¿Cómo puede uno ponerse a salvo de aquello que jamás desaparece?
Heráclito
Ese que está ahí, con su vestimenta de hojas, plumas y ramas, y no deja de seguirme. No como sombra, digamos con los modos de una presencia obstinada, y yo abriéndome paso con cuidado para hacerme invisible y perderlo de una vez, pero no, no puedo hacerlo, él me sigue a todas partes. Como si estuviésemos unidos por una cuerda vamos por el mismo camino; una desgracia para mí, aunque no se la cuente a nadie, no vayan a pensar que me pasa porque soy también ese cuerpo con disfraz de ecosistema que quién sabe en dónde los regalan. Si me acuesto a dormir, él también se estira con una horizontalidad desprolija, desmañada diría, algo sucia, una horizontalidad porosa y demasiado cercana, en todos los minutos del día alargándose, y tan a tiro de piedra. Cada dolor que siento hace pie en sus dolores, esos que nunca termino de saber cómo son, de qué están hechos, sin son algo así como un invento. Eso lo supe cuando alguien, en la escalera, me empujó; rodé gritando como un pobre animal, un ay por escalón, y eran más de diez, y todos me dolieron. Y él así, como si nada por un lado pero metido en la piel de la situación. Recuerdo que sentí algo muy extraño, no en ese momento sino mucho después: mis gritos tenían un segundo grito detrás, como si salieran en estéreo. No se lo dije a nadie para que no pensaran que estoy loca, pero es esa presencia la que me pone así, me aturde, me incomoda, aunque no sea muy diferente de lo que nos pasa a todos. El otro día, sin ir más lejos, en el transporte público. La pisada suya en mi pie derecho, afirmándose con fuerza para no caerse; y yo, que también podía caerme, asegurándome además como un animalito en la selva del autobús, quise decir del colectivo, o como quieran llamarlo al transporte conurbano. Y estaba esa pisada ahí, dale que te dale, y aunque las pieles estaban separadas por nuestras respectivas medias y los cueros postizos de las zapatillas, sentía la brasa de ese pie ardiendo sobre el mío y me dolía más que la espina en la palma de la mano cuando se clava en la que usamos para saludar. Y a él, a su vez, le dolía horrores su pie aunque el mío estuviese debajo del suyo. Así es que de un segundo a otro, por odio y reacción, separé mi pie, y él se vino contra mí, es decir contra todo esto que soy, y usó mi cuerpo para no caerse, enterísimo se apoyó, ahí el transporte sacudió toda la carga que éramos, él recobró su verticalidad y así avanzamos. Quise verlo perdiéndose en los montonales de gente que hacía cola, cada uno con su otro, y yo con este que no me dejaba respirar. A punto estuve de gritarle cuando cerró los ojos y bajó, con el transporte en pleno movimiento. Poquito antes le había quitado el cuerpo, como la capa bermeja esquiva el animal que se le viene poderoso, incierto como una fórmula. Regresé a casa tan desierta como desconfiada. El silencio se hacía ancho como un río; y oscurecía los objetos una noche honda, como de tragedia. Recosté el cuerpo en mi tabla, en mi tablita de planchar. Noté que había más lugar. Sonreí. El que estaba siempre ya no estaba. Le desconfié su ausencia la mañana siguiente, y la otra. Esperé que al tercer día resucitara, pero nada de nada. Ni las señas aquellas. A la semana visité su arbusto favorito. Me rasqué en él con ánimo de hacha, sólo para darle celos. Hice de mi cuerpo una carpita de fango y coloqué dos hojas de color en mi cabeza para ver si regresaba, pero el silencio rechazó cada signo de pregunta, en fumaradas lentísimas. Quería respirarlo otra vez, sin saber para qué, y adiviné una forma. Organicé asperezas y dispuse un círculo de ramas en los hombros, otro día trasquilé docenas de plumas en pollerías de crudo y fui en esa vestimenta una sin nombre, de las que nacen y se eligen un nombre muchos años después, mirándose en los ojos de los otros, y ahí fui entonces y me senté donde no tenía que sentarme porque había uno sentado ahí, y ni bien dupliqué su postura en lugar de decir hola deslizó sus petates hacia el lado contrario, haciendo como los árboles cuando huyen de los perros, y me le acerqué un poco más con espíritu de floresta parlante, hasta que de tan incómodo o avergonzado o desdichado se levantó y entró a caminar con paso de iaquítate, yo haciéndole por acá y por allá cien caras japonesas a lo kepasamigu, y así bufoneándole a pasto, en convivencia reversible, nos fuimos de la plaza mayor a su departamento.
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Carlos Ríos
Nació en Santa Teresita, provincia de Buenos Aires. Es autor de los libros de poemas Media romana (El Broche, 2001), La salud de W.R. (Dársena3, 2005), La recepción de una forma (Bonobos, México, 2006), Nosotros no (UNL, 2011), Perder la cabeza (Diatriba, 2013), Unidad de traslado (Pixel, 2014) y Excursión a Farandulí (Vox, 2015); de las plaquetas Códice Matta (México, Caja Negra, 2008) La dicha refinada (Dársena3, 2009) y Háblenme de Rusia (Goles Rosas, 2010); de las novelas Manigua (Entropía, 2009), Cuaderno de Pripyat (Entropía, 2012), Cielo ácido (Clase Turista, 2014), En saco roto, Lisiana y Cuaderno de campo (las tres publicadas por Bajo la luna/EME en 2014) y Obstinada pasión (RIL, Chile, 2015); también de los relatos A la sombra de Chaki Chan (Trópico Sur, Uruguay, 2011), El artista sanitario (Postales Japonesas, 2012) y Casapuente (Los Proyectos, 2014). En 2005 fue declarado visitante distinguido por el Ayuntamiento de Huejotzingo, estado de Puebla, México. Actualmente coordina talleres literarios en cárceles bonaerenses, integra el consejo editor de BazarAmericano.com y es coeditor de la editorial platense El Broche.
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