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El discurso amarillo

Por  Roberto Álvarez Mur

¿Arjona? ¿Publicidades de gaseosa? ¿Teorías de marketing contemporáneo? Es muy poco probable que el paradigma de la retórica Pro tenga su génesis en esos ámbitos. No obstante, en él convive, se mezcla un poco de cada cosa. Ah, y también Miguel Del Sel, como si fuera poco.

El combo macrista ya lleva un buen puñado de años boyando en el escenario político argentino –boletas electorales y globos de colores mediante– en los que desarrollaron una carta de presentación ideológica singular, distinguible desde la General Paz al Riachuelo. A los codazos limpios, los chicos Pro lograron insertarse en un panorama post crisis de los noventa a fuerza de una particular frescura discursiva de formato tipo ONG, alejada del acartonado peso de las ideologías tradicionales –ojo, yo de política no se nada– y, fundamentalmente, de encauzar a los sectores de la clase media malograda luego de la crisis, en una cuasi sensibilidad de participación política renovada, siempre y cuando “que se vayan todos”.

Mientras las filas del partido republicano criollo se nutren de figuras como Cristian Ritondo –vieja escuela del duhaldismo– u Horacio Rodríguez Larreta –¿alguien recuerda quién era interventor de Pami en los noventa, digo, cuando se suicidó un tal Favaloro?–, los jóvenes militantes del Pro invierten su tiempo libre de cursadas de la UCA y se sumergen en los sectores relegados de la Capital Federal para realizar tareas de trabajo social, a dar una mano a los necesitados. ¿Activismo juvenil revolucionario? Tal vez. En algún punto entre un progresismo liberal a medias y una derecha light que pega, pero no tan duro; ahí, se encuentran los chicos Pro, inundando las calles de selfies.

Mientras tanto, los polémicos enrejados de las plazas públicas de la Cuidad ponen el límite de la buena onda y te recuerdan: pertenecés al Conurbano, chau.

El panorama no cambia mucho alejándose del territorio porteño. El reciente revuelo causado por el chauvinismo a prueba de balas del humorista-devenido-diputado Miguel Del Sel provocó un manto de chiflidos que resonó hasta lo más profundo de Avenida del Libertador. La impostura de Del Sel largando guarangadas dignas de un Bukowski litoraleño mostraron el grado cero del vacío existencial del discurso Pro. Lo que durante años se constituyó explícitamente como el costado cool y desenfadado de la nueva política argentina, quedó sepultado –o más bien descubierto– ante el desmadre del petiso ex Midachi. En otras palabras: cartón viejo disfrazado de sushi con champagne. ¿A alguien le suena familiar?

Ahora bien, ¿Existe un manual para ser Pro? ¿Recorrerá, acaso, los pasillos de la UBA algún manuscrito titulado “El Manifiesto Macrista”, que manifieste las bases ideológicas y los condicionamientos materiales y simbólicos del porteñismo amarillo?¿Es Miguel Del Sel? Improbable.

La raíz del partido amarillo emerge, precisamente, en su postura post moderna ¿border? de una suerte de negación-anti-tradiciones. Pareciera que sus dirigentes se jactasen de no tener pasado, de haber salido de un repollo –o de un country en las afueras de Belgrano– tan sólo para generar “un cambio en el país”; país del que, por otro lado, no parecen tener mucha memoria del 2001 hacia atrás. Lo que distingue al Pro de sus contemporáneos no es tanto su matriz ideológica, sujeta a un refrescado neoliberalismo silencioso, sino su esfuerzo (¿inocente, estratégico?) por solaparlo a cara de piedra: ¿alguien ha visto algún spot de Macri diciendo: “Okey, soy la continuación de Menem. En el fondo sé que me aman”? No lo creo.