Por Carlos Ciappina
El título de este texto parece provocador, pero a la altura de las circunstancias actuales ¿no será lícito hacerse esta pregunta?
En estos últimos meses hemos asistido a una feroz campaña discursiva lanzada por las y los políticos de derecha, acompañada por un sector relevante del Poder Judicial y ampliada hasta el infinito por el sistema mediático oligopólico que ahoga la libre expresión en la Argentina.
Los denominados discursos de odio tienen un claro e indisimulable destinatario: como bien ha sostenido la vicepresidenta de la República, el objetivo –que se expresa en personas de carne y hueso, con nombre y apellido– es no solo socavar a una lideresa política con rango de estadista como Cristina Fernández de Kirchner, sino desarticular y desarmar aquellas existencias que desde hace larga data desvelan a nuestra derecha vernácula: el peronismo como un todo, pero también la organización popular, las izquierdas, las políticas sociales igualitarias, el Estado como garante del bien común, las agendas de ampliación de derechos (feminismos, luchas de los colectivos de género), el anticolonialismo y el antirracismo, entre otras agendas que podríamos englobar en la búsqueda de la Justicia Social y la Soberanía Popular y Económica.
Aún antes del atentado magnicida contra la vicepresidenta de la República –hecho que aún conmociona a buena parte de la sociedad argentina– y más aún después de ese fallido atentado contra su vida; se hablaba y se habla de lo que algunos denominan una «radicalización de las derechas» y despliegue de una nueva «discursividad del odio».
¿Será esta una nueva etapa en la dinámica de las derechas argentinas? ¿O es la expresión de una sociedad que, vista históricamente como un todo, ha sido mayoritariamente de derechas?
Esta no es una pregunta capciosa: ¿Es esta derecha «radicalizada» una expresión minoritaria? ¿O es el emergente de una sociedad que es de «derechas» y que solo en algunos períodos históricos se ha visto desplazada por una agenda social y política menos conservadora?
O dicho de otro modo: ¿Cuándo no fue radicalizada la respuesta de la derecha argentina a cualquier cambio económico-político-social que introdujera al menos alguna de las demandas y necesidades de una agenda popular?
Adelanto mi opinión: La derecha argentina es una de las más radicalizadas y brutales de las derechas latinoamericanas. No solo ahora, sino y muy especialmente durante larguísimos períodos de nuestra historia. Ha surgido y crecido siempre en la desmesura de los «peligros» que la amenazaban cuando en la realidad concreta –incluyendo aún al primer peronismo como la expresión que logró en alguna medida poner a la derecha a la defensiva– el poder real que expresa esa derecha –sus enormes privilegios económicos y su preeminencia en las instituciones y organizaciones del poder real–nunca fue profundamente amenazado en nuestra historia.
Construcción del odio de nuestra derecha vernácula
En enero de 1919, los obreros de los Talleres de Vasena en la Capital Federal iniciaron una huelga en reclamo por la jornada laboral de ocho horas. Gobernaba el presidente Yrigoyen –quien a pesar de su moderado nacionalismo ya era considerado un «enemigo» por la derecha–; la campaña mediática de La Prensa y La Nación construyó un relato en donde anarquistas, comunistas y judíos amenazaban «la existencia de la Nación». En medio de la campaña mediático-política de la derecha el gobierno radical aprobó la represión: 700 obreros y obreras fueron masacrados en la muy civilizada «París de América Latina». Los jóvenes derechistas de la elite –la tristemente famosa Liga Patriótica Argentina– completaron la tarea atacando a los negocios y asociaciones judías de la ciudad por considerarlas «antiargentinas».
En 1922 peones y trabajadores de la Patagonia iniciaron un movimiento huelguístico con una serie de reclamos bastante moderados: descanso laboral los sábados, un paquete de velas por obrero por mes, salario básico mensual y el reconocimiento de la Sociedad Obrera (anarquista) como representante de los trabajadores. La respuesta de la derecha fue la misma que en talleres Vasena: corría riesgo la Patagonia Argentina de caer en manos del «comunismo». ¿La respuesta? Mil quinientos obreros y peones asesinados por el Ejército argentino acompañado por la Sociedad Rural y los jóvenes de la «Liga Patriótica».
Durante el segundo mandato de Yrigoyen –iniciado en 1928 – los discursos de odio estuvieron a la orden del día: para la prensa y los políticos de derecha el presidente era un anciano decrépito; el radicalismo estaba conformado por una «chusma» corrupta y demagógica y el Estado estaba en manos de la «politiquería de comité». No fue nada difícil que en medio de la crisis de 1930 el presidente fuera derrocado por un golpe de Estado y encerrado –pese a su avanzada edad– en el penal de Martín García. Los jóvenes de derechas atacaron la casa del líder radical e incendiaron sus muebles en la vereda pública. El radicalismo estuvo proscripto quince años.
El peronismo no solo representará sino que pondrá en funciones de gobierno a nuevos actores sociales: las mujeres, los/as obreros/as, los/as peones rurales entre varios otros. La estructura oligárquica (económica y cultural) pareció verse afectada como nunca antes, aunque de ninguna manera iba el peronismo hacia la abolición del capital sino –y no es poco decir– hacia su conducción desde el Estado para la industrialización y nacionalización.
La respuesta de las derechas fue profundamente brutal: amparada en una discursividad del odio profunda (el «aluvión zoológico»; los «cabecitas negras», los «negros» entre otros) que alcanzó ´niveles de perversidad en el ataque a la figura de la esposa del General Perón («la yegua», «viva el cáncer»). Pero este odio profundo no se quedó en las palabras. Como en los casos anteriores, pasó a la acción: la derecha atentó contra el propio presidente en los bombardeos de Plaza de Mayo de 1955 y los aviones de la aviación naval descargaron su odio contra la población civil en Plaza de Mayo, asesinando a más de 300 personas (entre ellas un micro lleno de niños/as) e hiriendo a un número incontable de transeúntes. Ese odio pervivió al golpe de Estado de 1955: el cadáver de Eva Perón fue «desaparecido» por la derecha y cuando se intentó recuperar el orden democrático en el levantamiento de 1956 sus cabecillas fueron fusilados sin misericordia, inaugurando, además, los asesinatos ilegales por parte del Estado contra militantes políticos. El peronismo quedará proscripto durante 18 años, el mismo tiempo que la derecha tendrá «secuestrado» el cadáver de Eva Perón.
Este odio elitista de derecha perdurará luego del peronismo: Onganía por ejemplo dará un golpe de Estado bajo la lógica del «anticomunismo» al más bien moderado presidente civil Arturo Illia. Onganía le aplicará a los docentes y estudiantes de las universidades públicas una represión brutal y ese mismo odio dirigió las armas que asesinaron a los jóvenes militantes en la masacre de Trelew.
Las políticas de odio basadas en la discursividad del odio llegaron a límites genocidas durante la última dictadura cívico-eclesiástico-militar que asolo al país entre 1976-1983. La derecha en el poder –de la mano de las FFAA y no solo– desplegó un formidable dispositivo interno basado en la discursividad del odio: las militancias políticas, sindicales, los saberes universitarios, los reclamos sociales, de género, laborales, las expresiones culturales; en fin todo lo que no era la imagen del «deber ser» que la dictadura tenía, fue englobado bajo los rótulos de «subversión», «terrorismo», «delincuente subversivo», «subversión apátrida». Todas expresiones que alentaban y justificaban el accionar genocida del verdadero Estado Terrorista. Treinta mil desaparecidos/as, miles de exiliados y otros tantos miles de detenidos y torturados fue el resultado de la profunda revancha derechista que significó la Dictadura.
El mismo odio asesinará a 39 ciudadanos desarmados en las protestas por el colapso neoliberal del 2001 y el odio es el que habilitará los asesinatos de Kosteki y Santillán en el marco de las protestas pacíficas del 2002. El mismo odio que se cobró la vida de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel en el 2017.
Odio permanente y constitutivo
A esta altura del relato, volvemos a las preguntas iniciales: ¿Es el odio de derechas excepcional o más bien lo permanente en nuestra historia?
¿Las expresiones y las acciones de odio no han encontrado ciertos consensos sociales aún en las peores dictaduras? El «por algo será» o son «comunistas antinacionales» o el más cercano «son todos corruptos» y «se robaron todo», ¿no han alcanzado a porciones importantes (y no solo las elites) en nuestra historia?
Son estas expresiones de odio de los últimos meses un «desvío» y «radicalización» de las derechas, o no es más bien su forma permanente de imaginar la política. ¿No confundimos desde el campo nacional-popular nuestro deseo de contar con una derecha «razonable» con la existencia de esa derecha?
Visto en perspectiva histórica el odio ha sido constitutivo de las formas de hacer política de la derecha argentina desde los tempranos tiempos de la independencia. Nada nuevo bajo el sol.
La derecha argentina nunca ha sido democrática, ni siquiera cuando en el 2015 accedió por primera vez al gobierno democráticamente: inmediatamente desarrollaron un sistema de persecución política –lawfare– contra los miembros de la oposición.
La magnitud del intento de magnicidio conmovió al arco político menos a la derecha. A los pedidos de diálogo han respondido con un NO rotundo. Era – a raíz de toda su historia– absolutamente esperable. Nunca han dialogado porque solo entienden el poder como modo de sostener su proyecto excluyente, sin fisuras y sin contemplaciones.
Nuestra democracia está –como nunca antes desde 1983– verdaderamente en riesgo. Una porción importante del electorado potencial aprueba o «deja hacer» frente a los nuevos/viejos discursos del odio. Tampoco es nuevo, pero esta agenda había quedado anulada luego de la última dictadura.
La derecha argentina –lo repetimos una vez más– entiende la democracia desde un punto de vista instrumental. Promover la democracia nunca será su objetivo y pretender que «dialogue» sobre las acciones de odio, que son su forma de construir políticamente, es una pérdida de tiempo.
Quizás la respuesta no se halle en querer dialogar con quien se negará sistemáticamente a hacerlo.
Quizás sea más conveniente invertir el tiempo político en promover campañas nacionales contra la discursividad del odio, trabajar en su esclarecimiento en las instituciones educativas de todos los niveles, ganar la calle en esquinas y plazas esclareciendo el significado profundo de los discursos odiantes, promover su análisis en sindicatos y movimientos sociales y acompañarlo con las presentaciones judiciales que no dejen sin su correlato judicial a las expresiones de odio.
Construir una cultura que no deje florecer el odio es una enorme tarea militante para el presente y, sobre todo, para nuestro futuro.