Por Florencia Cremona*, con colaboración de Florencia Actis
Ayer se dio a conocer el caso de una nueva víctima fatal de la violencia de género. Chiara Páez fue asesinada a golpes. Era santafesina, de 14 años, encinta. Lo último que se supo de ella fue que visitó a su novio Manuel, tres años mayor. Luego de una intensa búsqueda, la encontraron enterrada en un pozo de ochenta centímetros de profundidad en el fondo de la casa del joven. Él se entregó; mientras tanto, la Justicia detuvo a su mamá, sus abuelos y al padrastro para “evitar que borren rastros”.
Casi paralelamente, en el transcurso de la semana pasada, dos historias de violencia por razones de género irrumpieron en el prime time de la televisión por aire: la cantante Laura Miller y la periodista del espectáculo Alejandra Rubino denunciaron públicamente la situación de acoso, persecución, amedrentamiento, amenazas sistemáticas y golpizas esporádicas que sufrieron/sufren por parte de sus ex “parejas” junto con el estado de alerta y miedo permanente con el que deben convivir.
Cada una de estas historias que ratifica la peligrosidad detrás del mito del amor romántico y su efectividad como dispositivo de disciplinamiento de la sexualidad, transversal a todas las clases sociales.
No olvidemos que vivimos en un país de luchadoras, de comadres, de piqueteras, de Presidenta, de Eva Perón, de Alfonsina Storni, de Alicia Moreau, de Juana Manso, en el país de todas nosotras… que somos tantas pero a la vez donde se emite la telenovela turca Las mil y una noches, que pasa una emisora del Grupo Clarín y ve mucha gente, que plantea el más recalcitrante cuento de sumisión romántica y es un éxito en la TV abierta.
Un fenómeno similar al de la telenovela es la saga literaria 50 sombras de Gray, récord de ventas en el Reino Unido y Estados Unidos. Este libro enseña la efectiva tramitación de una relación sexo-afectiva a partir del encuentro con el hombre correcto y la táctica de sometimiento. La protagonista, embriagada de deseo, renuncia al mundo. Refuerza el mito de la elegida, la destacada, la que fue mirada y la que salió del clan. Fuera del clan no para reivindicar a las otras, sino para enseñarnos que salir es pactar con el patriarcado y disfrutar de las pequeñas delicias que este nos ofrezca: un vestido hervido, un cargo temporal en una compañía, unos hijos que por un tiempo nos darán amor y reconocimiento, unas uñas esculpidas, un electrodoméstico, un amante… algo así.
Pero volvamos al femicidio que tanto tiene que ver con los mitos del amor romántico.
Como decíamos, los derechos sexuales proclamados no son posibles de ser ejercidos en igualdad de condiciones por las mujeres. Esto es así. Se puede, pero el costo es distinto, es alto y a veces se paga dejando de respirar, falleciendo, muriendo.
La figura de femicidio debería contemplar no sólo los asesinatos de mujeres producidos en el seno de relaciones o ex relaciones de pareja, entre escenas de domesticidad, sino también tantos otros que ocurren en espacios públicos. Pero la realidad es el discurso moderno del amor, el que se constituye como el responsable fundacional de una violencia potente a la hora de producir formas tolerables de control, fragilizadora de lazos sociales, depredadora de existenciarios. La institución del “amor”, bajo la retórica del cuidado y la exclusividad sentimental como símbolos sexo-afectivos necesarios para el desarrollo de una pareja, habilita un tipo de vínculo donde el sentido de posesión sobre la existencia del otro/a y la expropiación de su condición deseante se vuelve premisa excluyente.
Arribar entonces al problema del femicidio en nuestro país significa arribar nada más y nada menos que a la punta del iceberg de un sistema compulsivo de caricaturizacion de las mujeres y del género. El relato de los medios hace lo suyo para perpetuar las relaciones y roles de género que son el sostén ideológico de los femicidios. El lenguaje novelesco y telenovelesco, el abordaje de casos por separado, la inscripción en policiales, las imágenes de rostros desfigurados o cuerpos embolsados, la frecuente prioridad a las fuentes cercanas al femicida o golpeador, la falta de seguimiento de las causas judiciales, la inclusión de detalles morbosos en el relato de la escena del crimen, dan cuenta de un vaciamiento político del concepto de femicidio y una utilización del término sin sustento y sin perspectiva de género.
Si se mira, por ejemplo, la cobertura del caso de Victoria Montenegro, la joven que fue brutalmente golpeada por su ex novio en el estacionamiento de una fiesta electrónica en Mar del Plata, se encuentran titulaciones tales como “Le dio una paliza a su ex novia por cómo bailaba en una fiesta” (http://www.clarin.com/sociedad/pego-bailaba-denuncio-Facebook_0_1284471731.html), o “Un ex novio le desfiguró la cara por celos en una fiesta en Mar del Plata” (http://www.lacapital.com.ar/informacion-gral/Un-ex-novio-le-desfiguro-la-cara-por-celos-en-una-fiesta-en-Mar-del-Plata-20150114-0023.html), donde claramente se omiten las causas radicales del problema. Se hace alusión al estado psíquico de un varón (por tanto, inherente a él solo como individuo), propenso a la violencia, y no de una conflictividad sociosimbólica y cultural más amplia. ¿Por qué son digeribles los celos en el marco de la pareja?, ¿cuál es el bastión que los sostiene? Los medios dan cuenta de su alcance, pero no de su origen ni de las formas en que se sostienen.
Revocado el término jurídico crimen pasional, la privatización y coartamiento de los casos continúa, tiñiendo el corpus de la nota la imagen de «anómalos sociales», sin expresar ni visibilizar la estructura simbólica profunda que organiza los actos y las fantasías. Muy por el contrario, como plantea la antropóloga Rita Segato, “agresor y colectividad comparten un imaginario de género, hablan un lenguaje común”. Es por ello que en los femicidios, en las golpizas mortales, en las violaciones, hay un mensaje moral-moralizador (“la dominación es moral, además de física. La soberanía no pasa sólo por el poder de muerte”). Aparece una clara voluntad de aniquilamiento moral, sobre la voluntad del otro. La víctima es expropiada del control sobre su cuerpo, no sólo o no exclusivamente en términos físicos. Se trata de un control irrestricto que se vuelve posible a través de la anulación de la capacidad de agenciamiento del o la otrx, como índice de alteridad (“Una suerte de canibalismo”).
Durante los últimos años, nuestro país ha realizado avances normativos que habilitan nuevos modos de estar juntos a la vez que se sancionan las violencias. Argentina discutió los sujetos conyugales, removiendo uno de los prejuicios más enormes en relación con el discurso biologicista que decretaba un modelo binario de hombre-mujer. En Argentina tenemos DNI según identidad de género autopercibida, tenemos Ley de Violencia Integral y Nacional. Tenemos de todo. Y tenemos candidatos a gobernadores de Santa Fe (me refiero al actor cómico Miguel del Sel) que ofrecen asado con putas y coscorrones para los pibes.
Los avances normativos no alcanzan para desarticular un sentido común que sigue sin reconocer que todas las mujeres del mundo, más allá de la condición de clase, compartimos y sufrimos violencias, pagamos nuestra participación pública con nuestra vida y siempre tenemos que hacer el enorme esfuerzo de ser visibles, de ser nombradas, ser escuchadas. Cada una con la estrategia que puede y tiene a su alcance.
La vida no se nos da igual. Y por eso es fundamental avanzar en la creación de una ética feminista que impida singularizar “los casos”, para mirar cómo en todos los aspectos de la vida, en alguna cuestión, aparece el horizonte achicado constipado por los prejuicios de género. Todas sufrimos, todas pagamos, de un modo otro. Es a veces tan rosado el corset, tan dibujado de encaje, que cuando sacamos la cabeza por la ventanilla a respirar vemos que el mundo es más enorme de lo que pudimos siquiera imaginar. Nos falta mucho para que estos avances normativos movilicen sentidos comunes en torno a nuevos significados posibles de amor, de respeto y del absurdo borde entre lo público y lo privado.
Los dispositivos educativos en el amor romántico siguen presentes, estructurados y estructurantes de nuestros cotidianos. Los medios son una plataforma educativa donde proliferan a diario estos dispositivos. Y si bien están permeados por las nuevas coyunturas, y por las reconfiguraciones que estas comportan, las empresas de ficción no cesan de reproducir imágenes que reducen la condición de mujer a la de buena madre y esposa. Sin fisuras, sin deseos, sin dolores, conformes con lo que les toca.
Cuando nos indignamos ante semejante despliegue y ostentación de violencia masculina, ante la aparición pública de un nuevo número que acrecienta las estadísticas anuales de femicidio, de una nueva mujer, adolescente o niña violentada, ultrajada, desaparecida, asesinada, es necesario –en principio– refrescar el dicho superlativo del feminismo, “lo personal es político”. El escenario doméstico y las elecciones en el plano de la sexualidad tienen una dimensión política constitutiva. Y como periodistas y comunicadorxs comprometidxs debemos tomar conciencia de que el lenguaje no es transparente, sino que construye su referente y, por ello, la enorme responsabilidad de nuestro trabajo. Por ello, la importancia de reivindicar ante cada nueva situación que afecte a sujetxs y colectivos vulnerabilizadxs dentro de una estructura de poder clasista-racializada-sexualizada-generizada la comunicación como una herramienta política al servicio de la transformación social y no de la revictimización.
En esta Facultad, desde hace muchos años, venimos diciendo, trabajando, gritando que el género no es un tema. Es una condición que existe y a la vez se oculta en cada una de las tramas de nuestra vida cotidiana. Hablar de género es siempre hablar de poder, por eso asusta e incomoda. Propone obtener poder colectivo a partir de pactos de reconocimiento. También supone que los dueños de los privilegios los cedan, los compartan y aprendan a reconocer a las mujeres como pares políticas. De otro modo no es posible el pacto.
El trabajo que nos queda es infinito, reconocernos en igualdad, tender lazos solidarios y nombrar el mundo diferente para que la muerte de una piba a golpes no siga siendo una tapa de los diarios donde se descubre que en nuestra sociedad existe el problema de género.
Romper reglas, romper moldes, la disputa de género no es la caricatura o una disputa trivial sobre quién realiza las tareas domésticas o el derecho liberal a ejercer la profesión o a salir a la calle vestida como se quiere. Eso es cómo las empresas mediáticas liberales han dicho o nos han enseñado que es la liberación de las mujeres, ser más mujeres.
De lo que se trata es de ser más humanas, de reconfigurar las nociones de nuestro proyecto de vida. Tenemos que discutir y seguir diciendo que las posibilidades no son iguales y apoyarnos en las leyes para seguir trasformando la cultura, diseñando formas de vida más justas y no sólo imaginadas.
* Directora del Laboratorio de Comunicación y Género