Por Daniel Cecchini
«Libertad a los ocho ya», decían con profusos signos de admiración los cartelitos artesanales pegados en los parabrisas de los autos utilizados en la marcha del miércoles pasado. La escena chocaba por lo incongruente: la manifestación era de uniformados, los autos eran patrulleros del Comando de Patrullas Comunitario de La Plata y los ocho cuya liberación se exigía son los policías imputados en el “suicidio” más extraño del que se haya tenido noticia en mucho tiempo.
El suicidado se llamaba Juan Martín Yalet, un ladrón capturado con las manos en la masa cuando pretendía asaltar a una mujer que sacaba el auto del garaje. Un vecino dio aviso y rápidamente llegó una jauría de patrulleros del Comando y de la bonaerense. Yalet pretendió escapar por los fondos de la casa, pero fue fácilmente reducido. Antes de ser capturado, el chorro arrojó la pistola con la que había amenazado a la mujer, una Bersa calibre 22 que fue recuperada por la Policía.
Hasta ahí todo iba de maravillas, tanto que la historia podría haberse utilizado en un spot de esos en los que el gobernador Daniel Scioli se jacta de las bondades de su política de seguridad, donde los policías se multiplican con más generosidad que los panes del Señor.
Sin embargo, la historia sufrió un giro más que brusco. Ya sometido por la Policía, el hombre fue palpado de armas, luego fue esposado con las manos en la espalda y subido a un patrullero del Comando para conducirlo a la Comisaría 9ª de La Plata. Una cuadra después, Yalet estaba muerto en el asiento trasero del auto con un balazo de 9 milímetros en la cabeza.
La versión que la Policía dio a la fiscal que entiende en la causa, Betina Lacki, es que Yalet se liberó de las esposas, sacó una 9 milímetros que llevaba escondida entre sus ropas –y que resultó ser un arma robada a un policía el 1º de agosto pasado– y se suicidó ipso facto.
Para corroborar la historia, los policías buscaron un testigo. El afortunado fue un vigilador privado que justo bajaba de un colectivo y a quien le mostraron la pistola manchada de sangre y le exigieron que brindara testimonio. Como el hombre se negó, empezaron a pegarle. Cuando se cansaron, le dijeron “ahora vas a saber lo que es bueno”, lo subieron a otro patrullero y lo llevaron a la Comisaría 9ª –un lugar señalizado hace poco como sitio de la memoria, ya que allí funcionó un centro clandestino de detención y tortura durante la dictadura–, donde le siguieron dando para que tenga y para que guarde hasta la madrugada siguiente, cuando lo liberaron.
Tan creíble le resultó la historia policial a la fiscal, que ordenó la detención de ocho de los uniformados. Ahora, sus camaradas de gorra reclaman que los ponga en libertad.
Esta columna podría titularse “La cara estúpida de la impunidad”, pero sería un error. Construir una versión tan bizarra para encubrir un crimen no es resultado de la estupidez, sino de una práctica obscena de quienes creen que nunca serán castigados.
Cuarenta años atrás, para esta misma Policía, seguramente Yalet habría sido un subversivo muerto en un “enfrentamiento con las fuerzas legales”.
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