernas quien le insistió para que se fuera. Por medio de la embajada de Canadá obtuvo el estatuto de refugiado en ese país, «donde vivo hace cuarenta años». Novielo no pudo contener la emoción. Con la voz apagada confesó que, aunque vive en un país que lo aceptó «y me dio tranquilidad para poder seguir viviendo, mi país es este. Esta es mi cultura. Pero es muy difícil vivir acá», porque «recuerdo a la gente, a mis compañeros, y solamente pido justicia para ellos porque yo nunca la tuve», afirmó.

Al concluir la audiencia, y pese a que en la sala había un puñado de personas, se escucharon nuevamente los esperados aplausos de cierre por parte del público.

El presente juicio por los delitos perpetrados en las Brigadas de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes y Lanús es resultado de tres causas unificadas en la causa 737/2013, con solo diecisiete imputados y apenas dos en la cárcel, Miguel Osvaldo Etchecolatz y Jorge Di Pasquale. El resto está cómodamente en su casa ignorando las audiencias. En octubre pasado falleció en la impunidad el policía retirado Miguel Ángel Ferreyro, imputado que había sido denunciado por Nilda Eloy como el represor que la violó reiteradamente en la Brigada de Lanús.

Este debate oral y público comenzó el 27 de octubre de 2020 de forma virtual debido a la pandemia. Por esos tres centros clandestinos pasaron 442 víctimas tras el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, aunque algunas estuvieron secuestradas en la Brigada de Quilmes antes del golpe. Más de 450 testigos prestarán declaración en este juicio.

Las audiencias pueden seguirse por las plataformas de La Retaguardia TV o el Facebook de la Comisión Provincial por la Memoria. Más información sobre este juicio puede consultarse en el blog del Programa de Apoyo a Juicios de la UNLP.

La próxima audiencia se realizará el martes 15 de marzo a las 9 hs, de manera virtual.


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