Por Raquel Robles*
Rodolfo Walsh siempre me hizo pensar en mi padre. Porque los dos están desaparecidos, obviamente, pero también por cosas más concretas o más banales. Los anteojos (que de todos modos parecen haber estado muy de moda en aquella época, por lo que se ve en las fotos de todos los actos homenaje a los desaparecidos), por la pelada incipiente, por la llegada a Montoneros después de un recorrido –él desde el nacionalismo, mi padre desde el PC–, por la edad (mi padre tendría ahora 78 años y Rodolfo 87), que lo separa un poco de la gran mayoría de los muertos por el Terrorismo de Estado. Pero también me lo recuerda por cosas que nunca entendí del todo.
Muchas veces en mi vida quise poder hablar con mi padre sobre la situación política, sobre mi particular inserción en esta trama, sobre qué camino habría que seguir. Sin embargo cuando imagino esas conversaciones el que está sentado del otro lado del escritorio de un hipotético living no es mi papá, es Rodolfo. Estos días, leyendo sus papeles personales –los de Rodolfo– me encontré pensando en él –y en mi padre– de otro modo. No ya como políticos lúcidos, comprometidos, y sufridos por esa misma razón, sino como hombres. Hombres lidiando con mujeres. Hombres haciendo sufrir a mujeres, hombres gozando con mujeres.
Uno nunca –creo o eso me han dicho– piensa en sus padres en esos términos. La puerta del dormitorio queda saludablemente cerrada y entonces lo que es terreno de fantasía se hunde en lo profundo del inconsciente salvándonos de imágenes perturbadoras. Pero Rodolfo no es mi padre, y entonces puedo leerlo, pensar en él y acercarme a mi padre por una tangente menos riesgosa.
Rodolfo está en Cuba. Última noche antes de volverse y se va a buscar a una puta que conoce. No la encuentra, se va con otra. Esta tiene 16 años y al llegar al hotel descubre que está embarazada de siete meses. No logran el sexo. Él no puede. Sin embargo escribe: “Hay pensamientos de placer en la maldad, coger a una niña embarazada de 16 años, empujar hasta el fondo y sentirse un maldito, que se joda, jodámonos todos. Pero usted es un hombre de conciencia, me dijo bastante más tarde cuando ya estábamos en la calle”.
Varias entradas de su diario dedicado a Cuba, a su gente, a su proceso y a las putas. Cuando camina sólo por la calle, un poco arrepentido y pensando qué pensarán de él en Agencia si supieran que ha estado con “una muchacha tan negra”, dice sentirse culpable de ese “acto de liberación, de iniciación incluso, porque es la primera vez que una mujer pone su boca en mi sexo, y ella lo ha hecho sin que yo se lo pida”.
Rodolfo tiene 35 años cuando escribe esto. Y claro, es un hombre. Un hombre que también engaña a su mujer y piensa en que le gustaría “no tener que mentirle”, pero igual se ve en una cena con una tal O. y se va a dormir con otra tal M. mientras dice que si le faltara su mujer es como si le faltara una pared a una casa. Hay un escena que me contó tal vez una sola vez mi hermano mayor pero que yo vi en mi mente cientos de veces, en la que mi mamá está en la cocina y llora desconsoladamente porque mi padre otra vez ha hecho de las suyas.
Cada vez que conozco a una mujer que conoció a mi padre hay una historia secreta o revelada con pudor en la que él la conquistó. Y a la vez era tan mojigato como para despreciar los estudios de danza de ese mismo hermano o las incursiones por la expresión corporal de mi hermana mayor. Porque una cosa era tener intereses extraños al compromiso político pero tener un compromiso político y otra muy distinta tener intereses tan exóticos y NO tener compromiso político.
En ese enredo, pero consigo mismo, Rodolfo también se debatió. Escribir novelas, para qué, para quién. ¿No son veleidades pequeño burguesas dedicarse a la ficción cuando hay tanto que decir en tiempos convulsionados? Y sin embargo, hasta último momento anduvo mascullando su literatura, sus cuentos, sus proyectos literarios. Qué estaba escribiendo cuando lo mataron, tal vez nunca lo sepamos, pero sí sabemos que junto con la Carta a las Juntas también estaba madurando una ficción.
Para Rodolfo todo lo que veía en el mundo podía convertirse en literatura. Todo su pasado, todos los detalles, todas las imaginerías del futuro. Cuando cuenta su infancia en el internado irlandés sabe que ahí puede haber un gran relato. Pero esas anécdotas son talladas con infinita paciencia, maduradas en versiones de versiones hasta lograr el golpe magistral que son sus cuentos irlandeses. Nunca se deja seducir por el poder de una historia, sabe que a esa historia se le debe una buena letra, un esfuerzo mayúsculo, se le debe literatura. Hace lo mismo con Operación Masacre, hace lo mismo con cada cosa que toca o se le acerca. Y probablemente hubiera hecho una pieza inolvidable –otra de tantas inolvidables– con su incursión en el sexo pago en una Cuba que estaba empezando a forjarse un mundo nuevo. Pero eso no lo sabremos nunca, claro.
Lo que sabemos es lo que dejó escrito. La primera vez que lo leí tenía 16 años. Mi hermano Mariano me pasó Operación Masacre. Lo leí como si los hechos estuvieran pasando en presente. Una sensación de angustia y coraje en el cuerpo. La última vez fue el año pasado. Un domingo. Los domingos son especiales porque la casa está sin niños. A Juan y a mí nos gusta leer juntos. Él me lee a mí en voz alta. Hace muchos años, cuando iba a la escuela secundaria, veía a mi tía leerle a mi tío el diario entero mientras él le cebaba mate. Es un ritual repetido, entonces. Él no lo sabe, y tal vez yo tampoco, pero está haciendo algo que desde aquellas mañanas en las que yo tenía trece años, estoy esperando.
Leímos La Granada, una de sus dos obras de teatro. La leímos entera, así, de un tirón. Con un lápiz negro en la mano. Cuando terminamos nos quedamos un momento en silencio. Leer a Rodolfo siempre es hacer una reverencia al final.
Rodolfo no tuvo miedo de levantar el dedo de la granada. Cuando todo era tan oscuro, cuando los muertos se multiplicaban en cada esquina, cuando su hija, sus amigos, sus compañeros y tantos desconocidos caían y el país se alejaba cada vez más del que había entrevisto en los años de fragor revolucionario, él se abrazó a su carta bomba, a su granada, a su “cólera particular” y estalló en mil pedazos.
Las esquirlas llegan hasta acá. En orientaciones grandilocuentes para periodistas y narradores, en íntimas partículas que me permiten a mí, por ejemplo, pensar en mi padre sin quedarme ciega como Edipo.
* Publicado en revista Maíz, Edición Especial, abril de 2014. Facultad de Periodismo y Comunicación Social