Por Lucía García Itzigsohn
La primera vez que supe de él yo estaba viviendo en Brasil. Fue el 27 de abril de 2003, el día de las elecciones, cuando fui al consulado a votar. En la fila se hablaba del flaco. Nunca había escuchado esa familiaridad con un dirigente político. Esa cercanía.
La incertidumbre de la política argentina de entonces hizo que se consagrara presidente sin pasar por el ballotage a causa de la renuncia de Carlos Menem. «No voy a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada» dijo el día que asumió y esa frase resonó junto a la imagen en que gira el bastón de mando como un malabarista, riéndose.
El 24 de marzo de 2004 en la galería de Directores del Colegio Militar le dijo a Bendini: «Proceda». La mano que acompañó esa orden apenas se movió con la palma hacia arriba. Se cumplían 28 años del golpe de Estado de 1976 y el general tenía que descolgar los cuadros con los rostros de Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Antonio Bignone. Por primera vez los dictadores eran bajados de su pedestal.
En el discurso posterior en la puerta de la Escuela de Mecánica de la Armada, el Presidente se aferraba al atril, lo apretaba. “Queridas abuelas, madres, hijos: cuando recién veía las manos, cuando cantaban el himno, veía los brazos de mis compañeros, de la generación que creyó y que sigue creyendo en los que quedamos que este país se puede cambiar”. Fue el día en que entregó a las organizaciones de Derechos Humanos el predio más emblemático de la dictadura genocida.
Tiempo después vi como las Madres de Plaza de Mayo le llevaban, enmarcada, una carta que Hebe de Bonafini había escrito en 1981, plena dictadura, con las más intensa esperanza. “En estas últimas veces que hemos ido a la Plaza, se me ha puesto en el corazón y en la garganta… porque la plaza es algo que engrandece todo, a la madre que la ha sufrido, porque muchas veces la sufrimos a la plaza, y también y aunque les parezca tremendo algunas veces la disfrutamos.
Y te digo que se me han puesto ganas de gritar y de montones de cosas; porque no pierdo las esperanzas; algún día, un hijo, cualquier hijo, va a cruzar la plaza, realmente, para tomar la casa de gobierno… no pierdo las esperanzas, aunque tenga que vivir cien años; yo sé que algún día lo voy a ver, estoy segura que lo veré. No se qué hijo, cuál hijo, pero va a ser nuestro, va a cruzar la plaza para tomarla, y va a ser un hijo nuestro que presida el país”.
Días antes él se había presentado como hijo de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo en la Asamblea General de la Organización de Naciones Unidas. La ONU que se había negado en la urgencia a escuchar el reclamo de los pañuelos blancos.
Escenas de la vida política. Gestos que son grandes decisiones. Siempre nos habían hecho creer que el reclamo de justicia por las personas desaparecidas no era un tema de la agenda política. Que los derechos humanos eran piantavotos. Que había que reconciliarse, que para qué volver al pasado. Néstor Kirchner puso a los derechos humanos en el centro mismo del escenario. En el corazón de la política. Y todo lo que construyó latió a ese ritmo. El de las compañeras y los compañeros con los que se formó en las calles de esta ciudad cuando los verbos se conjugaban en futuro.
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Néstor
El 24 de marzo de 2004 fui sola a la ESMA. No me animé a entrar. Miles de personas estaban ahí. Me acordé cuando años antes fuimos con las Madres y un carro hidrante nos corrió hacia las vías.
Caminaba entre la multitud cuando escuché que Kirchner decía «pido perdón en nombre del Estado argentino por tantos años de impunidad». Un llanto insospechado brotó de lo más profundo de mi cuerpo. Y me di cuenta que nunca, nadie, en mis 30 años de vida me había pedido perdón.
Texto escrito el 27 de octubre de 2010
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