Por Carlos Ciappina
La vida es un acto de consumo. Vivir es consumir. Los seres humanos de tu planeta son un simple recurso, esperando a ser convertido en capital, y esta empresa entera es una pequeña parte de una vasta y hermosa máquina definida por la evolución, diseñada con un solo propósito: crear ganancias.
Rey Abraxas en el film de ciencia ficción El ascenso de Júpiter
Democracia en América Latina: un concepto equívoco
Para referirnos sólo a la historia reciente, hablar de democracias en América Latina requiere de una primera aclaración: no todos imaginamos lo mismo cuando nos referimos a ella. Podríamos definir, grosso modo, dos perspectivas que se sustentan a la vez en visiones diferentes sobre el deber ser de las sociedades latinoamericanas y estas, a su vez, definidas desde una fuerte impronta anclada en sujetos sociales con intereses contradictorios.
Para las élites latinoamericanas, democracia es sinónimo de República: el formato de las instituciones en donde hay tres poderes y en donde se vota regularmente para elegir autoridades y representantes. Esta república democrática –si el voto fuera restringido u optativo mejor– no tiene otro sentido que el de sostener el statu quo, pues no hay en la agenda de las élites ninguna vocación por modificar el entramado económico-social del que son beneficiarias. Así, cuando las élites latinoamericanas hablan –y practican– lo que llaman “la república democrática”, se refieren a un sistema institucional que busca alcanzar a través de la representación y la elección de autoridades la gobernabilidad de una sociedad “naturalmente” desigual.
La existencia de esta República democrática es compatible con altos niveles de adscripción a las potencias hegemónicas dominantes –en particular los Estados Unidos– con escasa capacidad de definición de políticas nacionales de carácter autónomo y niveles crecientes de internacionalización de la economía.
En cambio, desde otra perspectiva –la de las clases y sectores sociales no hegemónicos, subalternos y/o populares– la república democrática es un entramado institucional que tiene sentido en tanto y en cuanto se oriente hacia el objetivo de mejorar las condiciones económico-sociales de las mayorías. En el caso específico de América Latina (el continente mas desigual del planeta) esas mayorías incluyen un amplísimo arco social que va desde los sectores medios bajos, pasando por la clase obrera asalariada de tipo tradicional, los/as trabajadores formales e informales urbanos y rurales y aquellos/as que carecen de una inserción económica ni siquiera de carácter informal.
Desde esta perspectiva, cuando los sectores, organizaciones sociales y partidos populares remiten a la república democrática se refieren a una institucionalidad que cobra sentido en la medida que transforme el statu quo a favor de una mayor equidad e igualdad. Desde esta tradición nacional y popular no hegemónica la lógica de la gobernabilidad –que para las élites es el sostenimiento del orden desigual establecido– se sostiene en la ampliación permanente de la igualdad económica, los derechos sociales individuales y colectivos, una economía sostenible en relación al cuidado del medioambiente.
Por eso es conveniente señalar que en América Latina hay un mismo sistema institucional republicano democrático que contiene fuerzas sociopolíticas que tienen una concepción absolutamente contradictoria sobre el sentido del mismo.
Para los gobiernos nacional populares y democráticos la institucionalidad republicana debe irse modificando –corriéndose– a medida que los procesos económico-sociales redistribuyen la renta, garantizan mayores derechos civiles y sociales. Para los gobiernos elitistas cada paso de la institucionalidad democrática hacia una mejora en la redistribución económica, el control estatal de la economía y la ampliación de los derechos colectivos es, precisamente por su carácter transformador, un conjunto de reformas antidemocráticas y autoritarias.
no hay diálogo posible entre estas dos tradiciones: la elitista republicana y la nacional, popular y democrática: conviven en un mismo sistema pero con dos objetivos absolutamente disímiles y excluyentes entre sí.
Así, no hay diálogo posible entre estas dos tradiciones: la elitista republicana y la nacional, popular y democrática: conviven en un mismo sistema pero con dos objetivos absolutamente disímiles y excluyentes entre sí: los debates “democráticos” en América Latina no son sobre matices al estilo de la socialdemocracia europea: los debates políticos son sobre dos modelos excluyentes entre sí: una sociedad crecientemente excluyente y desigual gobernada por una minoría social, política y económica o una sociedad con niveles crecientes de integración, equidad social e igualdad económica y política.
La primera oleada neoliberal y las resistencias nacional-populares
Para América Latina el despliegue del neoliberalismo ha profundizado la brecha entre las concepciones democráticas de las élites y la de los movimientos nacional-populares y democráticos. Deuda Externa, crisis económica y crisis presupuestaria del Estado atenazaron a las democracias de los años ochenta y habilitaron los programas de ajuste neoliberal.
El resultado de este despliegue neoliberal en América Latina durante los ochenta y los 90 del siglo XX fue estudiado y reseñado en profundidad en esos años, pero si tuviéramos que definirlos por su logros sólo pueden catalogarse como una verdadera catástrofe económico-social y cultural: desempleo creciente, desestructuración productiva, mayor endeudamiento externo, mercantilización de bienes y servicios sociales y estatales, adelgazamiento de las coberturas estatales en todos los niveles y la privatización de la esfera pública-estatal. Las cifras de pobreza, indigencia, desempleo y subempleo alcanzaron cifras únicas en la historia latinoamericana del siglo XX.
Sin embargo, estas profundas reformas neoliberales de recomposición y reconfiguración del modelo de acumulación capitalista latinoamericano en consonancia con la universalización capitalista, no se dieron de la mano de dictaduras militares sino de gobiernos elegidos y sostenidos por el voto.
Así, para las élites, los gobiernos que llevaron las reformas neoliberales fueron democracias de pleno derecho. Mientras amplísimos sectores de la población se sumergían en la exclusión y la pobreza, mientras se desindustrializaban aceleradamente las economías y se desmembraba el Estado, ni los medios masivos de comunicación, ni los Organismos Internacionales, ni mucho menos las élites gobernantes pusieron en duda el carácter “republicano y democrático” de los gobiernos neoliberales.
Las resistencias nacional-populares y las democracias incluyentes
Sin embargo, el proceso de despliegue de las reformas neoliberales durante los ochenta y los noventa fue de tal magnitud, que amplísimos sectores sociales –desde las clases medias bajas hasta los/as trabajadores/as excluidos y desempleados– comenzaron a reorganizarse en clave de resistencia: mientras la gran prensa y los organismos transnacionales “felicitaban” los “logros” económicos de las democracias neoliberales; un nuevo arco de resistencias se organizaba a nivel popular –movimientos sociales urbanos y rurales– junto a los tradicionales partidos de izquierdas y sindicatos obreros.
Ese amplísimo conjunto de actores político-sociales logró ir estructurando un discurso y una praxis que se asentaba y recuperaba las matrices y tradiciones nacional-populares y de izquierdas en clave –primero de resistencia– y luego de alternativa política dentro del sistema democrático.
El ciclo de los gobiernos nacional-populares de principios del siglo XXI generaron así alternativas a la crisis creada por neoliberalismo latinoamericano en dos grandes ejes: a) Los modos de acumulación política para dar la batalla electoral, y b) las reformulaciones del rol estatal para atender una creciente demanda de derechos ciudadanos y mejoras socioeconómicas.
En relación a los modos de acumulación política los gobiernos nacional populares del período abandonaron la lógica política tradicional –un partido cerrado y homogéneo– por alianzas que englobaban un gran arco de actores económico-sociales dañados y agredidos por el neoliberalismo: en esa agenda entraron los trabajadores/as formales, los/as trabajadores/as desocupadas, los movimientos sociales, los trabajadores/as estatales, de los sistemas de salud y educación, las pequeñas y medianas empresas urbanas y rurales, los colectivos de género, los movimientos indigenistas y los sectores de las pequeñas clases medias.
Pero es en términos del modelo económico que en la práctica recuperaron el rol central del Estado nación como orientador de las economías, interventor en la renta empresarial, direccionador de las políticas cambiarias, árbitro regulador entre las organizaciones del capital y los/as trabajadores/as. O sea, durante la ola de gobiernos nacional-populares el despliegue neoliberal en América Latina se vio detenido en términos económicos por la intervención decidida del Estado nación y las políticas asociadas a la tradición nacional-popular. En algunos casos la profundización de las políticas económicas centradas en las necesidades nacionales y no en las del capital concentrado conllevó niveles de autonomía económica relevantes y desendeudamiento externo.
Las políticas de intervención y regulación estatal se vieron ampliadas con el desarrollo de un conjunto de programas y políticas públicas de desmercantilización de bienes sociales tales como salud, educación y sistemas jubilatorios. Por primera vez en casi dos siglos de vida independiente, durante quince años los procesos democráticos acompañaron la mejora en las condiciones de vida y cierto control sobre el capital en la mayoría de los países latinoamericanos. Para la lógica de las élites estos gobiernos nacional-populares fueron catalogados como “regímenes” sobre todo y en particular cuanto mas avanzaran en la intervención sobre el capital.
El retorno de las derechas: la recuperación de las repúblicas elitistas y la profundización del neoliberalismo latinoamericano
Incapacitados para utilizar “al peligro comunista” como bandera; desplazados del poder en medio de profundas crisis y protestas sociales que derivaron en elecciones democráticas y los triunfos nacional-populares; las élites (las “derechas”) latinoamericanas tardaron en encontrar el modo de enfrentar a los gobiernos populares y más importante aún, recuperar el control del Estado. Utilizar ya no a las FFAA sino a los medios oligopólicos privados de comunicación como modalidad destituyente junto al Poder Judicial ha sido el gran cambio en la lógica elitista.
Los golpes e intentos destituyentes posteriores estarán anunciados por una campaña mediática –interna y externa– intensa, amplísima e impiadosa, que trabajará permanentemente sobre dos ejes: autoritarismo y corrupción. De más está decir que –salvo contadísimas excepciones– los medios oligopólicos utilizarán la verdad y la mentira, el ocultamiento o la sobredimensión como estrategia política en contra de los gobiernos populares. El cuadro se completará con la búsqueda de conflicto entre alguno de los poderes de las repúblicas, de modo que la destitución y/o el golpe tengan el viso de legitimidad al “vulnerarse“ –según los relatos mediático hegemónicos– la institucionalidad republicana.
El golpe a Manuel Zelaya (2009); el intento de golpe a Rafael Correa (2010), la destitución de Fernando Lugo en Paraguay (2012), el intento destituyente a Cristina Kirchner (2008), el golpe institucional contra Dilma Rousseff en 2016 y el recrudecimiento de la violencia en Venezuela desde el año 2014 hasta la autoproclamación de un presidente “alternativo” en este año, en todos los casos –con o sin movilización en las calles– el esquema se repite.
Dos concepciones sobre democracia en lucha: profundizar el neoliberalismo o resistirlo.
Nos encontramos hoy, pues, en una tensión entre dos modos de entender la democracia en América Latina: Por un lado los proyectos nacional-populares-democráticos que buscan correr los límites formales de las repúblicas democráticas basándose en la ampliación de los procesos de participación popular junto a transformaciones económicas de control y/o intervención sobre el capitalismo universalizado, reducción de los niveles de dependencia en las decisiones económicas de los organismos internacionales y de las potencias hegemónicas.
Por otro lado, una readecuación y realineamientos –de las élites– de la concepción de la democracia republicana de carácter “formal” entendida como una articulación institucional que debe garantizar el statu quo, mayores niveles de despliegue del gran capital nacional y transnacional, procesos de profundización de la represión social y alineamientos automáticos con las políticas norteamericanas a escala latinoamericana y mundial.
Para las élites, entonces, la república democrática es aquella que garantiza el despliegue neoliberal y los procesos que lo obstaculizan son procesos autoritarios, antidemocráticos y hasta dictatoriales. No es la “calidad” de las instituciones lo que se pone en juego sino el sentido de la institucionalidad democrática. Las élites aceptan la institucionalidad democrática con esta condición que garantice la acumulación de capital y la expansión sin límites del neoliberalismo. Si estas condiciones no se dan, comienzan las estrategias destituyentes y golpistas.
Pero el cuadro estaría incompleto si no señalamos que hoy en esta encrucijada de la realidad latinoamericana, juegan un rol clave –como conductores y garantes del retorno a la república elitista– los medios hegemónicos de comunicación latinoamericanos y globales y, junto a ellos en particular, el Poder Judicial en cada caso. Ambos interactúan entre sí para operar sobre la construcción de sentido en torno a la caracterización como “regímenes” de los procesos nacional-populares y, por otro lado los poderes judiciales operan como represores por la vía del encausamiento de los/as líderes democráticos latinoamericanos.
La suerte no está echada y quizás, como en ningún otro lugar del mundo, en América Latina haya margen aún para desplegar modelos alternativos al neoliberalismo universalizado.
Cada vez queda más claro (la experiencia Brasileña y las presiones cobre Venezuela lo demuestran) que el neoliberalismo sólo podrá desplegarse totalmente si logra terminar con la institucionalidad y con la construcción de sentido de las tradiciones democráticas de carácter popular. Esto sólo es posible con mayores niveles de represión, con mayor homogeneidad y concentración comunicacional y con poderes judiciales férreamente en manos de las élites conservadoras.
No hay un sistema democrático que oscila entre movimientos nacional-populares y derechas elitistas. Hay hoy en América Latina, dos modos de entender la democracia y una –la elitista neoconservadora– es excluyente con la otra. La construcción de un verdadero sistema democrático es así incompatible con el despliegue neoliberal.