Por Carlos Ciappina
El 16 de junio de 1955 tiene un lugar especial en la historia nacional de la infamia. Por desgracia, no es el único, pues los actos de represión y exterminio contra el pueblo argentino por parte de las élites oligárquicas (y sus brazos militares) tienen una historia que podemos remontar al trato dado a las montoneras federales, a los pueblos ancestrales del sur y del norte, en la Semana Trágica de 1919 y el asesinato de cientos de obreros y la Patagonia Rebelde con el fusilamiento de miles de trabajadores y campesinos.
Pero el 16 de junio tiene varios hechos singulares: la Aviación Naval y la Fuerza Aérea Argentina bombardean la Plaza de Mayo a plena luz del día con el objetivo declarado de terminar con la vida y el gobierno democrático del general Juan Domingo Perón, y el objetivo menos declarado de “castigar” al pueblo movilizado en la Plaza para defender un Gobierno nacional y popular.
El bautismo de fuego de la Fuerza Aérea se hará contra el propio pueblo argentino.
Así, Buenos Aires se convertirá en la primera ciudad abierta del mundo en ser bombardeada por la aviación sin declaración de guerra, sin estar el país en conflicto armado externo o interno. Imaginemos a la Fuerza Aérea francesa bombardeando París, o la norteamericana haciendo lo propio en Washington. Aun Guernica (aquella ciudad abierta devastada por los fascistas) fue bombardeada por la aviación alemana e italiana, pero no la española.
Aquí fueron los propios argentinos los que bombardearon a su pueblo, en la plaza emblema de la nación.
¿Cómo fue esto posible? ¿Qué es lo que inauguró?
La explicación de fondo admite dos razones profundas: odio de clase y necesidad de reconfigurar el orden económico y social del país a diez años del Gobierno peronista.
El peronismo había trastocado profundamente las estructuras de la Argentina agropastoril: el programa nacional del peronismo estatizó y nacionalizó las empresas y recursos considerados claves para la economía nacional, afectando la tradicional hegemonía del capital británico y sus socios locales; centró su política exterior en una posición equidistante de los Estados Unidos y la URSS (lo que en la práctica, habida cuenta de que Perón no era un comunista, significaba mantener a raya el imperialismo norteamericano, en especial en América Latina); reformuló el sistema de comercio exterior, quitándoles a las casas exportadoras de granos y carnes el monopolio de la negociación de nuestra riqueza agroexportadora y redireccionando esos ingresos hacia la industrialización nacional; reduciendo profundamente la rentabilidad de la élite terrateniente (los que creían ser dueños “naturales” de la nación y su pueblo) y obligándola por primera vez en su historia a reconocer la autonomía y la conducción de un Estado que no era “de ellos”, sino de los intereses de la nación.
Esta transformación profunda del comportamiento económico tradicional de la Argentina va de la mano (en una unidad indisoluble) con la política consistente en la sanción de un conjunto de medidas de mejora laboral y social de una profundidad inédita: una legislación obrera que garantizó, alentó y profundizó la organización sindical y transformó a la clase obrera en el actor político clave del primer peronismo, en su sostén y también, por qué no decirlo, en la garantía de las conquistas alcanzadas en ese período.
El salario y las condiciones laborales dejaron de ser una atribución disciplinadora de los patrones y comenzaron a tener que ser negociados entre sindicatos y empresarios bajo la regulación estatal. La sanción del Estatuto del Peón Rural visibilizó a los verdaderos hacedores de la riqueza de la “Argentina de la edad de oro”. La riqueza que esa élite creía era obra suya se basaba en el tratamiento casi esclavizante de cientos de miles de trabajadores rurales que malvivían y malcomían mientras sus patrones despilfarraban la riqueza por ellos generada en paseos por Europa y en la construcción de castillos traídos piedra por piedra de Francia. En la esfera social (asociada a la laboral), el peronismo ajustará su política a la frase que pronunció Eva Perón: “Allí donde hay una necesidad, hay un derecho”. Miles de escuelas, cientos de hospitales públicos, cientos de hogares-escuela para niñas/niños, alimentos, juguetes y ropa para millones de niños que siempre habían visto con “la ñata contra el vidrio” la ropa de cama, los dulces y los juguetes como objetos de lujo.
La idea y la práctica de que vivir bien es un derecho garantizado por el Estado y no la incierta realización de una dádiva de beneficencia para aquellos que agacharan la cabeza y agradecieran la limosna de quienes usufructuaban la riqueza de la nación se instala como certeza en las clases populares a partir del peronismo.
La educación entendida como derecho y la realización del ideal del ascenso social a través de ella se profundiza con el peronismo en el poder: la educación universitaria deja de ser paga y los niveles de cobertura en la educación técnica y secundaria se amplían como nunca antes para darles lugar a los hijos de los trabajadores.
Si no se comprende la profundidad de este trastocamiento del orden social oligárquico que significó el peronismo, no puede comprenderse el bombardeo a Plaza de Mayo de junio de 1955.
Los aviones de la Armada y de la Fuerza Aérea que llevan (inequívoco mensaje de complicidad con la jerarquía católica de ese momento) dibujada la insignia “Cristo Vence” son el instrumento brutal de la “vieja Argentina”. Los pilotos ven que la plaza está colmada de gente (se calculan 30.000 personas que estaban arribando), pero no les importa, o a lo mejor lo prefieren: sus bombas y metrallas asesinan a los que osan querer cambiar el orden de los dueños tradicionales de la nación: los terratenientes, la jerarquía católica y las Fuerzas Armadas, fieles custodios de la propiedad, la familia y el orden social piramidal.
Los aviones que bombardean la Plaza de Mayo son también la herramienta de la clase política tradicional que se suma al golpe militar para derrocar al Gobierno que había logrado obtener el voto popular. Detrás de los aviones y las bombas están los civiles que se llamaban paradójicamente “democráticos”. Conspiran con los militares y avalan los bombardeos los políticos como Miguel Ángel Zavala Ortiz, de la UCR, Américo Ghioldi, del Partido Socialista, junto a Adolfo Vicchi, del Partido Demócrata Nacional, y Mario Amadeo y Luis María de Pablo Pardo, del nacionalismo católico.
Los aviones que bombardean la Plaza de Mayo son también la expresión de un profundo odio de clase: el pueblo, durante el primer peronismo, había comenzado a ocupar el centro de la escena política; las mujeres, individual y colectivamente, se incorporaron también a la vida política de la mano de esa figura intragable para la élite que fue Eva Duarte de Perón; las plazas, los cines, el teatro, la cultura, los lugares de veraneo, las Universidades, comenzaron a llenarse de pueblo. Para la élite, tradicional beneficiaria de un país para pocos, la “negrada”, el “aluvión zoológico” que ahora consumía, disfrutaba, iba al cine y se mostraba orgulloso por las calles se volvió una imagen insoportable.
Si no se los podía derrotar por el voto, pues bien, no estaba mal bombardearlos: 9.500 kg de bombas, bombas de fragmentación de trotyl, miles de balas 7,62 y 20 mm sobre la población pacíficamente reunida… El piloto de la marina Carlos Enrique Carus es el último que debe pasar sobre la plaza… Ya no tiene bombas ni balas, pero en su odio antipopular arroja sobre la gente reunida los tanques de repuesto llenos de combustible: cientos de litros transforman la plaza en un infierno de fuego y decenas de trabajadores mueren incinerados.
Una de las enseñanzas más nefastas que dejaron los bombardeos del 16 de junio fue la de la impunidad de los represores.
¿Qué ocurrió con los pilotos que asesinaron a 364 personas y dejaron heridas a más de ochocientas? Nada. Absolutamente nada. Se exiliaron en Uruguay, donde fueron recibidos como héroes por el Gobierno antiperonista de Battle. Tres meses después volvieron, en septiembre de 1955, luego del golpe de la Revolución Fusiladora, y fueron recibidos (aquí también) como héroes. Durante décadas fueron tratados como “libertadores” por la prensa hegemónica y los partidos tradicionales de nuestro país.
¡Los asesinos fueron tratados como republicanos y demócratas! Y no es casualidad que sus nombres se reiteren en los genocidios posteriores. Participaron en los bombardeos de junio de 1955 Osvaldo Cacciatore (futuro intendente de Videla en Buenos Aires), Emilio Massera y su hermano Carlos, Horacio Mayorga, Carlos Suárez Mason, Máximo Rivero Kelly, futuros genocidas y represores de la última dictadura…
Los bombardeos de Plaza de Mayo son así, también, la punta del iceberg del círculo que llevó a una dictadura tras otra: partidos políticos antipopulares, jerarquía eclesiástica, corporaciones militares y medios de prensa hegemónicos asociados no sólo para impedir que un partido popular se sostuviera en el poder, sino también (y más importante) para destruir el orden económico-social y la movilización popular que el peronismo inauguró.
Los asesinos y sus cómplices civiles nunca fueron juzgados y ni siquiera recibieron la repulsa de la sociedad civil.
A modo de necesaria reparación histórica, durante el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner (año 2009) se sancionó la ley que otorga a las víctimas de los bombardeos y sus familiares las mismas condiciones de resarcimiento económico que a las víctimas del terrorismo de Estado.
Vueltos al contexto de 1955, la impunidad de los sublevados habilitará su participación en nuevos golpes y nuevas experiencias represivas. Por eso, el 16 de junio también es una fecha para confirmar y reiterar MEMORIA, VERDAD y JUSTICIA.