Por Ramiro García Morete
Foto: Gentileza Augusto Grisotto
“Tenemos la ilusión del plano/ de la línea del punto/ del minuto forzado por segundos/ que se deslizan de a uno/ ¿Qué pasa entonces?/ de acá hasta allá la flecha no llega/ Entre cada junto a conectar/ está lo real lo diabólico/ lo que no cierra la cuenta…”. La ficción matemática.
En 2015 la cuenta no cerraba para Julieta Cingolani. Después de casi quince años, había cerrado la puerta de su casa en el barrio Meridiano V para abrir una nueva vida en La Loma. Apenas un año antes había editado Como techo un río junto a Tatiana Fabrizio, Swami Paris y Gregoria Cochero. Pero ahora lo real y lo diabólico se agitaban en su interior y sin embargo no escribía ni una sola línea ni una sola canción. Ya no por esa inhibición que suele generar la academia, sobre todo para alguien que a los veintitrés ya era profesora recibida y le daba clases de Literatura en el Albert Thomas a chicos apenas cinco años menores. Casi la misma edad que lleva su carrera docente en el mismo colegio. Casi la misma edad que cuando hacía fanzines para sus compañeros del Liceo y cuando se rateaba iba a Don Julio.
Pero ahora, a unos metros nomás, el histórico bar ya no está. Sin embargo, en sus manos sigue habiendo algo que bien podría ser un fanzine. Es más bien un libro, pero sin prólogo ni editorial ni esos círculos cerrados que paradójicamente nunca le cerraron. Tampoco le ocurría en la música, a pesar de Mc Coy, Planeta y Nebulosa. Lo que lleva en sus manos surge del trabajo, surge de 2016 y 2017, años que –mediante esos talleres literarios que adora y cierto orden recuperado– la devolvieron a la escritura. De poemas y de canciones. Aunque al principio no piense demasiado y sólo se limite a “hacer cosas”. A la par de Ceylán –el proyecto musical nacido de algunas juntadas con el notable guitarrista Pilu Pontano–, la cantante se decidió a darle forma a esos textos, unir partes. Y aunque en lo real, lo diabólico, la flecha no llega al otro punto y la poesía es ese número que no cierra, allí está Julieta Cingolani arrojando su Gancho para sostenerse en un mundo que cae y cuyo orden espacial no le conviene.
“Gancho es varias cosas –cuenta Cingolani–: un libro de poesía, un libro de poesía y fotos que dialogan, un libro autogestionado, diseñado y realizado por tres amigas: Checho, Noelia Baleff y yo. Cada una aporta una dimensión: los textos son míos, las fotos de Noe y el diseño, arte y collages de Checho. Está pensado como antilibro, a la vez porque lo hicimos nosotras, tiene varios detalles de hechura a mano como la costura y la integración de imágenes. No tiene editorial, ni índice ni info legal. Tampoco numeración de páginas.” Y anuncia: “Estamos trabajando en su próxima salida en formato video, donde las imágenes y los poemas se van a transformar en otra cosa, pero que realizan una variación de los mismos conceptos trabajados en el papel”.
“Los poemas son un conjunto –cuenta–. Casi todos los trabajé en 2017. Igual que con las canciones, cuando decidís publicarlas las terminás. Es muy parecido al proceso de la canción.” Respecto de ambas disciplinas, no reconoce un método: “Yo no soy a priori artista. Yo hago cosas. No digo: voy a hacer una canción… Yo escribo y las canciones también han salido. Ceylán y esto son hermanos. Algunas te das cuenta de que son canciones y otras letras que son poesía. Hay algo que lo lleva a ser cantado. Podría ser un poema, pero también tiene ese plus. A veces es mayor sencillez lo que precisa la canción. Que apunte a un tema único. O esas son para mí las pautas de canción. Quizá más concreto. Más definido el tema. La poesía tiene otra libertad y otras reglas. Y también trabaja el espacio visual. Cómo diseñarlo en la hoja”. Cingolani cree que como Gancho, Ceylán es “una apuesta nueva. Porque siempre hice rock y Ceylán no lo es”.
El “antilibro” se puede conseguir en Malisia. “Contiene mis congojas de siempre o las cosas que resuenan dentro. Hay algo que está siempre y es la casa. La figura de la casa va a aparecer una y otra vez. Hay algo íntimo, pero concreto. Entre lo cotidiano y lo siniestro. Creo que serían dos líneas. Lo siniestro dentro de lo cotidiano. Lo siniestro que tenemos dentro, que es lo que te molesta, lo que te pone en crisis. ¿Y de qué otras cosas vas a escribir, si no son esas cosas que están circulando sin sentido, sin control, pero que son las que finalmente te hace pensar? A eso lo llamo lo siniestro. En un poema hablo de eso, aunque lo llamo lo diabólico, porque hace que el círculo no cierre, que la cuenta no dé. Por lo bajo siempre hay un río de cosas que no controlamos”.
¿Es eso la poesía?
La poesía es ese número que no cierra. Por eso no tiene mensaje. No se propone cerrar sino abrir. Yo no creo tener control total ni de lo que digo. A veces descubro que lo que estaba diciendo yo no sabía. Hay una confianza en que el poema habla. No sé si es exactamente que yo estuve pensando en decir tal cosa.