Search
Close this search box.
Search
Close this search box.

El voto mostrará el nivel de consenso de la derecha y de la oposición

Las elecciones legislativas del domingo 22, a nivel nacional, serán un elemento fundamental para evaluar el grado de adhesión que tienen en la sociedad Mauricio Macri y María Eugenia Vidal como figuras políticas del bloque hegemónico, y simultáneamente -la otra cara de la moneda- cuál es la fortaleza políticamente articulada que tienen los sectores sociales que se le oponen.

Sobre el último de los dos componentes de ese esquema binario, es decir, los/las que son opositores/as al gobierno, es esencial remarcar que para ser realmente fuerte ante un adversario que de por sí lo está se necesita lo que el párrafo menciona: estar políticamente articulado.

Luchas dispersas, expresiones opositoras que se diluyen, la dignidad de quienes quedan sin trabajo y resisten, los rechazos puntuales a ciertas medidas del gobierno o de la corporación judicial, las magníficas manifestaciones con una vigorosa participación de jóvenes y de personas de todas las edades -como las que se produjeron dos veces para reclamar por Santiago Maldonado, o antes, en mayo, las que repudiaron el 2×1 a los genocidas-, constituyen expresiones de vitalidad de una sociedad civil politizada, activa, con reflejos y movilizada.

En cambio, no constituyen un contrapoder suficiente para revertir la fortaleza del macrividalismo gobernante y de los poderes de facto que lo sostienen. Para eso se requiere un alto grado de articulación, de organización, de acumulación de un gran volumen de fuerza como para incidir de manera determinante en las disputas de poder.

Más aún teniendo en cuenta que el bloque dominante en la Argentina actual tiene prácticamente la suma del poder absoluto: el gobierno del Estado y de su aparato armado (gendarmes, policías, militares, espías), el manejo de la economía (o sea, de “los mercados”, que fijan, por ejemplo, el precio de los productos de consumo masivo), el dominio del sistema judicial, la acción psicológica sobre la opinión pública a través de las maquinarias mediáticas, el accionar de los servicios de inteligencia (imprescindibles para inventar un peritaje como el que dice que a Nisman lo mataron, o para provocar desmanes cerca de Plaza de Mayo luego de protestas populares), la complicidad de la fracción dominante del sindicalismo, y también la complicidad de legisladores que fueron elegidos como opositores pero actúan como oficialistas.

A todo el poderío dentro del país, agregarle el respaldo de los principales centros de poder a nivel mundial, desde Donald Trump y el complejo militar-industrial norteamericano, su similar de Israel encabezado por el primer ministro Benjamin Netanyahu, el Fondo Monetario Internacional, los gobernantes y empresarios más poderosos del mundo que se reúnen anualmente en el llamado Foro de Davos (Suiza), temibles figuras que manejan la Unión Europea, como Angela Merkel, cadenas mediáticas con influencia en toda América Latina, como la estadounidense CNN, entre muchos otros actores internacionalmente hegemónicos.

Frente a semejante acumulación de poder local y mundial, oponerle una fuerza capaz de frenarlo o de obligarlo a cambiar el rumbo es mucho más difícil y complejo que tener buenos candidatos/as, líderes carismáticos/as, campañas inteligentes, avisos de publicidad electoral ingeniosos, discursos que acierten con lo que “la gente” quiere escuchar o perspicacia para ganar a un dirigente más y sumarlo a determinada lista. Todo eso puede ser útil y necesario, pero también puede ser insuficiente.

Dictadura y apoyo social

Aunque en general las narrativas más habituales sobre la historia reciente no lo mencionen, Argentina tiene una basta experiencia en procesos donde los opresores mantuvieron niveles muy altos de consenso en la sociedad, mientras desde otros espacios y sectores de esa misma sociedad generaba expresiones de oposición, lucha, resistencia e incluso heroísmo frente al poder opresor.

Ocurrió en dictaduras, donde obviamente el uso de la violencia militar, policial, mediática, judicial, patronal, económica, etcétera, es el factor que determina quién impone su voluntad al conjunto de la sociedad. Así, en el régimen genocida que asaltó el gobierno de nuestro país desde 1976, hubo organizaciones revolucionarias, fuerzas políticas, militancias sindicales, agrupaciones estudiantiles y múltiples expresiones de la población políticamente activa que resistieron y se opusieron. Algunas/os desde el principio, otros/as a medida que los hechos se producían y el tiempo avanzaba. En ese marco, aunque algunas entidades existían desde antes, heroicamente nació, se desarrolló y creció el movimiento de derechos humanos.

Sin embargo, semejante voluntad de lucha y activismo popular -”popular” no en el sentido de “masivo”, sino de representar los intereses del pueblo- atravesó largos años en la soledad y el desamparo mientras una mayoría social permanecía ajena y transcurría en medio del terror, ya fuera por cierta afinidad ideológica con el régimen dictatorial, por miedo a perder la vida, o como víctimas de la acción psicológica del aparato comunicacional. O por una mezcla de todo eso junto, quién sabe (es un asunto de extremada complejidad como para abordarlo en esta nota de manera rigurosa).

Recién la finalización de la guerra de Malvinas, cuyo resultado produjo un desgarramiento en la subjetividad social por el contraste brutal entre ese final de derrota y la propaganda dictatorial que aseguraba que “vamos ganando”, se produjo un quiebre absoluto entre el consenso social y la permanencia de la dictadura.

Rota completamente esa articulación, el régimen genocida inició una transición que desembocó en elecciones libres. Incluso, en ese casi año y medio desde el fin de la guerra (junio de 1982) hasta la votación ciudadana (octubre de 1983), hicieron todo lo posible para condicionar al futuro gobierno civil y democrático, sobre todo para que no se investigaran sus crímenes, pero ya no fue posible: la dictadura había perdido todo apoyo importante en las bases sociales y estaba políticamente aislada.

Por fuera de ese ejemplo, la experiencia argentina de oposiciones, luchas y resistencias que se frustraban y no llegaban a imponerse contra adversarios que detentaban el poder, ocurrieron también durante el actual periodo democrático iniciado hace casi 44 años, en particular durante la vigencia del modelo neoliberal iniciado hacia fines de los años ochenta con la hiperinflación y que continuó hasta el estallido del país en diciembre de 2001.

Ningún proceso histórico es solo consecuencia de la decisión de un gobierno ni aun de un bloque de poder, y mucho menos es solo el resultado de la maldad intrínseca de dictadores genocidas como Videla, Viola, Galtieri o Bignone, o de la ideología y los intereses que defiendan presidentes constitucionales como Carlos Menem o Mauricio Macri. Todo ello necesita de un cierto aval social, cuya construcción es en sí misma parte de las disputas de poder.

Democracia y devastación nacional

Quizás hoy Argentina transite una etapa similar a la del menemismo, que perpetró una devastación nacional pero al mismo tiempo mantuvo durante largo tiempo una legitimidad electoral que le dio la fortaleza política para avanzar. Menem no solo tenía el apoyo de todos los poderes de facto locales e internacionales, exactamente como hoy los tiene Macri, sino que además lograba una adhesión considerable en amplios sectores de la población.

Incluso cuando el justicialismo perdió la elección presidencial en 1999 con Eduardo Duhalde como candidato, después de una década de masacre contra el patrimonio público que fue privatizado a malsalva, los millones de puestos de trabajo que se perdieron, la capacidad adquisitiva de los salarios que se derrumbó, la industria nacional que quedó en bancarrota y una deuda externa feroz que conducía a una quiebra segura del país, todavía no había un cuestionamiento profundo al modelo económico y social.

Por eso, porque tal cuestionamiento no existía, el efímero gobierno de Fernando de la Rúa (1999-2001) fue una continuidad del anterior en las líneas centrales de su política. Solo que después de una defraudación hasta de su propio electorado, y con el agravamiento de una ecuación económica-financiero que hizo insostenible la paridad 1 a 1 entre el peso y el dólar, la fuga de capitales se agravó, la deuda externa no pudo pagarse más, y el gobierno apeló a la incautación de los depósitos bancarios que quedó en la memoria histórica con el -ridículo- nombre de “corralito” o “corralón”.

Recién ahí, cuando grandes sectores de las clases medias perdieron sus ahorros -teniendo en cuenta que las clases bajas no tienen dinero ahorrado en los bancos y que las clases altas se lo habían llevado al exterior-, se produjo la ruptura total del consenso social hacia ese modelo económico y, como consecuencia, un estallido social y un cataclismo político.

En la actualidad del país, la derecha fantasea con que si Cambiemos gana la elección en más de la mitad de las provincias como ocurrió en las primarias, y muchísimo más aún si sus candidatos derrotan a Cristina Kirchner en la provincia de Buenos Aires, tendrán vía libre para avanzar con sus planes e incluso desplegar una estrategia más definida para intentar la reelección de Macri en 2019. Nada de eso es seguro, y nada de eso es descartable de antemano.

Tampoco puede saberse por anticipado si el consenso social hacia el modelo de país que quiere imponer el bloque dominante a través del macrividalismo será frenado a tiempo por las fuerzas que se le oponen, o si se mantendrá hasta llegar a un extremo -imposible de imaginar- que sea equivalente a lo que fue la guerra de las Malvinas como final de cierta aceptación de la dictadura, o a la incautación de depósitos bancarios como barrera imposible de atravesar para el modelo neoliberal que duró más de una década.

Las disputas de poder continúan, y las luchas populares son parte de ellas. El resultado de la elección legislativa del domingo 22 marcará hasta qué punto ha madurado o no en las bases sociales la fortaleza política que se necesita para poner freno a la devastación.

Mientras tanto, las consecuencias terribles del proceso en marcha, tanto las sociales como el crecimiento astronómico de la deuda externa entre otras, anticipan una probable bancarrota del país en el futuro, sin que nadie pueda saber cuándo ocurrirá y cuál será su traducción política, como tampoco puede preverse si antes se acumulará la fuerza social y política que pudiera evitarlo.