Por Juan Luis Carnagui
Entre finales de la década del sesenta e inicios de la del setenta se advirtieron los signos salientes de una crisis que rápidamente cobró dimensiones globales. Los estallidos del 68, una larga serie de protestas que atravesaron los tres mundos (Estados Unidos, Alemania, Italia, el icónico Mayo francés, la masacre en México y la Primavera de Praga en la Checoslovaquia soviética), pusieron de manifiesto las fisuras de «los años dorados» y la emergencia de una nueva agenda de reclamos sociales, políticos y culturales. Por entonces, la crítica que embanderaban las juventudes a la sociedad de la abundancia y el consumismo, a la guerra y a los adultos encontró un núcleo duro de reivindicaciones en torno a la ampliación de las libertades individuales. En paralelo, el creciente agotamiento económico del ciclo expansivo del capitalismo keynesiano evidenció también una creciente inestabilidad. Hacia 1973, el aumento del precio del petróleo generó un proceso inflacionario a nivel mundial que terminó por eclosionar el círculo virtuoso que había caracterizado a la segunda posguerra y la crisis se instaló definitivamente.
El proceso histórico de la expansión neoliberal comenzó a cobrar forma a la sombra de la reestructuración capitalista motivada por esta crisis. Resultado del agotamiento de la matriz productiva del capitalismo de bienestar basado en la producción industrial fordista, del resquebrajamiento del consenso en torno a la primacía del Estado de bienestar y la hegemonía norteamericana, el neoliberalismo comenzó a avanzar políticamente en forma heterogénea y camaleónica. Desde entonces, es posible encontrar diferentes momentos en esta avanzada. Primero en los setenta, mediante golpes de Estado en América Latina. Más tarde en los ochenta, generando consensos en los países industrialmente desarrollados con esa rara mezcla de democracia y conservadurismo político-cultural que supo expresar fielmente el neoconservadurismo impulsado por Reagan en Estados Unidos y Thatcher en Reino Unido. Luego, la avanzada de la globalización neoliberal y el asalto a los partidos históricamente vinculados a los sectores populares fue el rasgo característico de los noventa, desde el peronismo en Argentina hasta, en menor medida, el laborismo británico, las socialdemocracias europeas o el partido demócrata en los Estados Unidos.
Más allá de los distintos momentos y los diferentes actores que impulsaron el neoliberalismo a nivel mundial, pueden encontrarse una seria de políticas y algunos resultados por demás claros, aunque siempre velados por una arquitectura conceptual sostenida por universales positivos: la libertad, el goce y, mucho más acá, la felicidad.
las políticas económicas del neoliberalismo han tenido un correlato social inmediato, tanto en la situación de miseria a la que relega a una inmensa porción de la sociedad como en lo referido a la creciente estigmatización y criminalización de la pobreza y la marginalidad.
Sin embargo, la orientación de las economías neoliberales hacia la desregulación del mercado financiero, la flexibilización laboral, la privatización de los activos del Estado a manos de las empresas privadas, la apertura del mercado de bienes y capitales, el creciente extractivismo en la explotación de los recursos naturales, entre algunas de las características más salientes, exhibe con claridad hacia qué sectores están orientados la libertad, el goce y la felicidad. Esto último ha sido claramente puntualizado por los estudios marxistas del neoliberalismo que han señalado cómo esas políticas han redundado en una impresionante transferencia de recursos de los sectores populares a los sectores más concentrados. En fin, para ser consecuente con la perspectiva marxista, cómo esas políticas han significado una auténtica revancha de clases. Revancha que no solo se sustenta en el desigual reparto de las riquezas, sino también, con la misma brutalidad, en un reparto regresivo de los recursos culturales, en el desigual acceso a la educación y al derecho a habitar la ciudad. Para decirlo de otro modo, las políticas económicas del neoliberalismo han tenido un correlato social inmediato, tanto en la situación de miseria a la que relega a una inmensa porción de la sociedad como en lo referido a la creciente estigmatización y criminalización de la pobreza y la marginalidad. En este sentido, los trabajos de la sociología urbana de Löic Wacquant han sido pioneros en conectar estas cuestiones.
¿Es este ordenamiento global el que estaría poniendo el jaque el coronavirus? ¿Puede pensarse que la actual pandemia presenta la capacidad de agrietar, bien a nivel estructural o en algunas de sus diferentes dimensiones, al capitalismo neoliberal globalizado? ¿Podrá el virus transformar el ya no tan «nuevo espíritu del capitalismo» al que referían Boltanski y Chiapiello?
Difícilmente podríamos aventurar una respuesta afirmativa. Hace poco más de una década, la explosión de la burbuja especulativa de las hipotecas en los Estados Unidos se expandió hacia todo el sistema financiero mundial generando un colapso de profundas magnitudes. A pesar de ello, la crisis de 2008 no provocó una alteración estructural en la dinámica de acumulación. Su impacto fue mayor en lo que respecta al despunte de una etapa de creciente volatilidad social y política. Dicho de otro modo, el resultado de la crisis fue mucho más profundo a la hora de habilitar un nuevo escenario político que en lo relacionado a transformaciones de fondo en la estructura económica. Ambas cuestiones se encuentran íntimamente relacionadas, pues la salida del colapso financiero orientada hacia una profundización del patrón de acumulación, sin que ello suponga un horizonte que logre contener a las amplias mayorías postergadas en los tiempos neoliberales, tensionó al límite la ya alterada sensibilidad social y política abriendo las puertas a la sublevación. Aunque compartiendo elementos comunes, el impacto de la creciente agitación político-social tuvo resultados particulares en diversas latitudes, desde el creciente avance de la derecha en el área del capitalismo neoliberal metropolitano (Europa occidental y los Estados Unidos) a la Primavera árabe de 2010-2013, o bien las trayectorias divergentes en el crecientemente heterogéneo escenario latinoamericano.
Las gestiones sanitarias de Boris Johnson, Donald Trump y Jair Bolsonaro se debatieron entre los disparates y las contramarchas. El más acuciado de todos es el presidente brasileño, precipitado por convertirse en la primera víctima política de la pandemia.
La irrupción de la política de la bravuconada, bien podría emplearse la conceptualización de los populismos de María Esperanza Casullo, es un buen ejemplo de ello. La apelación discursiva, por momentos antistablishment, sostenida por Donald Trump o Jair Bolsonaro, dos representantes actuales de ese emergente, no modificaron, a pesar de lo estruendoso de sus modos, la matriz del capitalismo neoliberal. Podemos afirmar, claro está, que estas experiencias representan, como ha señalado Nancy Fraser, «motines políticos», aunque, esto va por cuenta propia, no incompatibles con el neoliberalismo reinante.
Ante el avance de la actual pandemia, una hipótesis arriesgada podría aventurar un cierre para este ciclo político que irrumpió tras la crisis financiera de 2008. Todo parece indicar que los ganadores de entonces atraviesan, por el momento, los desafíos más complejos. Las gestiones sanitarias de Boris Johnson, Donald Trump y Jair Bolsonaro se debatieron entre los disparates y las contramarchas. El más acuciado de todos es el presidente brasileño, precipitado por convertirse en la primera víctima política de la pandemia.
Frente a ello ha comenzado a extenderse una mirada entusiasmada por las adhesiones que han logrado generar las iniciativas estatales para contener el brote del virus. Pero este repentino consenso estatista, articulado por la situación de emergencia, dudosamente pueda traducirse en la erosión de una visión de mundo cuyos sentidos y elementos fundantes se han consolidado con firmeza a lo largo de los últimos cincuenta años. Del mismo modo, las buenas intenciones que emergen en una sociedad conmocionada por la tragedia también deberían calibrarse. Si estas no se configuran en una crítica profunda a la estructura que genera un desigual impacto del virus en función de las desigualdades obscenas que atraviesan a nuestras sociedades, el activismo ciudadano parece estar confinado a convertirse en una suerte de emprendedurismo solidario.
La situación en nuestro país es un claro ejemplo de ello. La acertada gestión de Alberto Fernández, atenta a poner la prioridad en el cuidado general de la población, ha logrado postergar las tensiones políticas. Contribuyó también, vale decirlo, el temor generalizado que hizo posible que incluso sectores de la oposición reconocieran la determinación del presidente. Las derivas futuras son una incógnita. Sin duda las restricciones serán mayores a las previstas y las necesidades más urgentes para quienes ya habían sido castigados durante el macrismo. Se sumará a ello, una vez concluida la paz sanitaria, que el juego de la política volverá a desarrollarse sin los buenos modales impuestos por el actual contexto. El dato alentador es que el escenario también está abierto para capitalizar políticamente el empuje que está recibiendo la gestión de Fernández. La expansión de una agenda progresista parece comenzar a cobrar forma, llamativamente, en este momento de mayor premura. La certeza radica, también, en que los posibles avances deberán ser refrendados. Mantenerlos vigentes dependerá del grado de consolidación de una apuesta colectiva.