Por Carlos Leavi
Las luchas por cómo nombrar circunstancias históricas expresan los modos de entender la política y la cultura. Nominar un acontecimiento social y cultural revela cómo se pretende ponerlo en común, cómo se busca compartirlo, se explicitan los sentidos que queremos exponer. De esta manera, el último gobierno militar se autodesignó como “proceso de reorganización nacional”, y hay quienes lo llaman “el proceso”; mientras otros hablamos de la “última dictadura militar”, nominación a la cual –vías las luchas por el sentido– le hemos agregado “cívica” y “eclesiástica”, buscando designar no sólo a responsables políticos, sino también a cómplices sociales y económicos de eso que también llamamos “genocidio”.
No hay inocencia, no hay ingenuidad en los modos de nombrar. No hay torpeza en rescatar debates sobre cómo se designan acontecimientos de características públicas y masivas.
Por esto denunciamos el editorial del diario La Nación al día siguiente del triunfo electoral de Macri, el 23 de noviembre de 2015, tal como el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata ya lo había hecho con un editorial similar en el año 2012, porque buscaba garantizar la impunidad, además de su tono “amenazante”. En este mismo sentido, son inaceptables las expresiones del secretario de Cultura de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Darío Lóperfido. Declaraciones debidamente apoyadas por Cecilia Pando, defensora pública de genocidas y represores. Porque lo que expresa Loperfido, dónde, cuándo y cómo, no tienen nada de ingenuidad, más bien hay una búsqueda explícita de negar, deslegitimar, poner en duda aquellas referencias que a fuerza de múltiples y diversas peleas lograron horadar el “sentido común” para poder postular públicamente que en Argentina existió un genocidio: una matanza planificada de un grupo nacional, perseguido, asesinado y desaparecido por sus ideas y prácticas políticas, sindicales, sociales y religiosas.
Esas luchas de muchos años, donde un pañal en la cabeza de unas Madres se transforma en un pañuelo blanco símbolo mundial de los derechos humanos; donde el “juicio y castigo” fue/es una consigna transformada en prácticas judiciales concretas que aun desde diversos sentidos[1] generaron condenas inéditas en el mundo; esa síntesis discursiva pública y popular construida y amasada en miles de manifestaciones que grita, exige, postula “memoria, verdad y justicia”.
Invitamos a Lopérfido y sus seguidores a leer, a investigar de dónde viene, cómo se construyó el significante[2] de los “30.000”. En este sentido, es muy útil la tesis doctoral de Ludmila da Silva Catela, “No habrá flores en la tumba del pasado”[3], donde nos cuenta una historia que valoriza el rol simbólico/político de la ciudad de La Plata en estas luchas como «espacio” –en tanto lugar practicado– desde el cual se aportó significativamente al debate nacional sobre los derechos humanos y sus organizaciones ante los crímenes de la última dictadura cívico-militar. Hablamos de la versión que afirma que desde aquí se habría instalado el significante de hablar de los “30.000 desaparecidos”. El hecho ocurrió a raíz de la “marcha realizada el 3 de mayo de 1984 por familiares de La Plata, bajó el lema ‘100 por 30.000‘. En esta movilización cien jóvenes, familiares y amigos de desaparecidos, recorrieron el trayecto de 65 km caminando desde La Plata hasta el Congreso Nacional, lugar donde se iniciaría al otro día una movilización cuyo objetivo era entregar un petitorio de Abuelas, Familiares y Madres donde se solicitaba la declaración de “crimen de lesa humanidad” a la desaparición forzada de personas. El mismo fue entregado con 203.000 firmas y un proyecto de ley, al cual, a pesar de que fue asumido por un reducido grupo de diputados, nunca se le dio tratamiento legislativo”. Incluso, Da Silva Catela agrega otra versión posible, “recolectada en el libro de File (1998) que explica que las 10.000 denuncias realizadas en la Conadep deben ser multiplicadas por 3, ya que por cada denuncia otras dos dejaron de ser realizadas”.
En síntesis, nos referimos a un número que contiene y promueve más sentidos que el número mismo. Los “30.000” poseen una significación material y simbólica, que está claramente en disputa, y es Loperfido con sus declaraciones quien nos lo recuerda.
Pero, como él ocupa un cargo público, es un secretario de Cultura de un Estado, que tiene plena conciencia de que está desligitimando, negando, ocultando aquello que la dictadura cívico-militar y sus cómplices desplegaron en Argentina como “terrorismo de Estado”, definidos jurídica y popularmente como “crímenes de lesa humanidad”, es que nosotros pedimos su renuncia. Porque un funcionario público, perteneciente a un Estado de gobiernos constitucionales, debe responder por sus actos, incluidas aquellas declaraciones que niegan lo que el pueblo argentino ha sufrido con el desarrollo del genocidio.
[1] Ver Leavi, Carlos (2014). Los sentidos de la justicia. Juicios, testimonios y desapariciones. La Plata: Edulp.