Por Marcos Núñez
El viejo Teatro Argentino había sido inaugurado en La Plata el 19 de noviembre de 1890, día del octavo aniversario de la ciudad fundada por Dardo Rocha. Después del incendio, los artistas del Teatro comenzaron un peregrinaje por las distintas salas de la ciudad. Y de la provincia. El itinerario local incluyó el Salón dorado de la Municipalidad, el Anfiteatro del bosque, el cine Mayo, el Coliseo Podestá y el Cinema Rocha, entre otros. 1990 fue un año de fiesta: se celebró el centenario del Teatro Argentino. Un teatro que era polvo. Las presentaciones se hicieron en alguno de aquellos lugares.
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Ese martes la temperatura máxima alcanzó los 26,8ºC a las 16:40 en casi todo Buenos Aires. En cambio, en la capital provincial el calor había ascendido a su punto máximo dos horas antes, cuando el fuego trepó indiscriminadamente por las paredes y techos del Teatro Argentino de la Plata. Era octubre de 1977.
Orquídea llevaba un delantal cuadriculado rojo y blanco y se movía silenciosa por la cocina, llevando y trayendo trastos con delicadeza, la misma delicadeza que la fuerza de la costumbre había impuesto en sus modos después de años de trabajo en la Biblioteca de Casa de Gobierno. Dejó una olla sobre la hornalla y salió al patio de la casa de calle 10 entre 33 y 34 a tender ropa; cuando escuchó el rugido del motor del auto de Néstor aflojó el pasador de herraje orlado y le abrió el portón.
—Cuando salgo, le digo “mirá qué humo hay allá, es cerca del Teatro Argentino”, porque se veía la columna de humo. Y cuando suena el teléfono y avisan, o la radio, no sé qué fue, del incendio en el Teatro, salimos enseguida. Llegamos primero nosotros que los bomberos.
A unas veinte cuadras de donde estaban parados, es decir, en la manzana delimitada por las calles 51, 53, 9 y 10, el segundo Coliseo más importante del país detrás del Teatro Colón estaba echando humo como una chimenea industrial. La Policía de la Provincia, a las órdenes del coronel Ramón Juan Alberto Camps, ya estaba apostando cuatrocientos oficiales cien metros a la redonda. Orquídea y Néstor avanzaron hasta donde pudieron, tiraron el auto por ahí y siguieron corriendo. No era para menos: Celia, de trece años, segunda hija del matrimonio Crivaro, estaba practicando danzas en uno de los pisos superiores del Teatro, donde funcionaba la Escuela de Danzas Clásicas.
Los oficiales les cortaban el paso pero a empellones ganaban terreno. Hasta que la muralla azul fue infranqueable. Se les ocurrió ir hasta la Comisaría Primera, frente al Teatro sobre calle 53.
—Acá no hay chicos —los atajó un uniformado.
En eso vieron que una mujer pequeña y cenicienta les hacía señas desde la esquina, bajo el balcón de un caserón de paredes enmohecidas. La comisaría había sido la primera opción para la treintena de niños que practicaban danzas con la profesora Raggio, pero frente a la negativa de sus dueños la señora de la esquina los había recibido en su casa.
—No, los chicos a la calle no —había dicho. Y los entró.
Orquídea y Néstor abrazaron a Celia que había corrido hacia ellos. Era una niña alta para su edad y tenía un estado atlético propio de una bailarina precoz; aun así, su cuerpo frágil se desplomó entre los brazos de sus padres, como si estuviera hecho de mirra. Celia fue una de las doscientas personas que estaban en el edificio cuando se produjo el incendio.
Más tarde, en ronda de prensa, Ramón Camps señaló que los niños concurrentes a la Escuela de Danzas “fueron puestos a salvo de inmediato”. La historia, en esencia, era cierta; sólo eran falsos las circunstancias y algunos actores.
A Celia nunca le habían parecido tan largas las escaleras de mármol gastado como aquella tarde. Su madre, Orquídea, asegura que los escalones estaban tan atrofiados, comidos por tanta suela, que para quienes usaban diariamente la escalera era habitual subir por los flancos, pegados a la pared o a la baranda; por el centro nunca.
—Justo le había comprado un jumper —relata Orquídea—, un modelo precioso: tenía una pecherita que venía cosida, en la cintura, a una pollera acampanada; era de jean, recién salía el jean en ese momento. Tenía unos dibujos y unos bordados hermosos. Después fui a buscar otra igual y no encontré.
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Por entonces, en esa época de fuego generalizado, el Teatro convocaba, función tras función, a cientos de espectadores. Porque el teatro era otro; porque las entradas tenían precios irrisorios; porque había funciones populares; porque las parejas iban a besarse por primera vez en el gallinero, el sector popular; porque era el plan del fin de semana para los estudiantes que venían del interior a estudiar en la ciudad.
La historia de Leonor y Héctor, podría decirse, es la historia del Teatro. Paredes adentro se vieron por primera vez, entre bambalinas y ensayos. Hacían, decían, una buena pareja.
Leonor Baldassari falleció a los 69 años en mayo de 2014. Su relato, en primera persona, nunca se hizo público. Nunca nadie la buscó para preguntarle nada. Pero legó su historia a su círculo más íntimo, a su familia y amigos. Héctor Almerares, su esposo, es un reconocido músico de la ciudad; fundó el legendario Cuarteto Almerares y fue concertino, es decir, primer violín, de la Orquesta del Teatro Argentino.
El día del incendio ensayaba el ballet y la rutina de los Almerares los expulsó de la casa a la una menos diez: en primer lugar, el falcon verde que manejaba Héctor se detuvo frente al jardín de Paula y Viviana y, luego, frente al Teatro Argentino donde bajaba Leonor. El conductor debía estar a las 14 de vuelta en casa porque el Cuarteto Almerares también ensayaba y era tan puntual como preciso en la ejecución de su repertorio.
La reconstrucción de un relato muchas veces oído, el de Leonor, aunque no quiera Héctor, sale deshilachada, de a retazos.
—En ese momento se estaba preparando todo para una clase que venía una media hora después; quien estaba a cargo de armar el cuadrado de barras para hacer la clase sobre el escenario separó una luz y la dejó arrimada a la tela. Todavía está trabajando en el teatro; yo creo que nunca se enteró de lo que hizo. Nunca dimos a conocer esto.
Héctor dice que esa luz, llamada “pirata”, era una especie de adorno que solía usarse. Medio inútil, dice. Estaba para que se entretuvieran “los fantasmas del teatro”, porque quedaban encendidas toda la noche.
—Leonor precalentaba con su partenaire y en uno de los giros ve una lucecita; se detiene y empieza a gritar “es fuego, es fuego”.
En pleno incendio, a Leonor se le ocurrió subir a su camerino, en el tercer o cuarto piso, para llevarse el cajoncito donde guardaba fotos de su familia, sus hijas. Allí le advirtió a Alicia lo que estaba sucediendo. Héctor, en tanto, se enteró por otra mujer:
—Yo estaba ensayando en casa con nuestro cuarteto; me llama mi madre y me dice llorando: “Se está quemando el Teatro”. En ese mismo momento salimos corriendo. Cuando llegué, quise entrar para buscar a Leonor pero fue imposible. Traté de abrir una de las puertas pero estaba como chupada. Hacía un calor tremendo, pero sobre todo había viento, muchísimo viento, como si lo estuviese produciendo el mismo fuego. Finalmente vi que a Leonor la estaban bajando en una soga, por la calle 10. La vi que estaba con el tutú blanco, llorando y con una tristeza enorme, pero con el cajoncito ese donde guardaba las fotografías.
Héctor, como muchos otros de los músicos, guardaba su instrumento en los roperos que había en el Teatro; cuando por fin pudo entrar, cuatro o cinco días después, sintió angustia y rabia al encontrar la gaveta forzada, abierta, y no precisamente chamuscada.
—Por un tiempo, Leonor no pudo seguir bailando, quedó muy shockeada. Estuvimos veintitantos años sin pasar por el lugar; no pasábamos, no podíamos, sentíamos un olor permanente. Y, además, al ver ese foso enorme ahí. Nunca nadie la llamó a mi esposa para preguntarle qué pasó ese día.
Una noche, mucho más acá en el tiempo, Leonor despertó a Héctor. Era madrugada y su cuerpo frágil se agitaba por toda la habitación, buscaba algo: un cajón con fotos de toda la familia. Y no lo encontraba. Y preguntaba una y otra vez a dónde podía estar. Héctor se desesperó. Ni siquiera a cuatro manos lo encontraban.
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Héctor recuerda que en la parte de arriba de la sala, en la cúpula, se guardaba todo lo que tenía que ver con la escenografía.
—Había tanques de combustible, es decir, los solventes que se usaban en esa época. Solventes como el aguarrás, para diluir las pinturas, porque no era como ahora que tenés barnices al agua, pinturas al agua… En aquel entonces era todo combustible, y ese combustible, en tambores grandes, estaba arriba de la sala del Teatro. La parrilla del Teatro fue lo primero que se quemó, e inmediatamente el fuego subió a esa zona, donde el combustible explotó. Se vieron algunas explosiones, eran esos tanques. Ese fue el principio de la realidad. Después, bueno, los hombres somos así, era época de militares y se empezó a decir que lo hicieron quemar. Algo absurdo. Yo tengo desaparecidos en mi familia… pero trato de ser objetivo.
En los días posteriores al fuego se fueron formando dos posturas fuertes, los que bregaban por la reconstrucción y los que querían demolerlo. Había antecedentes de teatros europeos destruidos por la guerra y reconstruidos. Sin embargo, se decidió demolerlo.
—Se quemaron teatros en París, Viena, Londres, Holanda, en Milán, La Fenicce de Venecia; lo único que había que hacer era pensar en una nueva sala. Pero a nosotros no nos llamaron para saber lo que nos parecía.
Tampoco preguntaron ni pidieron permiso los saqueadores que arrancaron con palancas los mármoles de Carrara y los bronces de los palcos con el beneplácito del oficial de turno a plena luz del día. Por cosas como estas, a Héctor no le tembló el pulso para hacer lo propio.
—Recuerdo que entré por los pasillos antes de que lo tiraran abajo y encontré una baldosa salida; todavía la conservo. Después, también recuerdo que, cuando se enfrió todo eso, entré al Teatro por el lado de 9 y llegué hasta donde estaba el palco avant scene, el palco al lado de la escena. Me metí de joven, inconsciente, me ayudaron a colgarme del palco y arranqué una de las máscaras de la comedia y la tragedia; la tengo en casa.
Héctor revive esos tiempos violentos con amargura, y de ese hervidero lo salva la mujer de su vida. Leonor.
—El trabajo, o más bien el arte de una bailarina, es tremendamente complejo, de un estado físico deplorable. Mi esposa pesaba 45 kilos. Toda la vida, antes de irse al Teatro, comió en una ensaladerita, un recipiente en el que todavía le doy de comer al perro. Unas hojas de lechuga y, cada dos días, un huevo duro. Después se iba al Teatro y no tenía fuerzas, entonces tomaba un café doble con una o dos aspirinas. Una noche me preocupé, le dije: “¿Me hacés un favor, querida? Hacé una cosa, no tengo por qué estar presente, pero desvestite y mirate al espejo, con todo respeto y cariño te hablo, y tratá de ser imparcial a ver qué ves”. Nunca me contestó. Y murió con 45 kilos. En su mente seguía siendo bailarina. Dos o tres días antes de su muerte, me dijo: “Hoy me puse a bailar Giselle –que la había bailado muchas veces– y me salió. Pero ahora me duele todo el cuerpo”. Fue una grata sorpresa, porque la vi feliz.
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Alicia Constantino tenía trece años cuando le contó el plan a su madre: “Este es el momento de trabajar con el cuerpo; con la cabeza puedo después”. La mujer, los labios juntos, la miró de lado y asintió. “Qué lástima, pero bueno”, dijo. Así, Alicia dejó la secundaría para dedicarse a tiempo completo a la danza, olvidó la escolta y la bandera, porque no le iba mal con las notas. Pero había elegido.
—Yo ya había tomado una decisión. Sentía que las dos cosas no se podían hacer bien, la escuela y la danza eran dos cosas distintas, y a ambas no podía llevarlas al mejor rendimiento.
Bailaba desde los diez en la Escuela de danzas y cuando cumplió dieciséis se presentó al concurso del Ballet. Cuando ocurrió el incendio en octubre del 77 era solista, estaba un escalón por debajo de la primera bailarina Leonor Baldassari, con quien compartía camarín, un recinto pequeño para dos personas que olía a cera y que, a pesar del mérito de las bombillas de luz, era oscuro.
Frente al espejo, el cuerpo frágil de Alicia. Había terminado casi de arreglarse; movió las manos gráciles, como corriendo un telón imaginado. Parecía que estaba dispuesta a atravesar el espejo cuando Leonor Baldassari, que había llegado tempano y estaba precalentando en el escenario, entró al camarín.
—Alicia, se está quemando el teatro —dice que dijo.
—Al principio me pareció una broma, pero después vi que ella empezó a recoger todas sus cosas del toilette, y yo hice lo mismo para salir corriendo. Pero antes quise pasar por el escenario. No recuerdo cuánto habré tardado en juntar mis cosas, pero no más de unos minutos; bajé un piso y pasé por el escenario y las llamas ya tenían un metro de altura. Eso me llamó mucho la atención, porque a veces uno quiere quemar una madera para hacer una fogata y tarda, y qué rápido se prendió todo eso. En ese momento corrí para la portería. Recuerdo que con la señora Esmeralda Agoglia, la directora del ballet, nos juntamos para tratar de abrir la puerta porque, como el fuego se chupa el aire, la puerta había quedado como sellada. Y tironeamos para abrirla; cuando pudimos salir se sintió una explosión. No sé si en ese momento se cayó el techo o fue posterior; no lo sé porque ya estaba afuera.
Según una de las versiones, en los días previos habían entrado por detrás del escenario tambores de kerosene o solvente o algún otro líquido combustible. La excusa era que, en esos tiempos, se usaba limpiar y mantener los pisos de madera con ese tipo de productos.
—Yo tuve una charla posterior con Esmeralda Comparada (ya fallecida), la encargada de almacenes. Me contó que generalmente se autorizaba llevar pequeñas cantidades de thinner o elementos inflamables arriba, al taller de escenografía. Toda la parte de arriba de la sala era taller de escenografía. Y la semana anterior al incendio habían llevado cantidades impresionantes de thinner, mucha cantidad de bidones de cinco litros; eso es lo que a ella le había llamado la atención.
Para Alicia Constantino es difícil describir fielmente lo que vio desde la vereda de enfrente del Teatro, todo ese magma simultáneo e inabarcable. Pero lo intenta.
Alicia vio la pasividad de las autoridades frente al incendio; vio salir al director muy tranquilamente, parecía que nada lo apuraba. Vio incendiarse el Teatro sin que llegaran los bomberos; tardaron muchísimo en venir. Llegaron primero los de Berisso y después llegaron los que estaban a dos cuadras; vio discutir a los cuerpos de bombero para saber cuál era el área de cada uno. Vio cómo los coches policiales pasaban y pisaban las mangueras y, mientras tanto, vio cómo el fuego se devoró toda la parte central del Teatro.
También vio al encargado de almacenes sentado en el cordón de la vereda llorando. Porque su lugar, el almacén, estaba sobre el escenario y todo eso se quemó, y estaban sus obras. Sus obras de arte. Vio escenas patéticas, como la compañera que tuvo una crisis y gritaba desesperadamente y después no volvió a ver en el Teatro; o músicos que desafiaron el humo –y la razón– y entraron a buscar sus instrumentos.
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Madera y paño. Alicia afirma que el incendio sólo destruyó todo lo que era madera y paño, la sala, la parte central del Teatro. Todo lo que circundaba la sala quedó intacto, como las oficinas administrativas, o el hall de entrada, o los camarines, a donde incluso recuerda haber entrado una vez sofocado el incendio para sacar pertenencias.
—La intención fue tirarlo todo abajo. Incluso hubo saqueo de partes que podían haber quedado en el recuerdo, como el bronce de los palcos o las balaustradas de mármol… no sé qué pasó con todo eso.
La incertidumbre de Alicia no es tal. Ella, como muchos, puede aventurar a dónde fueron a parar esas piezas imperecederas.
—Después del incendio vivimos una vida de artistas itinerantes. Porque nos llevaban de aquí para allá; empezamos a hacer giras por el interior del país, giras que eran bastante lamentables, porque íbamos a escenarios que no tenían la mínima dimensión, por lo que había que recortar las obras. Empezaron a dejar su puesto algunos bailarines, otros no sé si fueron intimados a dejarlo, había cero ley.
Aceptaron eso porque debían mantenerse en movimiento. Porque los cuerpos artísticos se venían abajo. Tenían que salvarlos. Era 1977 y en la Argentina se respiraban malos aires, aires de opresión, de eufemismos, de verdades rancias. Había un Gobierno cívico-militar.
«Había un patotaje… después del incendio nos sometieron a exámenes de revisión, lo que leímos como una amenaza para echar gente. Los exámenes no se hacían dentro de la legalidad.»
—Había un patotaje… Después del incendio nos sometieron a exámenes de revisión, lo que leímos como una amenaza para echar gente. Los exámenes no se hacían dentro de la legalidad.
Aunque los artistas, tanto bailarines como músicos, eran sometidos regularmente a evaluaciones, Alicia y sus compañeros no supieron ante quién levantar la voz cuando los evaluaba un jurado compuesto irregularmente; o cuando los mismos jurados eran ajenos al ambiente artístico y no reunían condiciones para tomar examen a una bailarina o a un violinista.
Ese tiempo posterior al incendio también trajo “una serie de cosas arbitrarias”. Las giras, por ejemplo.
—Nos querían llevar a hacer una gira pero no nos daban el material que necesitábamos, como las zapatillas de punta, o nos daban en forma escasa. En una oportunidad recuerdo que nos revelamos, nos negamos a hacer una gira y por eso fuimos suspendidos.
Y después vino la otra:
—Aparecieron viajes a cualquier parte del país que no habíamos hecho. Las autoridades de la provincia nos citaron a declarar: “¿Usted viajó a Tucumán en tal fecha?”, y yo le dije: “Mire, casualmente no, porque fue el cumpleaños de mi esposo”.
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La noche que se incendió el teatro fue una noche espesa; el cielo estaba limpio, estrellado. Juan Garzo volvió a su casa después de una jornada agotadora de gritos y corridas y pesar. Lo esperaba su esposa y sus suegros, enterados de lo que había pasado; cuando llegó se desplomó sobre una silla, sin casi abrir la boca. Sólo atinó a decir una frase, que quedó reverberando unos segundos en el aire antes de desaparecer.
—Me quemaron el teatro.
Juan Garzo es tercera generación en el Teatro Argentino; lo pisó por primera vez a los catorce años, cuando entró caminando al lado de su padre. Se jubiló como Regente de escenario pasados cincuenta años de servicio, en 2014. Cuando ocurrió el incendio tenía veintiocho.
Una situación familiar lo había alejado de La Plata más de seiscientos kilómetros; pero el sábado, entre varios compañeros del teatro, le habían comprado un pasaje de avión para que volviera desde Bahía Blanca. Ese fin de semana, el domingo, vio la función del ballet brasilero María, María, y el martes, cuando salía para ir a trabajar, un vecino le preguntó a dónde iba. «A trabajar», le respondió. «Pero si el Teatro se está prendiendo fuego», le dijo el otro. Eran poco más de las dos de la tarde.
A bordo de un Dodge 40 llegó hasta 7 y 50 y no pudo avanzar más. Las calles ya estaban atestadas de curiosos aunque no se oía mucho, a decir vedad no se oía nada, un silencio espeso enrarecía la ciudad. Apartó de un golpe a un colimba que le había cruzado el fall impidiéndole el paso.
—Le pegué un apiña y salí corriendo, si me tiraba me tiraba. La vi a Leonor sentada en la ramblita de 51.
A empellones se acercó hasta las paredes del Teatro hechas con ladrillos venidos de Marsella. El humo negro subía desde las aberturas y el aire sabía a plástico. Como un autómata, junto a un grupúsculo de caras conocidas, se metió a salvar instrumentos en el subsuelo: contrabajos, chelos, instrumentos grandes que guardaban en un recinto de techos bajos atestado de gavetas, instrumentos que los músicos no se llevaban a sus casas por la dificultad de trasladarlos. Rompieron una ventana y sacaron a la vereda todo lo que pudieron hasta que tuvieron el fuego muy cerca y rajaron por la ventana.
«El teatro no se incendia en el 77, se empieza a incendiar el 24 de marzo del 76 con el golpe de Estado: no atacaron solamente a los chicos de las facultades, no solamente atacaron todo el patrimonio del país, sino también la cultura. Esa fecha es la primera cachetada al teatro. Porque hasta que se quemó el Teatro habían echado ya a 110 personas.»
—El teatro no se incendia en el 77, se empieza a incendiar el 24 de marzo del 76 con el golpe de Estado: no atacaron solamente a los chicos de las Facultades, no solamente atacaron todo el patrimonio del país, sino también la cultura. Esa fecha es la primera cachetada al teatro. Porque hasta que se quemó el teatro habían echado ya a 110 personas. Todos los días había camiones del ejército buscando armas adentro porque decían que éramos montoneros. Pero tuvieron mala suerte, no lo quemaron con nosotros adentro. Y encima, no se les quemó todo, quedó entero.
La sensación primaria fue esa, “nos quemaron el teatro”. No había posibilidad de pensar que se quemó por accidente. Porque no era la primera vez que había fuego en la sala, Juan Garzo recuerda haber sofocado más de un principio de incendio, él, ellos, sólo el personal.
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Juan Domingo Garzo pasó casi cuarenta años de su vida pensando en ese día infausto. Y no le caben dudas: lo quemaron. Porque no estaba la barra pesada del teatro, los experimentados. “Ese día, no estábamos nosotros. Había chicos, aprendices”.
—El incendio comienza en una pata de tela con un cortocircuito de un artefacto eléctrico que estaba pegado a la pata. Las patas son las bambalinas negras que cuelgan a los costados del escenario. Pero sucede que esas patas no podían estar a nivel del piso, porque estaba la barra cruzada de ballet para hacer la clase, y la pata caía ahí arriba. Por otra parte, como costumbre, se dejaban a tres metros de altura, nunca en el piso. El único artefacto eléctrico era la luz que iluminaba al pianista que acompañaba la clase. No había nada que se pudiera quemar.
En una carrera por enumerar los argumentos que afianzan su hipótesis, Juan Garzo convoca otro hecho, también recogido por los entrevistados y por algunos diarios, en el fragor de los acontecimientos.
—Un mes antes de que se quemara el teatro habían entrado 150 litros de thinner. El thinner lo usaba Escenografía, que estaba en el techo de la sala. Pero el thinner quedaba en almacenes, que estaban en el primer subsuelo del lado de calle 51. Normalmente, si lo necesitaba, bajaba el escenógrafo, cargaba un tarro de thinner y lo llevaba a la sala para diluir la pintura. Bueno: un mes antes habían entrado 150 litros de thinner y los llevaron directamente a la sala de escenografía. La versión nuestra es que todas las patas estaban mojadas con combustible.
El Regente de escenario suma, a lo antes dicho, más argumentos:
—Había unas bolas de vidrio para incendio que se arrojaban y estallaban liberando un líquido que combatía el fuego. Y al lado de las bolas había matafuegos. Cuando se incendió el teatro nos encontramos con que los matafuegos estaban descargados, las pelotas contra incendio no estaban.
El protocolo de incendio, describe el protagonista, tenía una premisa central: si había fuego en el escenario, un maquinista debía subir entre las parrillas porque en lo alto había una especie de trincheta que, al ser accionada, cortaba las sogas que terminaban por desplomar todo hacia el piso. Y sucedió que la trincheta no estaba y que los encargados no dieron abasto para cortar y tirar todo abajo y tuvieron que abandonar las tareas porque el fuego subía, y subía, y subía. “Porque eso estaba alimentado con thinner”.
El corolario de semejante retahíla de argumentos es tan contundente como los demás:
—Ese día se dio que había guardia de bomberos nueva, que no conocía el Teatro.
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«Un gobierno que mata a treinta mil chicos también se caga en la cultura. Mataron una generación.»
—Un gobierno que mata a treinta mil chicos también se caga en la cultura —dice Garzo—. Mataron una generación —El silencio que continúa es largo—. La política de los países europeos después de la guerra fue reconstruir los teatros y las iglesias: la fe y la cultura, para que la mente saliera del horror. En La Scala de Milán tiraron una bomba de 500 kilos en la sala, y La Scala de Milán cumplió trescientos años. En Roma, el teatro La Fenice se prendió fuego. Hicieron una carpa al lado con escenario y todo mientras reconstruían La Fenice, y estaba más destruido que el Teatro Argentino. Y se reinauguró en 2003.
La inutilidad del Teatro Argentino, es decir, la inutilidad de su Sala era una certeza. Ese fue el punto en que Ballet, Coro y Orquesta comenzaron a vivir una vida de artistas itinerantes.
—No teníamos familia, no teníamos un carajo. Era un circo cultural. De Ushuaia a la Quiaca pasamos por todos los lugares; como, por ejemplo, por Cañadón seco, un pueblo que está en la punta de la Argentina, en Comodoro Rivadavia; tenían un teatro para 1.500 personas. Y el pueblo tenía 1.500 habitantes. A la noche, para la función, estaba el teatro lleno, estaban las 1.500 personas. El teatro cumplía una función importante, porque íbamos a lugares donde nunca habían visto un ballet o escuchado músicos. Hasta el año 87 esa fue nuestra única función. Salir, salir, salir. Yo llegaba a mi casa y no desarmaba la valija, porque a los dos días me iba de nuevo. Eso nos dio vida e impidió a los milicos que nos echaran a la mierda. Yo digo que mi mujer es la viuda del teatro, porque pasaba más horas adentro del teatro que en casa. Lamento muchas cosas que no pude vivir, pero no me quejo porque estaba haciendo algo que me gustaba y era parte de mi vida.
Después vino el tiempo del Cinema Rocha, un cine que el entusiasmo de los empleados acondicionó para que funcionara como teatro. Resultó un escenario grande pero precario, con camarines abajo del escenario entre hierros y acro. Funcionó desde el 87 hasta el 99. Garzo recuerda que venía gente de Buenos Aires con siete u ocho micros a ver el espectáculo. A ese lugar que era un circo. Todo caño. Y ahí vivieron.
En el año ochenta, cuando empezó la demolición, era común ver gente que besaba las paredes porque nunca había entrado al teatro. En los pisos superiores, sobre calle 9, los talleres de zapatería, sastrería y depósitos apenas se sacudían cuando la grúa arremetía contra las paredes perimetrales del edificio; lo mismo la sala de ensayo provisoria y los camarines artísticos. Inmutables.
La memoria de este hombre que fue Regente de escenario desde 1975 hasta que se jubiló en 2014 es la memoria de unas paredes que hoy son polvo. Pero sabe que la historia de los hombres está hecha de polvo, de hombres y de mitos.
—Estábamos vaciando el depósito de utilería que estaba al costado del escenario; no se prendió fuego porque tenía pisos de mosaico y las paredes que lo protegían. Por la ventana sacábamos las cosas. Y encontré una virgen que un artesano había hecho para la ópera Sor Angélica; entonces la agarramos con dos compañeros más y la pusimos en el piso mirando hacia lo que había sido el escenario, como diciéndole “mirá lo que hiciste, hija de puta”. Y seguimos sacando cosas. Como a la semana salió una nota sobre una mujer del teatro que había visto la virgen en el pozo del escenario, y quedó como la virgen milagrosa que se salvó del incendio. Monseñor Plaza, que era el arzobispo de la ciudad, encabezó una procesión desde el teatro hasta la catedral con la virgen; le hicieron un cubículo especial para la virgen. La historia que se armó. Es una virgen de cartapesta, papel y engrudo. ¡Cómo no se va a prender fuego!