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Federico Aguirre: dos en la ciudad

Por Ramiro García Morete “Quien no la puede ver no la puede bailar” (Cuando canta la milonga). Podía verla. Cerraba los ojos y –contará- “deliraba secuencias». “¿Dónde imaginás que está sonando?”, le preguntaba Adela. Su joven abuela vivía en la casa lindante a la suya, casi dentro del bosque en el norte de Villa Gesell. A diferencia de sus padres -que no guardaban relación con la música- esta fan de Spinetta y Charly musicalizaba con su extraño reproductor de vinilos cada estado de ánimo. Aprovechando su contextura infantil, a él le gustaba entrometerse por una ventana y espiarla cuando, en sus momentos de mal humor, ella se despachaba con “unas óperas y música orquestal que no lo podía creer. Era una peli, no entendía de qué se trataba. Yo no tenía acceso. Y de golpe eso era un mundo”.

Y el mundo que imaginaba ante la pregunta sobre Piazzola era muy claro: “El futuro. Los aviones y las autopistas”. El futuro próximo sin embargo le ofrecería otros horizontes. Como Gambaf, ese ensamble infantil generado por su profesor de guitarra que lo llevaría a tocar en desfiles de Cheeky o notas de Disney Channel. La adolescencia y la banda de garaje Cepia lo devolverían a un plano más terrenal del arte y lo llevarían a su instrumento principal: el piano… que entonces era un Casio Tone medio de juguete o algo así.

Antes de llegar a La Plata a estudiar cine, siempre fascinado por las imágenes, aprendería en la esquina gesellina de 106 y 3 el oficio de la calle. La misma calle que tanto en Brasil como en La Plata, “nunca me abandonó. Es el lugar que siempre me dio de comer”. Vendría luego la EMU y hacer de la música una fuente de trabajo sólida. Tanto con Cribas como con su acordeón, ya fuera girando, trabajando de sesionista o haciendo música para series, se adentraría en una búsqueda sofisticada y compleja.

Pero a solas en la cocina de la casa de Los Hornos -o así figuramos- el sonido es otro. Casi como un eco de esa fuente popular de la que bebió y vivió. Una suerte de eco rioplatense y una temprana fascinación -Fatorusso mediante- por el candombe que lo llevaría a la milonga y el tango. “Yo tomo del tango lo que me sirve”, dirá este músico cuya personal voz articula el histrionismo arrabalero pero con inflexiones propias de su heterodoxia y de los años de estudiar teatro. En un íntimo e intimista diálogo entre acordeón y voz plantearía un álbum poblado de personajes, contrapuntos y respiración. “Barrio” se titula este logrado disco simple y profundo sobre “lo citadino”. Una ciudad que puede conservar los faroles, que puede ser la city atestada de tacheros o ese lugar futurista que sonaba en Astor. Una ciudad que, criado en el mar, no importa cuánto habitó sino cómo imaginó. La imaginación es, quizá, el barrio al que siempre vuelve Federico Aguirre.

“Es una búsqueda con la canción desde el lugar más desojado posible -introduce Aguirre-. Básicamente soy yo solo tocando el acordeón y cantando. Una búsqueda de música citadina y rioplatense también. Quise captar la esencia, como si estuviera cantando en la cocina. Vengo de un lugar muy distinto. Con Cribas pensamos la música desde un lugar orquestal y acústico, muy riguroso con los arreglos y la sonoridad. Quería encontrarme desde un lugar opuesto”.

“Desde lo interpretativo lo pensé desde un lugar actoral -explica-. Que es desde donde me pienso yo. Me gustan los personajes, el cine, los personajes del arrabal”. Si bien la instrumentación parece simple, el disco está “producido y fue todo un experimento de microfoneo”. Si bien tiene la espontaneidad de cantar y tocar a la vez, “lo laburé muchísimo. Está todo arreglado. Pero  siempre hay espacios que los dejo para improvisar y realmente hice dos o tres tomas de cada uno, porque los canto de una manera distinta. También era un poco eso, la búsqueda, tomarme todo tipo de libertades. Captar la canción como una fotografía”.

Aguirre cuenta que las canciones surgieron del concepto previo: “Yo no puedo componer si no tengo una imagen. Quizá es la influencia de mis amigos fotógrafos, cineastas, artistas plásticos. Está atravesado todo el disco y las composiciones con las imágenes de personajes del arrabal y de los suburbios. En su mayoría los temas están pensados bajo una estética y no fue una consecuencia”.

“No me considero tanguero”, aclara Aguirre y señala al candombe como la “música que escuché siempre. Viene a mí, sobre todo cuando agarro un acordeón. Me salen esas sonoridades. Creo que el tango viene a mí de la mano del candombe”. Si bien compone desde el piano, dice que “la sonoridad del acordeón me apasiona. Hay una cosa ancestral. Y me hace tocar inocentemente. Con el piano soy más mental. El acordeón me da ese grado de sorpresa y de vértigo”. Y de comunicación: “Me gusta pensar que somos dos cantantes. Melodía y contra melodía, pregunta y respuesta. Así lo pienso, constantemente. Qué está cantando el fuelle, en qué nos parecemos, en qué deberíamos pelearnos. Somos dos cantantes. Uno tiene más posibilidad que el otro, que es el acordeón (risas)”. Y remata con seriedad: “La voz es el instrumento más sincero que tengo y también el más limitado”.

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