Por Héctor Bernardo
Donald Trump, un multimillonario sexista, autoritario, racista y que se enorgullece de su ignorancia, fue el elegido por la mayoría de los norteamericanos para ser presidente por los próximo cuatro años. El imperio se quita el maquillaje y muestra su rostro más bestial.
La preocupación mayor no es que Trump le haya ganado a Hillary Clinton, con quien había más diferencias de formas que de fondo, sino que la mayoría de los estadounidenses se hayan sentido identificados con el discurso cargado de agresión y discriminación del candidato republicano.
En un sistema organizado para no escapar del bipartidismo entre demócratas y republicanos, en el que el candidato más votado no necesariamente es el que es elegido presidente (como sucedió en el 2000 entre Al Gore y Bush) y en el que la participación política suele ser sumamente baja, los norteamericanos llevaron a hasta el final a dos de las peores expresiones del sistema: Hillary Clinton y Donald Trump. Una mujer que se ha convertido en un símbolo del crimen de guerra y un magnate que representa lo peor del sentido común.
La posición de Hillary Clinton contra Cuba y Venezuela, el apoyo a la guerra en Afganistán e Irak y su participación como secretaria de Estado en lo que se denominó “Las primaveras Árabes” que, a la distancia, no parecen ya tan “primaverales”, su rol en la invasión a Libia, el derrocamiento y posterior asesinato brutal de Muammar Kadafi, sus estrechos vínculos con el Estado Islámico, su apoyo al bombardeo a Siria, su rol en los golpes parlamentarios contra Fernando Lugo en Paraguay y Manuel Zelaya en Honduras, como así también en el fallido intento de derrocar al presidente Rafael Correa en Ecuador, no son datos para olvidar. Ni tampoco la participación de la embajada norteamericana, durante el Gobierno demócrata de Barack Obama, en el golpe de Estado en Brasil y en los procesos de desestabilización contra los Gobiernos de Evo Morales en Bolivia, Daniel Ortega en Nicaragua, Nicolás Maduro en Venezuela y los ataques contra el ex Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner en Argentina.
Por su parte, Donald Trump se muestra como una bestia en estado puro. Sin máscaras ni maquillaje, lo peor de la sociedad norteamericana aparece en los discursos del hoy presidente de los Estados Unidos. Sus grandes promesas de campaña tienen como eje el discurso racista. La construcción de un muro que separe totalmente a Estados Unidos de México (que además, asegura, se lo hará pagar a los mexicanos), la expulsión de todo inmigrante latino indocumentado y la prohibición de la entrada de musulmanes a Estados Unidos, fueron sus principales promesas electorales. Cada una de las expresiones de Trump tendía a estigmatizar a los inmigrantes, las mujeres y los pobres.
Trump no sólo le ganó a Clinton: las encuestas volvieron a mostrarse como las grandes derrotadas de estas elecciones. Apenas tres semanas atrás auguraban una amplia ventaja de la candidata demócrata, pero al acercarse la fecha de votación aseguraron que ese margen se iba reduciendo. Las posibilidades son dos: o los métodos de medición son obsoletos, o se trató (una vez más) de una gran mentira con la intención de genera tendencia y al acercarse el momento de la definición empezaron a mostrar un poco más los números reales para no quedar tan expuestas. De una forma o de otra, mostraron su inutilidad.
El multimillonario, cuya fortuna declarada ronda los 4.500 millones de dólares, quien se jacta de maltratar a las mujeres, que no oculta su mirada racista y que los medios convirtieron primero en estrella y luego demonizaron, fue el elegido por la mayoría de los estadounidenses para gobernar el país más poderoso del mundo. Trump es el nuevo presidente de los Estados Unidos. “El sueño americano” puede convertirse, una vez más, en la pesadilla del mundo.