Search
Close this search box.
Search
Close this search box.

Inconmensurable

Por Milagros Aldana Sánchez Girard

Entró dejando caer la capucha de su túnica gris. Su ovalada cabeza calva, en pleno desarrollo, quedó expuesta al igual que su rostro, así como lo harían un poco más adelante sus intenciones.

La pequeña estaba estática mirando la situación que se presentaba ante sus ojos. Su madre recostada, tapada por apenas algún andrajo, en ese tugurio al que ellas llamaban hogar; hacía un movimiento para observar al recién llegado. Con la cabellera toda revuelta, una expresión de alivio, quizás, resonó en sus facciones. Él se acercó, le miraba fijamente la panza, parecía trastornado por aquella imagen. La niña, apenas alzó la voz para preguntar

-¿Por qué querés tocar a mi mamá?

Hizo caso omiso a las palabras, sus ojos, su mente, ya estaban perdidos.

La piel se le tensó, era tan fina como una lámina. Los meses habían pasado en cuestión de segundos y el bulto del vientre era cada vez mayor. Una silla de ruedas toda ornamentada intentaba traspasar esa delgada capa de piel a toda costa, estaba deseosa de salir a la luz. Él se regocijaba con la visión. Era el momento.

En territorio del visitante, la mujer parecía ya cercana al tiempo de parto, se la veía de acuerdo con la situación que atravesaba su vida y la de su hija. La pequeña era sólo la observadora imperturbable del transcurso de los hechos, a escasos metros de su progenitora, quien se hallaba sentada en una silla de ruedas toda ornamentada.

El estado inmaculado del establo en el que se encontraban no era más que repulsivo. No se atisbaban puertas ni de entrada ni de salida, sólo se veía la existencia de divisiones. Todo en el más pulcro blanco y las únicas personas que se veían eran mujeres, varias de ellas llevaban el uniforme verde de enfermeras.

El niño de la túnica se acercó, sus intenciones aparecían de forma más explícita, posiblemente sólo fuera el morbo enfermizo y desquiciado lo que controlaba su mente. Activó uno de los mecanismos de aquella silla, apresando a la embarazada. No parecía sorprendida. Una vez más activó otro mecanismo. Era el momento. La mujer, sin haber entrado en contracciones y estando visiblemente drogada comenzó a ser forzada a parir. La presión que se le ejercía en la parte superior de la panza sólo hizo más agónico aquello. Gotas de sangre corrían por sus piernas. Ella lo sabía: había perdido al bebé. La desesperación se apoderó de su ser, logró zafarse, logró caminar unos metros. Nadie la detuvo, su hija no la siguió. Sintió que se desgarraba, no podía huir, no podía… se tomó la parte baja de la panza mientras una enfermera se acercaba, mientras más mujeres, desnudas ahora, rodeaban la escena. Había una, una de ellas sin piel, por el resto podía destacar el estado atroz que llevaban. La enfermera amablemente la dejó observar y le hizo notar que jamás podría escapar de allí, sin importar cuántas veces tuviera que volver a esa silla, sin importar cuántas veces tuviera que pasar por el mismo procedimiento, allí sería donde diera a luz a su niño vivo o muerto.


¿Querés leer otro?

–María y el elástico (de Paula Ponce)
Nunca más volvimos a pescar a la laguna
Baltazar
La pistola de juguete, de Roberto Álvarez Mur
Perro viejo, de Manuel Hutchins
El vecino es un oso (de Guillermina Lopumo)

 

SECCIONES