Por Miguel Croceri
Uno de los logros que se ocultan de la etapa política que abarcó desde 2003 a 2015 fue que Néstor Kirchner condujo un proceso de reacercamiento entre las instituciones políticas democráticas y los intereses generales de la población. Esa fue una de las bases de la reconstrucción económica, social y política del país, después de que en 2001/2002 la economía quebrara, la sociedad estallara y el sistema institucional con toda la dirigencia política implicada viviera tremendas convulsiones que lo llevaban en una dirección caótica.
Durante los doce años y medio de kirchnerismo, aun con todas las críticas que pudieran hacerse, hubo una cierta correspondencia –de responder desde una de las partes a las demandas de otra/otras– entre las necesidades más importantes que debe satisfacer cualquier sociedad y las respuestas del poder político estatal surgido del voto ciudadano.
Por ejemplo: una necesidad básica es que las personas tengan trabajo para poder solventar los requerimientos de la vida propia y de la familiar, partiendo desde los más imprescindibles como la alimentación, la atención de la salud y la vivienda. A ello respondió el kirchnerismo con un proceso virtuoso de generación de empleo que, desde la desocupación más pavorosa de la historia argentina en 2002, con cerca del 25% de la población sin trabajo, redujo ese flagelo a menos del 6% hacia finales de 2015.
Del igual modo, la necesidad de ser bien remunerado en el trabajo logró en ese periodo una ampliación del poder adquisitivo de los sueldos en una gran cantidad de actividades laborales, y en otras lo mejoró poco o lo mantuvo, pero siempre con una tendencia favorable a los asalariados, nunca con pérdida de la capacidad de compra de los sueldos.
Lo mismo ocurrió con las jubilaciones. El haber mínimo que cobra aun hoy más del 70% de los jubilados de actividades privadas –no estatales– no alcanzó nunca para vivir dignamente, pero su mejora durante el kirchnerismo fue espectacular. Además del hecho de que en esa etapa empezaron a cobrar alguna jubilación o pensión, aunque sea muy modesta, el 95% de las personas en edad de retiro laboral.
También la necesidad de una techo digno donde vivir, otro de los elementales derechos humanos que debe garantizar una comunidad democrática a todas y cada una de las personas que la integran, tuvo en ese tiempo una respuesta desde la conducción política de la nación que significó la construcción de viviendas más grande que haya tenido el país en cualquiera de sus épocas. No sólo el Estado construyó viviendas, y no sólo el Gobierno creó el plan Pro.Cre.Ar. que facilitó créditos a familias predominantemente de clases medias, sino que la prosperidad general surgida de la política económica multiplicó la construcción privada y las inversiones habitacionales.
La lista de necesidades de la población que fueron cubiertas con decisiones políticas llevadas a los hechos desde los más altos niveles del Estado entre 2003 y 2015 podría ser interminable. Pero esta ejemplificación procura llamar la atención sobre ese fenómeno ocultado en los análisis políticos que circulan en los medios de comunicación (tanto de periodistas o animadores de televisión y radio, como de políticos profesionales y aun de analistas de origen académico o de especialización técnica en economía y otras temáticas): durante el kirchnerismo, como antes se mencionó, hubo un acercamiento entre las demandas de la sociedad y las respuestas desde el sistema político.
También se lo puede decir de otros diversos modos:
-La política representó más fielmente las necesidades de la sociedad.
-El Estado fomentó políticas públicas al servicio del bien común.
-La democracia se aproximó, en una medida indeterminable pero con una tendencia definida, a su ideal de “gobierno del pueblo”.
-Las instituciones de la República respondieron a los fines para las cuales fueron creadas.
“Los políticos se ocuparon de los problemas de la gente”, podría decir, si admitiera los hechos antes reseñados, el discurso simplificador y de golpe de efecto fácil que cultivan la derecha y distintas variantes de la demagogia mediática y política.
Se puede decir de muchas y distintas maneras, y no todas expresan exactamente lo mismo, sino que cada cual tiene sus particularidades semánticas. Pero los hechos ocurrieron, y es válido registrarlos, enunciarlos, reflexionar y debatir sobre ellos, porque forman parte de la experiencia política contemporánea del país…
…Y porque quizás pudiera suceder que todo eso quede en el pasado, y que Argentina vuelva a sufrir la conformación de una corporación política alejada del pueblo.
Una democracia degenerada
El riesgo es el de retornar a un sistema formalmente democrático pero desconectado de las demandas de las mayorías sociales, y por lo tanto antipopular. Así fue hasta diciembre de 2001, cuando el país estalló.
Los hechos fueron cambiantes desde la recuperación democrática de 1983 hasta esos dramáticos días, dieciocho años después. Como todo proceso histórico, tuvo sus avances y retrocesos, sus contradicciones y complejidades, que en esta nota se pasarán por alto.
Solo mencionar que el empeño honesto y democratizador de Raúl Alfonsín, quien fue echado por un golpe económico de las corporaciones en 1989 –cinco meses antes de terminar su plazo constitucional–, fue muy diferente de la actuación miserable y contraria a los intereses de la patria que tuvieron sus sucesores presidenciales, y también la mayoría de los gobernantes de las provincias, en los doce años siguientes.
Cuando se produjo el estallido de diciembre de 2001, y durante el año siguiente, la dirigencia política se asustó. Reaccionó con una actitud que podría resumirse (como el título de una vieja película de Pedro Almodóvar) con la expresión «¿Qué he hecho yo para merecer esto?».
Nunca hubo una autocrítica pública de aquellos políticos profesionales que durante dieciocho años se habían burocratizado y se dedicaban sólo a pasarla bien en la función pública, mientras las condiciones de vida del pueblo, mayoritariamente, eran cada vez peores. Fue una etapa de degeneración del régimen democrático.
En aquel estallido, grandes contingentes sociales ocupaban diariamente los espacios públicos para protestar y exigir. Eran multitudes tanto de clases humildes desesperadas, hambreadas, humilladas, desamparadas, como también de clases medias que sufrieron el deterioro de sus condiciones de vida y en gran parte fueron víctimas de la incautación de sus depósitos bancarios. Una consigna que resumió aquel estado de ánimo colectivo fue “Que se vayan todos”.
En situaciones excepcionales y puntuales, esas protestas generalizadas tuvieron momentos de ira contra la dirigencia política que había estafado la esencia de la democracia, que es estar al servicio del pueblo. Baste mencionar solo un episodio: en Junín, provincia de Buenos Aires, una multitud prendió fuego la casa de una diputada nacional y una camioneta 4×4 de su propiedad (un registro periodístico del episodio puede recuperarse a través de una noticia publicada en el diario La Razón el 24 de enero de 2002: http://edant.larazon.com.ar/diario_lr/2002/01/24/3-339122.htm).
Actualmente, algunos hechos insinúan similitudes con aquel proceso de degeneración del sistema democrático perpetrado por una dirigencia sometida a las corporaciones y a los intereses de Estados Unidos durante la década de los años noventa, con su continuación hasta el estallido de 2001.
Uno de tales hechos de la actualidad tuvo lugar el miércoles pasado, cuando trabajadores despedidos por la empresa PepsiCo fueron a reclamar al Congreso y recibieron –como ya les había ocurrido cuando los obligaron a desalojar la fábrica, y como es habitual con el macrismo en el gobierno– nuevos ataques de la Policía. Dentro del edificio legislativo, una mayoría antikirchnerista de diputados nacionales, conformada por la bancada oficialista de Cambiemos y los bloques de sus aliados Sergio Massa y Diego Bossio, entre otros, intentaba arrebatarle su banca parlamentaria al exministro Julio De Vido.
Raiting y votos
La derecha gobernante cuenta con un importante respaldo social que las inminentes elecciones permitirán cuantificar pero que probablemente constituya alrededor de un tercio de la ciudadanía, y eso le permite continuar en su intento para que el pronunciamiento electoral sea “contra la corrupción”, a la que ellos y todo el discurso dominante consideran sinónimo de “los K”.
Por el momento, esa estrategia política recibe cierto apoyo y el discurso que la respalda tiene rating. Referentes mediáticos del ultra-antikirchnerismo, como Mirtha Legrand y Jorge Lanata, conservan altos niveles de audiencias. Ese es otro de los indicios que hacen acordar –quizás sean solo eso, pero esta nota procura llamar la atención al respecto– a cuando en el estallido de 2001/2002 había pintadas en las paredes que decían “Nos están meando y la prensa dice que llueve” (había otras pintadas donde el sujeto “la prensa” se reemplazaba por “Clarín”).
La percepción de realidad que construyen los aparatos comunicacionales dominantes no debe ser subestimada. El imaginario social está fuertemente influido por esos dispositivos manejados desde poderes ocultos. Pero también la realidad emerge desde otros lugares, como la propia situación material de vida de las personas comunes del pueblo.
De cierta manera, la competencia electoral de este año está planteada en esos términos: un oficialismo que se sustenta en un relato propagandístico para el cual tiene de su lado a las grandes maquinarias que dominan la conformación de la opinión pública, y una oposición liderada por Cristina Kirchner que intenta hacer visible el sufrimiento popular provocado durante el último año y medio por los gobiernos macristas de la nación y de la provincia de Buenos Aires.
Hasta que se cuenten los votos, el desenlace de esa disputa será un enigma. Pero para bien del pueblo, de la democracia y de los/las propios/as políticos/as profesionales –ciudadanos/as que hacen de la política su profesión, lo cual es muy respetable a condición de que sea para servir a los intereses generales de la sociedad–, se hace necesario un reencuentro entre la representación democrática y los intereses populares.
De lo contrario, aumentan las posibilidades de repetir un proceso de deslegitimación y degeneración del sistema representativo, donde tales políticos/as –precisamente degenerados/as, respecto de la confianza que le otorgan ciudadanos y ciudadanas al elegirlos– se conviertan paulatinamente en una corporación alejada de las necesidades y demandas mayoritarias de la población.
Jamás puede saberse de antemano cómo será el futuro, pero sí es posible observar señales actuales y analizar lo que eventualmente podría resultar en el porvenir. La masacre actual atenta contra los puestos de trabajo, el poder adquisitivo de los sueldos y jubilaciones, la industria nacional, los pequeños y medianos comerciantes y empresarios, o sea que atenta contra el bienestar de la sociedad en general. Además, una nueva deuda externa feroz que conduce otra vez hacia la quiebra del país. Son señales de alerta.
Si la devastación del país siguiera adelante, las clases populares tienen todo para perder.
A su vez, para la dirigencia que debe representar el interés general, el riesgo es convertirse, como hace tres lustros, en una corporación que defiende conveniencias y privilegios, en lugar de respetar los intereses, conveniencias y derechos del pueblo.
Si algún día ello ocurriera, y si otra vez recibieran el repudio generalizado de la población, quizás esos políticos profesionales burocratizados volverían a preguntarse (dicho, otra vez, de una forma almodovariana) «¿Qué he hecho yo para merecer esto?».