Por Mariano Vázquez
Chisme, opereta, humo, radiopasillo, versión,
trascendido, rumor, mentira-verdad.
¿Posverdad?
El resultado de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, la difusión que tuvieron las noticias falsas durante la campaña y la creencia del impacto que estas tuvieron entre los votantes habilitaron una explicación posible: la llamaron posverdad. Argentina no es la excepción en lo referido a la circulación –y viralización– de información falsa, y para muestra basta un botón: frente a una casa de familia, estacionada sobre la vereda, una camioneta blanca de alta gama es atribuida a Roberto Baradel, secretario general de Suteba. Esta imagen, y la diatriba que la subtitula, denuncia la supuesta corrupción del gremialista cuya evidencia sería ese automóvil.
“La posverdad no es una condición de las cosas. Es un término que se acuña para dar sentido a que lo objetivo importa menos”, asegura Pablo Boczkowski, doctor en Estudios de Ciencia y Tecnología por la Universidad de Cornell, y agrega: “En las redes sociales, sin embargo, hay tanta información que uno empieza a dudar: ¿es cierto o no?”.
En un contexto donde la objetividad de las noticias ya no es un valor de cambio y la viralización es un vector que traslada la atención de lo verdadero a lo verosímil, la pregunta que podemos formular es: ¿cómo operan las redes sociales en la transposición entre verdadero y verosímil?
La infraestructura actual de los flujos de información ha posibilitado que “las barreras de acceso para hacerse escuchar son mucho más bajas que en el pasado y el alcance es potencialmente mucho más amplio”, asegura Boczkowski. Esta infraestructura permitió, por un lado, que cualquier usuario de redes sociales pueda ser productor de contenidos y, por el otro, habilitó un espacio para que distintas voces que históricamente habían sido silenciadas por el poder puedan ser oídas. La contracara de este fenómeno es la liberación de una vía por la que las noticias falsas circulan con la misma fluidez que las noticias producidas por las empresas periodísticas.
Seguir, conectarse, enviar solicitud de amistad, añadir a tu red, son muchos de los eufemismos con los que nos enfrentamos los usuarios de redes sociales y a través de los cuales se da materialidad –y conectividad– a una vinculación dospuntocero. La precariedad de estos vínculos está sujeta, por un lado, a la cuestión técnica, es decir, sólo bastan unos clics para que dos personas estén “conectadas”, y, por el otro, con sólo unos clics esa conectividad puede desmembrarse. Sin embargo, esta cuestión técnica no implica que los lazos que se construyen a través de estas plataformas sean débiles, sino que su misma constitución los dota de una performatividad que les da carnadura a medida que se conforman.
La comunidad virtual
Para Natalia Aruguete y Ernesto Calvo, “las redes sociales no buscan producir enunciados verdaderos, sino actos performativos que nos identifican como comunidad”. Verdad y verosimilitud se trocan y, en espacios como Facebook o Twitter, “la mentira se propaga como un acto performativo y no puede ser declarada falsa. El mensaje social no circuló por ser verdadero, sino porque nos une afectivamente. Luego de todo lo que nos hizo vivir, a quién le importa si es falsa”. La comunidad es presentada como terreno fértil para la circulación de discursos falsos y se enraiza bajo el sesgo de la confirmación, definido como la tendencia a buscar, interpretar y recordar la información que confirma las creencias propias.
En el año 1993, Howard Rheingold publicó La comunidad virtual, donde narra su experiencia en la WELL (Whole Earth ‘Lectronic Link). En ese libro, Rheingold describe lo que sucede en una comunidad virtual y establece un paralelismo con las comunidades offline (por llamarlas de alguna forma) y enumera las siguientes características: en ellas se dialoga, se discute, se sufre, se hacen amigos, se comparten buenos y malos momentos, es decir, se vive. Una de las normas de la WELL que alcanza a todas las comunidades virtuales es la identidad. Cada persona debe mantener o dar a conocer su identidad más allá de los seudónimos. “Las comunidades virtuales son agregados sociales que surgen de la Red cuando una cantidad suficiente de gente lleva a cabo estas discusiones públicas durante un tiempo suficiente”, dice Rheingold.
En los veinte años que transcurrieron entre las definiciones de Rheingold y las redes sociales, podemos coincidir en que mucho ha cambiado tanto en avances tecnológicos como en apropiaciones y usos de estas tecnologías. Entonces podemos preguntarnos: ¿es condición suficiente estar conectado en y a través de ellas para habitar una comunidad? Y si hablamos de comunidad, ¿estamos pensando en una única comunidad, o en múltiples comunidades traslapadas con fronteras difusas y precarias? Y por último: ¿las múltiples comunidades están separadas por tópicos, plataformas, dispositivos o mutan con el paso del tiempo?
Espejos, reflejos y refracciones
En una entrevista publicada en Página/12, la investigadora Natalia Raimondo Anselmino afirma que “Facebook no parece ser el lugar del encuentro entre lo diferente en vistas a construir un acuerdo sobre lo común, dado que el espacio se presentaría como un ámbito de encuentro de parecidos con escaso lugar para la sorpresa y lo inesperado», y esto deriva en una traba para la emergencia del disenso. Las teorías sobre la persuasión de los medios de comunicación podrían explicar que la exposición selectiva implica que los usuarios no sólo “siguen” a aquellas personas que refuerzan sus creencias, sino que se exponen y consumen aquella información que confirma lo que ya pensaban.
Ahora bien, ¿qué pasa cuando en la página de una empresa periodística como Clarín o La Nación –sólo por nombrar algunas– se acumulan cientos de comentarios de usuarios que no tienen “amistad” en Facebook? ¿Ese espacio de participación también reproduce los discursos similares? ¿No hay espacio para el disenso o el debate?
Este juego de espejos y de segregación informativa fue definido por Pablo Boczkowski como curaduría algorítmica y toma forma a medida que los usuarios dejan rastros de navegación en las redes sociales. Así, mientras dilapidan MeGusta, interactúan con usuarios o leen las actualizaciones de estados, el algoritmo, desde las sombras, recaba información y comienza a determinar qué es lo que debe ser más relevante para ese usuario.
Desde nuestra perspectiva, pensamos este procedimiento como una mediación algorítmica –antes que curaduría o segregación–, porque pensar en términos de mediación da cuenta del proceso antes que de un resultado y porque evidencia una opacidad que dificulta que tanto audiencias como usuarios desarrollen estrategias para identificar tendencias ideológicas así como distinguir las noticias falsas de las que podemos llamar “verdaderas”.
El panorama, hasta aquí, resulta desolador; entonces: ¿dónde queda la búsqueda de la “verdad” si los usuarios y las audiencias sólo consumen aquello que ya sabían o que no pone en crisis su ideología? ¿Qué pasa si la mediación algorítmica se vuelve insoslayable? ¿Qué futuro le depara al periodismo si la “verdad” se manifiesta como un espectro fagocitado por lo verosímil y se despliega en un universo donde la polarización de la información –la tan mentada grieta– crece y consolida a diario?
La conversación, más allá de los insultos y el intercambio consensual
En la década del noventa, antes de que la web 2.0 tomara la forma que hoy conocemos y antes de que las redes sociales online se convirtieran en el espacio social por excelencia para debatir y opinar sobre todo, Mike Godwin, un abogado norteamericano, observó la conducta de algunos usuarios y elaboró el siguiente principio: a medida que una discusión online se extiende, la probabilidad que aparezca una mención a Hitler o a los nazis tiende a uno. Entonces, ¿cómo tiene lugar un principio como el de Godwin si Facebook y Twitter son el lugar por excelencia donde reina el sesgo de la confirmación?
A las ya habituales denuncias de fascismo en los comentarios en las redes sociales podemos sumar las injurias y los insultos que inundan estos espacios. Estas prácticas, definidas por el filósofo coreano Buyng-Chul Han como shitstorm, encuentran su fundamento en la fugacidad y en la volatilidad de las emociones y, por sobre todas las cosas, en el anonimato. Al conjugarse estos elementos emerge la posibilidad de decir cualquier cosa a cualquier persona y en cualquier lugar.
Sin embargo, el torrente furibundo y anónimo que encontramos en la shitstorm y que predice Godwin alberga una posibilidad de romper tanto con la construcción mediática que establecen las empresas periodísticas como con la mediación algorítmica que ordena los contenidos en las redes sociales. La shitstorm es “también una especie de onda, que escapa a todo control” (Han: 19), que atenta contra la organización del poder, poniendo ruido donde antes había comunicación, entendiendo la comunicación como la palabra domesticada por las estructuras de poder.
Entonces, las preguntas aquí son: ¿hay que salir de las redes sociales para eludir la mediación algorítmica? Y si no salimos de Facebook o Twitter, ¿cómo atravesamos la mediación algorítmica? ¿Siempre se puede cruzar esta frontera invisible que se extiende entre todos y cada uno de nosotros? ¿Depende únicamente de la voluntad de los usuarios? ¿Cómo atenazamos la verdad en el contexto cada vez más urgente de la difusión de información y de noticias? ¿Cómo devolvemos la verdad, cada vez más espectral y vidriosa, al centro de una escena donde los #AlternativeFacts viven gracias a la viralización?
Esta última afirmación esconde, a la vista de todos, una esperanza. Si podemos hablar de segregación informativa, curaduría algorítmica y otras yerbas, si detectamos las noticias falsas e identificamos fácilmente a los trolls, debe ser porque, de alguna forma, estamos viendo los hilos –aunque con dificultad– que comandan la organización y la difusión de la información y las noticias en este teatro de operaciones que hoy llamamos redes sociales. Y la verdad, aunque espectral y vidriosa, no está perdida en la marea informacional.