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Dos versiones de Marx

Los cuentos de JoséPor Cristian Palacios

La tesis causó, en principio, la hilaridad del jurado. Casi en seguida adivinó entre todos la inquietante duda de si aquél hombre no estaría hablando en serio. A lo cual siguió un súbito desconcierto al comprobarse que aparentemente sí, hablaba en serio. Con todo, logró la aprobación y el pase a defensa, después siguió el trámite puramente burocrático de la defensa. Algún inescrupuloso editor la juzgó divertida y fue publicada. Jacques-Alain Miller pudo leer la obra como un caso clínico interesante. La New Left Review le dedicó una reseña de siete renglones en la cual se repetía varias veces la palabra “imbécil”.

Lo que la tesis sostenía, con una rigurosidad inobjetable, era que Carlos Marx había sido un impostor. Un impostor venido del futuro. Viajar en el tiempo sí era posible, aunque el método para lograrlo no había sido aún inventado[1]. La revolución proletaria había triunfado en un universo paralelo o en un universo que ya no existía más, dado que Carlos Marx —rabioso opositor del comunismo real en ese universo distante— había viajado en el tiempo y publicado El capital mucho antes de lo esperado. Y era justamente debido a la treta de Carlos Marx, debido a su vaticinio de que la revolución habría de triunfar —tarde o temprano—, que la historia había cambiado su curso, puesto que los enemigos naturales de la revolución, los avatares del capital en este pequeño planeta humano —todos buenos lectores de Carlos Marx—, habían aprendido de él lo que había que hacer para que la revolución no triunfara jamás.

Pese a lo desconcertante de su hipótesis, el flamante doctor en filosofía política logró vender unos cuantos libros y participar en dos o tres debates. La historia a la que había querido negar decidió sepultarlo bajo el más aplastante de los olvidos. Hubo, con todo, una segunda edición de Den hemliga Bedragaren, fraguada por él mismo luego de que la primera se perdiera en un naufragio. Atribulado quizás por las burlas de la comunidad científica, se propuso enmendar allí gran parte de sus errores con un apéndice que acaso los magnificaba. En él concedía que quizás fuera un poco precipitado pensar en Marx como un viajero del tiempo, pero que dado el caso, lo mismo daba. Porque lo que Marx había llegado a intuir, en el curso de sus reflexiones, era que los problemas no terminaban con el triunfo de la revolución. Los problemas, en realidad, comenzaban en ese preciso momento. Dado que en un mundo futuro, donde la revolución hubiera triunfado de una vez y para siempre, cabía esperar una humanidad sumida en el más absoluto desconcierto. Una humanidad que no sabría ya cómo malgastar su tiempo. Una humanidad aburrida y obesa. El viejo Marx, sentado en una sala del Museo Británico, habría comprendido entonces con terror cuál era el punto oscuro que pesaba sobre las diferentes utopías que los hombres habían concebido a lo largo de las épocas, de La República al Espíritu de las Leyes, fueran estas científicas o fantasiosas, posibles o improbables, moderadas o esquizoides. Lo que ningún filósofo o economista se había atrevido a pensar hasta entonces era lo que venía después. Una vez conseguida la revolución, qué seguía. He allí la verdadera catástrofe de la historia, frente a la cual el resto de las catástrofes de la historia, palidecían como enanas blancas en un concierto de supernovas. Marx habría decidido publicar El capital como una secreta advertencia dirigida a los ostentadores del poder económico. No para denunciar sus excesos, sino para decirles qué hacer. En esta segunda versión, el buen Marx se nos aparecía no como el enemigo del pueblo, sino como un secreto amigo que lo traicionaba a escondidas.

Se dice que Terry Eagleton leyó esta segunda versión y fue asaltado por un súbito ataque de hipo. No pudo decir más nada. El doctor en filosofía política no volvió a publicar. Se voló la cabeza en un bar de Liubliana una tarde de agosto, mientras miraba un partido del Manchester United.

 


 

[1] El capítulo tres se dedicaba a demostrar que viajar en el tiempo sí era posible -al menos en teoría- rechazando desdeñosamente todas las paradojas con las que habitualmente se argumenta en su contra: la paradoja del abuelo, la paradoja de los gemelos, la paradoja del primo-hermano, la paradoja del cuñado de una tía. Según el autor, nada había de descabellado en el hecho de que un viajero temporal matara a su propio padre antes de haber sido concebido. El hijo no nacería, pero eso no tendría por qué afectar al viajero. En lo que concernía a su experiencia, la muerte del padre había sucedido después de su nacimiento, aunque era de esperar que en caso de volver al futuro, se encontrase con un mundo en el que él ya no existía.

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