Por Leandro Gianello
El 26 de junio de 1980, un millón y medio de libros del Centro Editor de América Latina, CEAL, ardieron en un lote descampado de Sarandí, en uno de los hechos más significativos e infames de la represión cultural perpetrada por la sangrienta dictadura cívico-militar que tomó el poder en marzo de 1976.
La enorme pira, construida con toneladas de ejemplares de los Cuentos de Chiribitil, los Fundamentos de las ciencias del hombre, la Biblioteca argentina fundamental, el Atlas total de la República Argentina o la Historia documental del siglo XX, se elevó en lo que ahora es una fábrica de productos industriales, a seis cuadras del depósito que el CEAL tenía en el barrio, sobre la calle General Ferré.
Ese día estaban ahí Ricardo Figueiras, fotógrafo del lugar, y Amanda Toubes, su asistente y también editora del CEAL, presenciando atónitos un acontecimiento histórico que entraría en los anales de los relatos como el paradigma de la barbarie militar de aquella época, que sólo sabía de destrucción mientras extendía su feroz método de limpieza sociocultural hasta los papeles y la letra escrita.
Hoy, Amanda Toubes recuerda para Contexto ese particular evento, reivindicado por actos, homenajes, talleres lúdicos y una muestra itinerante llamada “Libros que Muerden”, cuya recopilación de textos prohibidos repasa las publicaciones censuradas por la dictadura.
-¿Cómo recuerda ese evento de la quema en Sarandí?
Creo que es difícil rescatarlo, es una situación que trae varios recuerdos al mismo tiempo. La situación del país, con una dictadura sangrienta y compañeros en el exilio, desaparecidos o muertos, mientras realizábamos, sin embargo, un trabajo muy fuerte en el Centro Editor. Me acuerdo que lo hacíamos con mucha tristeza, pero al mismo tiempo ese trabajo compartido nos daba una sensación de unidad a los que día a día poníamos el cuerpo.
-¿Era la primera quema que presenciaba?
En realidad, la destrucción de nuestras colecciones y lo que después fue la quemazón tenía antecedentes previos que ya se habían realizado en otros lugares del país. Sabía que sucedían pero no las había visto nunca. En nuestro caso, primero fueron destruidos los depósitos y luego se llevaron presos a varios compañeros. La gran fogata que hicieron con los libros fue el corolario de toda la situación anterior.
«En nuestro caso, primero fueron destruidos los depósitos y luego se llevaron presos a varios compañeros. la gran fogata fue el corolario.»
-¿Cómo fue que terminó siendo testigo de la destrucción de su propio trabajo?
Quise ser la asistente del fotógrafo del Centro Editor, Ricardo (Figueira), un gran compañero de trabajo, como si fuera un momento importante más en mi vida, quería ver con mis propios ojos ese acto de vandalismo. Pero más impresionante que la quema en sí, fue ver el aparato totalmente expuesto ante nosotros de la dictadura, con uniformes y armas, acompañando ese cortejo que parecía llevar los libros a un matadero.
-¿Qué imágenes guarda de la situación?
Creo que lo que más me quedó en la memoria fue tener que caminar con Ricardo y los otros compañeros hasta ese potrero en donde se desarrolló la quema. Todo formaba parte de una escenografía dantesca, con un entorno empobrecido por la magnitud del suceso; era una procesión fúnebre que lloraba la muerte de la cultura. Los camiones volcadores que tiraban los libros para armar la pira y el incendio posterior eran un hecho fuerte en sí, pero todo lo anterior a eso también lo fue, y más.
-¿Qué sintió en ese momento exacto?
Tuve un instante de pequeña y hermosa satisfacción interior cuando los libros no se quemaban del todo, como si fuera una resistencia heroica. Los elementos para encender el fuego que tenía la Policía hacían imposible la incineración de semejante cantidad de textos, especialmente esos que estaban tan bellamente encuadernados.
«Tuve un instante de pequeña y hermosa satisfacción interior cuando los libros no se quemaban del todo, como si fuera una resistencia heroica.»
-¿Hubo una parte de los libros que no llegó a quemarse?
Así es, hubo gran parte que no se quemó, y yo los vi ahí, estoicos, las llamas no los llegaban a consumir por uno u otro motivo. Para mí, esa misma resistencia de los libros a desaparecer y ceder era la que hacía la sociedad argentina frente a tantas cosas macabras. Fue una imagen impactante.
-Hoy por hoy, ¿cómo es reivindicado el suceso?
La aparición de varios trabajos de recopilación, como los que hizo el Grupo La Grieta con los “Libros que muerden”, y los actos en el sitio de la quema logran reconstruir ese acto infame que tuvo lugar en lo que antes era un potrero y ahora es el muro de una fábrica, una resignificación reflejada en un acto íntimo, con gente del barrio y con los sobrevivientes. Los militares eran capaces, como con los libros, de destruir y quemar cuerpos, y algunos cuerpos nunca volvieron. En cambio, los libros permanecen, se pueden rehacer, los podemos tener nuevamente en la mano para leerlos, podemos volver a acomodarlos y están en muchas casas y bibliotecas, escondidos, pero aparecen de nuevo. Las personas, no.
«Los libros permanecen, están en muchas casas y bibliotecas, escondidos, pero aparecen de nuevo. Las personas, no.»
-¿Cómo y quiénes llevan a cabo estos simbolismos?
Los actos que se realizan para recordar el suceso contribuyen a la memoria colectiva y a la memoria individual, y son los lugares desde donde se deben realizar los homenajes. Y son esos militantes de las bibliotecas populares, hombres y mujeres, que han tenido que guardar tantas veces los libros, recuperarlos y defenderlos, los verdaderos artífices de esto. Este es un momento muy afectuoso históricamente, pero no para nosotros como testigos directos, sino por la memoria compartida, justamente, a través de esos trabajadores de la cultura popular que llevan al pueblo el conocimiento y la literatura. Estos actos son los lugares en donde debe permanecer el recuerdo y en donde se debe hablar de eso.