Por Ramiro García Morete
Alfredo Benialgo publica una brillante novela donde combina lo policial con lo fantástico y la tensión con la metáfora en un relato coral y onírico
“Escribo una novela. /Releo otra/Escribo un cuento./Corrijo el de la semana anterior./De este pantano de palabras/se levantan columnas de vapor/de vez en cuando./Algunas, me dicen, son poemas”(Inédito). En Tolosa -señalará- “hay un puente victoriano que yo miraba mientras fumaba”. Aunque no podría precisar si fue allí o a pocas cuadras, en el pequeño galpón de cinco metros cuadrados con internet que construyó en el fondo de la casa de 33. Y es que hasta los cuarenta, asegurará, no había sido más que “un escritor de fin de semana”. Es cierto que desde los adolescentes años del Albert Thomas ya florecía en sí el ánimo de la escritura, motivado por ese intento de banda de rock donde tocaba la guitarra y cuyo nombre era algo así como Nacidos en el Viento. Pero todo aquello quedaría postergado por la carrera de Geología. El ejercicio de esa profesión lo llevaría a trabajar mucho en el fascinante desierto patagónico, esa “especie de encerrona abierta, un laberinto sin paredes” -tal como define- “siempre me impresionó como un sitio muy misterioso”.
Una hermosa familia con cuatro hijes sería otra razón para que recién en 1996 fuera un concurso organizado por Edelap -oh, sí- y con un notable jurado local, para ya no detener su marcha: talleres, cuentos y varios reconocimientos.
Lo cierto es que mirando el puente o fumando en el pasto haría el click. Aquel archivo de Word de casi cuarenta páginas con el título “Algo huele a podrido en San Benjamín de Tigre” debía tomar otro rumbo. La historia del fiscal que investiga un asesinato en medio de un pueblo perdido había surgido en el 2005. Tal como es su costumbre, se trataría de una novela policial, ese maravilloso género que si de algo puede pecar es de su misma virtud: la lógica. Pero a veces, la vida carece de ella o –al menos- la excede. No todo tiene una explicación, ni toda narrativa es completa.
Y unos años después la muerte se encargaría de recordarlo. En un breve lapso entre 2010 y 2011 su círculo familiar se vería profundamente afectado. A la par de terapia, se encargaría de terminar “Una mujer somalí”, novela que lo ubicaría entre los finalistas del concurso de Clarín del 2015, publicada en el 2017.
Recién concluido ese trabajo pensaría en el puente y hallaría la forma de canalizar algo más que una buena historia. Entendería que el fiscal Alves no solo ingresaba a un pueblo foráneo y extraviado, sino que cruzaba hacia otro lado. Un lugar donde no todo se explicaría. Así construiría esta notable novela que utiliza los recursos de género policial solo como plataforma para expandir sus posibilidades. Un relato coral, donde habitan diversas voces y el tiempo se funde y confunde como un juego de espejos. Una atmósfera que concilia los rasgos más cotidianos con elementos fantásticos y oníricos. Un elenco de reconocibles personajes que en su extraña lógica se desdibujan hasta casi articular un complot y hacer del mismo pueblo un personaje en sí. Como en Rulfo o en García Márquez, pero también como en el Innsmouth de Lovecraft, donde las pistas y guiños ambiguos sostienen la tensión con maestría y sutileza.
Lo que se inicia en una fiesta de club como un simple asesinato ante los ojos de todos, deviene en todo lo contrario. Hay algo que no se ve, pero se percibe. Quizá sea la niebla, o la inexplicable humedad en las piedras, quizás los perros cimarrones… una presencia silenciosa que todo lo envuelve. A través de los múltiples narradores de “El desierto de la melancolía” (editado por Final Abierto), Alfredo Benialgo dejaría levantarse las columnas de vapor entre el pantano de palabras. Y –como el fiscal Alves- entregarse a ellas, para resolver lo que se puede y transitar lo que no.
“Yo tenia planeado escribir una novela policial -introduce Benialgo-. De a poco me fui yendo del realismo. Necesité hacerlo. No me bastó esa cosa que tenia planeada: la resolución del caso y el regreso a la ciudad. Y eso es consecuencia de tratar de darle una vuelta de rosca. Como una manera de desacomodar al lector de policiales, que casi siempre tiene una idea de lo que va a ocurrir. Siempre me gusta pegar una vuelta y distorsionarle la visón o la expectativa”. Entonces, el escritor buscó “desacomodar siempre al investigador. Que el tipo sintiera una sensación de extrañamiento y de pertenencia a la vez, que siempre encuentre rasgos o señas de cosas que vivió en el pasado. Buscaba ese personaje -con el que el lector se identifica- que está siempre sorprendido y superado”. Y aclara: “Uno elabora un discurso posterior la obra. Porque la obra se escribe de manera intuitiva, dejándose llevar por esa carga que el hija de las lecturas”.
De todas maneras había una búsqueda clara: “Intenté una especie de quiebre del realismo. De tal manera que lo fantástico no fuera tan marcado, sino que diera la sensación de una extensión de la realidad hacia otro campo. Para hacer eso tuve que manejar mucho la ambigüedad. Una cosa que pasa si uno se propone escribir algo es que siempre hay una obsesión en segundo plano que después se encarga de guiarnos”. En su caso había un pensamiento que emergería y tenía que ver con los sueños o el gran sueño. Poco antes de que su madre falleciera, Benialgo cuenta que “de pronto mi vieja se dormía y cuando despertaba me contaba un viaje con detalles muy precisos. Y vos decías: estuvo ahí. Eso lo usé mucho y me vino al pelo para que la cosa fuera relativa. Empezar con ese fiscal, que está siendo soñado por un juez que está agonizando. Es un juego y una trampita en la linealidad”.
Otra estrategia fue hacer del pueblo mismo un personaje. “Alves se ve afectado por los asesinatos y por las circunstancias que aparecen y tienen que ver con su propia prehistoria y que lo van atribulando. Y también con cosas del pasado de ese pueblo que también van afectándolo en las cosas, en los árboles, en alguna que otra construcción, en algún sonido u olor y también en la gente. Ese es el efecto buscado en la ambigüedad. ¿Estos tipos me están cagando? No sé, puede no ser, es algo planificado y realizado en torno a los fines de esa ambigüedad. La cosa siempre va quedando en suspenso. Alves siempre tiene algo nuevo que lo interpela. Es como una postergación infinita”.
“Todo lo que estoy diciendo -concluye- es desde el punto de vista de un lector. Si se quiere, un lector privilegiado porque estaba adentro del escritor. Parto de una observación que también se me puede cuestionar. Porque la idea es que cada uno haga de esta novela una cosa propia”.