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Invalorable esfuerzo de memoria de sobrevivientes del genocidio

Por Gabriela Calotti

Hoy se realizó la audiencia número 23 del juicio por delitos de lesa humanidad perpetrados en las Brigadas de Investigaciones de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes y El Infierno de Lanús, que se lleva adelante de forma virtual ante el Tribunal Federal Nº 1 de La Plata. En ese marco, se escucharon detallados testimonios que dieron cuenta de la enorme cantidad de personas secuestradas ilegalmente desde el primer día de instauración de la dictadura cívico-militar y del circuito represivo al que eran sometidas las víctimas, no sólo en el sur del Conurbano y en las afueras de La Plata, sino en otros puntos de la provincia y del país.

Néstor Busso, que sufrió dos secuestros y fue obligado a exiliarse en 24 horas, se refirió a la complicidad de jerarcas de la Iglesia católica en ese plan sistemático y a la participación de Monseñor Antonio Plaza y otros capellanes de la policía y del Ejército, y sostuvo que el superior con el que fue en un auto hasta 7 y 50 el 20 de octubre de 1976, que le dio una lección de defensa de la patria y que «me dijo que bajara y no mirara para atrás» antes de sacarme la venda, fue el comisario Miguel Osvaldo Etchecolatz. Reconoció su voz años más tarde en un programa de televisión que conducía el venerado periodista de la dictadura y de la derecha argentinas, Mariano Grondona.

Circuitos represivos en el interior bonaerense

Virgilio César Medina es sobreviviente del Pozo de Banfield, pero también de varios años de cárcel en tiempos de la dictadura. Tenía 34 años y estaba afiliado al Partido Socialista Democrático de Lobos, como su papá. «El 24 de marzo de 1976 en horas de la tarde, estando en el domicilio de mis padres y con la presencia de mi señora y mis hijos, fui detenido por personal de la Policía bonaerense y del Ejército argentino. En una estanciera de la policía me conducen hacia la Comisaría de Lobos». Así empezó Medina su declaración, antes de comenzar a recordar nombres de los primeros detenidos con los que estuvo, un joven de apellido Pastorini, Eduardo Pachamé y el Pachi Delfino.

Vendado, con capucha y esposado, mencionó al agente Pipo (según supo años después) como el uniformado de graduación de quien recibió los primeros golpes, trompadas e insultos. De allí lo llevan en una F100, típica por entonces de las zonas rurales, lo trasladan a Cañuelas o San Miguel del Monte. Allí vio pasar al oficial Roque Cócaro padre, a quien conocía, igual que a Cócaro hijo, de Lobos. Y de allí lo llevan al Pozo de Banfield, según pudo saber después. Simulacro de fusilamiento al llegar y lo dejan en una celda, donde con hilo sisal armó una cuerda e intentó colgarse.

«Estando ahí ya uno siente como una persecución interior y yo no me sentía bien, y uno tiene temor de lo que viene, de las preguntas y de nombrar gente conocida de uno y que al nombrarla tendría problemas», precisó antes de confesar que su intento de poner fin a su vida había fallado: «no se cumplió lo que yo quería».

En otras celdas había «bastante gente: hombres y mujeres» que podían conversar. «Yo tenía un hambre que volaba». Alguien le convidó un día mate cocido y un pedazo de pan. «Aproveché para pedirles que si alguno salía avisara a mis familiares que estaba con vida. Que avisaran a la farmacia Lobos. Esas personas eran todos familiares del Doctor Cámpora», afirmó.

Allí lo sometieron a tortura con picana eléctrica y a un interrogatorio. Fue «bastante feo». «Me hacían preguntas, si conocía a tal o cual. Ni sé los nombres que me decían». Recuerda de aquella sesión de tortura la voz de una persona que «era el mismo oficial que me trasladaba y que me pegó una patada, creo que tenía botines del Ejército, era el oficial Alejandro Duret», puntualizó.

«La tortura también era psicológica, porque uno también podía escuchar los gritos de las personas que eran jovencitos y a veces gritaba alguno a la noche como voces perdidas, como idos, y uno escuchaba esos gritos que taladraban, ‘mamáaaaa’, ‘papáaaaa’», contó Medina.

Días después se apersonaron dos oficiales del Ejército, los tenientes Alejandro Duret y Vidal, ambos integrantes de los comandos operativos de la sección 125 con asiento en Azul y al mando del teniente coronel Pedro Pablo Mansilla. En otra F100 hicieron un largo trayecto, recuerda, hasta una dependencia de la Policía Federal de esa ciudad. Allí permaneció dos días, donde gracias a las gestiones que sus familiares y su suegro hicieron incesantemente lograron que estos le llevaran comida. Ahí se enteró de que había otro «Medina de Lobos».

«Yo no sabía que a mi padre también lo habían detenido», aseguró, y con la mirada hacia abajo de angustia relató brevemente el encuentro con su padre. Con ellos estuvieron secuestrados Sobrero, Delfino y Alonso. «Había muchos compañeros de la Juventud Peronista, otros socialistas, otros comunistas. Ahí estuvimos tres meses y teníamos visita», explicó refiriéndose a las condiciones de esa detención ilegal.

Con su padre y otros compañeros los llevaron a la cárcel de Sierra Chica. «Tétrico. Ahí estuve tres años», resumió, antes de aclarar que «felizmente a mi padre a los seis meses le dieron la libertad». De allí en aviones Hércules los llevaron a la Unidad 9 de La Plata, de donde salió el 18 de julio de 1980.
Medina, que trabajaba en el Teatro General San Martín en Capital Federal, quería recuperar su trabajo. Contó que en el Ministerio del Interior le dieron un certificado constatando que había estado «detenido a disposición del Poder Ejecutivo sin ninguna causa en absoluto […] Todavía tengo ese papel», relató al Tribunal.

Para Virgilio Medina «la familia es la que verdaderamente sufre la prisión, sufre todo el peso social, el manoseo». Luego indicó que a su mujer, que era docente, la vigilaban permanentemente, le allanaron dos o tres veces la casa, rodeándola con tanques y tanquetas, sin hablar de las requisas denigrantes a ella y sus hijos en las unidades penitenciarias.

«Es muy triste todo eso y deja huellas en todos», sostuvo. «Seguramente a consecuencia de esto y de otras cosas, una de las hijas nuestras se suicidó y quedó el nene de ella que lo criamos nosotros desde muy chiquito, se llama Vicente», dijo ante un auditorio literalmente mudo.

Lo macabro es que en los interrogatorios no le preguntaban por gente de Lobos, respondió Medina ante una pregunta del abogado querellante Pablo Llonto. Medina conocía a Luis Oscar «Pato» Lacoste, amigo de la infancia y profesor de literatura en Lobos, secuestrado el 15 de octubre, quien sigue desaparecido.

Pregunta habitual de uno de los abogados defensores fue saber cómo había llegado a la conclusión de que había estado en el Pozo de Banfield. Entonces Medina le enumeró las características del lugar y le respondió: «Todas esas cosas después, cuando pasa todo eso y uno se reúne con otras personas en el patio de una cárcel o en libertad, alguien le dice ‘eso puede ser el Pozo de Banfield’, más cuando le dije que había esas personas que eran parientes del Dr. Cámpora».

A Duret recuerda haberlo visto cuando lo sacó de la celda, «tez blanca, bigotes y pelo colorado». «Fue el mismo que detuvo a (Carlos) Labolita en Las Flores. Pude reconocerlo nuevamente por las fotos que salieron en Página 12 y ahí corroboro lo que me decía mi señora. Y corroboro el nombre Alejandro Duret», sostuvo Medina.


Néstor Busso, sobreviviente del Pozo de Quilmes

En 1976 Néstor vivía en La Plata, tenía 25 años, estudiaba Ingeniería Eléctrica y estaba casado con Olga María Castro. Tenían dos hijos, Pablo y Mariana, de diez meses y tres años. Trabaja en un centro de documentación donde recopilaban «información sobre el compromiso de sectores cristianos con los más pobres y sobre la Iglesia latinoamericana. Lo que en ese momento era doctrina de la Iglesia católica, ‘audazmente comprometida con la liberación de todo el hombre y todos los hombres’, según recuerdo», explicó al Tribunal.

En 50 entre 22 y 23 «teníamos una imprenta» donde hacían impresiones de tipo comercial, gracias a las cuales vivían, precisó Busso durante su declaración virtual que brindó desde el sitio de la memoria Eduardo «Bachi» Chironi en Viedma, donde reside desde 1983.

Fue secuestrado el 12 de agosto de 1976 cerca del mediodía. «Estaba trabajado en la imprenta, solo en el local, cuando irrumpieron hombres uniformados del Ejército y la voz de mando fue ‘bajen todo’», relató. «Yo tenía un guardapolvo gris. Me taparon, me sacaron y me tiraron al suelo de un camión o camioneta», describió.

Muy cerquita funcionaba el Regimiento VII de Infantería. Allí iría su esposa muchas veces para pedir por él, hasta que en algún momento un conscripto le dijo que fuera a la Comisaría 8ª, ubicada en 7 y 74.

Ya en la camioneta le empezaron a preguntar por las publicaciones que hacían, pero al día siguiente, ya en la comisaría, vendado y con las manos atadas le hicieron un interrogatorio con amenazas, gritos y golpes, sobre cuestiones más puntuales de las publicaciones y sobre los obispos Jaime De Nevares (de Neuquén) y Elder Cámara (de Brasil). «Estaban obsesionados». Más tarde explicó que De Nevares hizo intensas gestiones por su vida, inclusive ante el Vaticano.

En el calabozo se encontró con dos jóvenes, uno de apellido Negro, que había sido detenido en Neuquén por la Policía Federal. Los habían llevado a Arana y a la Brigada de Investigaciones de Quilmes. Luego a la 8ª de La Plata. Allí él recibió la visita de su esposa y sus padres, y del sacerdote Hugo Sidotti, amigo de la familia.

El 31 de agosto lo liberaron y le entregaron un certificado del Ejército argentino área operacional 113, que decía que había estado detenido por averiguación de antecedentes. Lo llevaron en auto hasta su casa en 3 y 42, pero esa misma noche lo volvieron a secuestrar.

Hombres envueltos en bufandas, pasamontañas, gorras y armas largas lo subieron a un Torino. Después de circular un rato entran en una calle de tierra. «Me llevan a una sala donde hay un interrogatorio duro, diría hoy ‘rayano en lo absurdo’, porque no tenían ningún dato sobre mi persona. ‘Dónde tenés los fierros’, ‘cuál es tu nombre de guerra’, ‘cuáles son tus conexiones’», precisó.

Después le sacaron la ropa, lo sentaron en un elástico. Sintió una vibración pero no «me llegaron a aplicar picana eléctrica». Allí estuvo 10 días. «Durante la noche se escuchaba mucho movimiento, sacaban compañeros y los llevaban a esa sala muy cercana, de donde provenían gritos de tortura. Ponían música o radio a volumen alto para no escuchar. Ese lugar una vez por día se escuchaba el ruido de un tren a cierta distancia y evidentemente estaba en zona de campo», afirmó en coincidencia con otras declaraciones que así describieron el Pozo de Arana.

Hacia el 10 u 11 de septiembre lo sacaron de allí en la caja de una camioneta con otras dos personas y una chica rumbo a la Brigada de Investigaciones de Quilmes. Él pudo ver debajo de las vendas el escudo blanco de la Policía bonaerense que así lo indicaba.

Una de las personas era de nombre Abel, que era maestro o profesor de música, quien colaboraba o trabajaba en el Hospital de Niños y en una escuela en diagonal 73 y 23 o 22, y una pareja muy joven.

«A mí me hacen subir una escalera angosta tipo caracol. Subo tres pisos y el que me llevaba me dijo ‘de acá te vas al cielo’. Ahí cuando llegamos arriba hay un chequeo de la gente del lugar. Ahí uno de ellos me roba la alianza y la campera que tenía», relató.

«Una noche se los llevaron a esos tres y quedé uno o dos días, aparentemente estaba solo, al menos en ese tercer piso. Después empieza a llegar mucha gente», recordó. Las guardias rotaban cada tres días.

Pudo confirmar que estaba en el Pozo de Quilmes porque se veía el techo rojo del Hospital en la otra manzana, se veían las viejas chimeneas de la cervecería y los domingos se escuchaba ruido de una cancha.

Un día apareció alguien que era tratado como jefe. «Abren la celda y me pregunta cómo estoy […] veo unos zapatos brillosos, como alguien bien vestido». Al día siguiente le permitieron asearse y le dieron una bolsa de dormir. Era hacia el 5 de octubre.

Desde la ventanita del baño de su celda veía los calabozos de enfrente y podía comunicarse por señas con los otros detenidos. «Había uno que hablaba de la comida que hacía su abuelita, otro cuya familia tenía una casa de material de tergopol en Tolosa», y otro al que «trajeron un día y hubo mucho movimiento y se vanagloriaban entre los carceleros de que ahí tenían un cuadro del ERP y eso era un trofeo. Él gritaba, dijo que había sido baleado en La Plata en 54 entre 7 y 8. Yo dije esto en mi declaración en la Causa 13 y cuando terminé mi declaración apareció alguien y me dijo ‘ese que vos indicaste es Osvaldo Buceto’».

«El último día que estuve en ese lugar me volvieron a una de las celdas pequeñas donde estuve varias horas con Gustavo Calotti, en ese momento era bastante menor que yo. Tendría 17 o 18 años. Trabajaba en la Policía de la provincia de Buenos Aires. Lo habían detenido o secuestrado en el mismo edificio de la jefatura. Tenía la madre o varios familiares policías. Me llevaron con él y me dijeron ‘ustedes están en la misma situación’, y fue con la única persona con la cual pude conversar varias horas, compartiendo ese pequeño calabozo».

Varios familiares de Gustavo Calotti eran empleados administrativos en la Jefatura. Fueron amenazados, obligados a renunciar y su casa allanada la noche de su secuestro, el 8 de septiembre de 1976.

A Néstor Busso lo fueron a buscar al día siguiente. Le pidieron que se arreglara un poco. Lo subieron en el asiento trasero de un auto y lo llevaron a la Brigada de Investigaciones de La Plata.

Hacia el 20 de octubre «me sacan en un Falcon o un Torino y después de unos minutos sube alguien (nota de la redactora: a su lado en el asiento trasero) al que ellos trataron con mucho respeto. Ese hombre me empezó a dar un sermón: que yo colaboraba con la subversión, que ellos defendían la patria, que yo iba a salir en libertad y que tenía 24 hs para salir del país. ‘Si no te vas en 24 y te volvemos a encontrar, sos boleta’, me dijo […] Me daba cuenta de que circulábamos por el centro de la ciudad. Yo no sabía si me iban a matar o me iban a liberar».

En un momento «este hombre me sacó la venda […] y me dijo que bajara del auto. ‘Caminá y no mirés para atrás’, y me dio un empujón. Salí y caminé pocos metros por 7 desde 50 hacia 49, y lo encontré a mi papá que estaba en esa esquina. Después supe que ese día le habían avisado a mi familia».

Años después de su regreso al país del exilio en Brasil, reconoció la voz de aquel superior que lo había conminado a dejar el país en un auto en el centro de la ciudad. «Reconozco la voz de ese señor años después en un programa de televisión. Reconozco la voz de Etchecolatz, su forma de discurso, su forma de hablar […] Estoy convencido de que quien estaba en el auto en el momento de mi liberación era el comisario Etchecolatz», sostuvo ante el Tribunal.

Fue en un «infame programa conducido por el señor Grondona donde carearon al genocida Etchecolatz con el maestro Alfredo Bravo […] Mientras escuchaba hablar a este señor Etchecolatz me resonó esa voz y la identifiqué con mucha claridad. Cada vez que ha hablado, repite el mismo discurso que me hizo aquella noche del 20 de octubre del 76», subrayó Busso.

Alfredo Bravo había sido secuestrado el 8 de septiembre de 1977 torturado durante 10 días por el propio Etchecolatz. En julio del 78 obtuvo la libertad vigilada. Seis años después de aquel programa de televisión fatídico murió de un paro cardíaco, el 26 de mayo de 2003.

Durante el secuestro de Busso su familia hizo numerosas gestiones a través de la Gobernación, a cargo de Ibérico Saint Jean, y de la Iglesia católica. El propio párroco de la Catedral, el padre Montes, «le había dicho a mi familia en nombre de Monseñor Plaza que yo estaba vivo y que iba a salir en libertad». También hicieron gestiones ante la justicia. «Presentaron un Hábeas Corpus ante el juez Leopoldo Russo, que lo rechazó».

«Quiero decir esto porque ese Poder Judicial recibió la información de que yo había sido secuestrado y lo que hizo fue rechazar el Hábeas Corpus y estamos 45 años después analizando lo sucedido», sostuvo Busso ante el Tribunal.

Al constituirse la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en diciembre de 1983, de la cual formaba parte De Nevares, Busso le envió un detallado informe de lo que había vivido y un croquis del Pozo de Quilmes. A fines del 84 pudieron hacer un primer reconocimiento parcial de ese CCD.

El abogado defensor de Etchecolatz, Gastón Barreiro, le preguntó a Busso en qué año había reconocido la voz del imputado, como poniendo en duda que la memoria pueda ser tan sensible. «Pasaron todos esos años pero hay cosas que quedan guardadas en la memoria. Uno las incorpora al ser. Esa voz no la olvido. Esa voz está registrada, no sólo en el timbre de voz sino en su discurso, contenido y sentido», sostuvo.

Busso agradeció a quienes siguen trabajando por memoria, verdad y justicia. «Mi testimonio es por los 30 mil compañeros desaparecidos presentes», concluyó, emocionado, este hombre que declaró también en 1985 en el Juicio a las Juntas, en los Juicios por la Verdad y en el juicio Circuito Camps en 2011.

Evita, la hija de Rosa Elena y de Jorge

Orgullosa de sus padres, a quienes ya no tiene, Eva Romina Benvenutto declaró el martes ante el Tribunal Federal en este juicio oral y público, vía digital por la pandemia, ante quienes agradeció «desde lo más profundo de mi corazón a los sobrevivientes, porque gracias a sus relatos los hijos y los familiares podemos ir reconstruyendo nuestra propia historia y para poder seguir construyendo memoria».

Sus padres militaban en el PJ de Ensenada. Habían abierto una Unidad Básica, donde funcionaba una guardería y una sala de primeros auxilios, en la zona del Barrio Mosconi y de Villa Tranquila. Además, su mamá estudiaba en la Facultad de Medicina y su papá trabajaba en el comedor de esa facultad. Rosa Elena tenía 23 años, Jorge Omar tenía 24 y ella un año y medio.

Gracias a familiares y compañeras y compañeros, Eva, que integra la agrupación HIJOS, logró reconstruir que «cuando la cosa se puso fea» sus padres se fueron a vivir con ella al fondo de Punta Lara.

El primer allanamiento fue en la casa de sus abuelos, en Punta Lara. Esa noche de julio del 76, su tío Oscar, un adolescente de 15 años, se entregó para que no se llevaran a su papá, el abuelo de Eva. Su tío estuvo secuestrado en Arana junto con Raúl Romano, a quien torturaban preguntándole por Jorge Benvenutto.

A los dos días lo dejaron en un descampado, le hicieron un simulacro de fusilamiento y le dijeron que contara hasta 100. «No conté hasta cien, sino hasta que amaneció», le dijo su tío, que logró llegar en micro hasta Ensenada.

Su padre pensaba entregarse para que liberaran a su hermano y le había dicho a su padre «lo único que te voy a pedir es que me cuides a Evita», contó acongojada. Su padre no tuvo que entregarse pues el 23 de julio de 1976 a la madrugada entraron a su casa. Se los llevaron en un auto.

A ella la rescataron unos vecinos y su abuelo logró llevársela de la Comisaría. El 26 de septiembre se enteraron por la madre de Patricia Pozzo, otra sobreviviente, que Rosa Elena estaba en la Comisaría de Valentín Alsina. De allí fue a Olmos y luego a la cárcel de Devoto.

Eva Romina contó que hace muy poco se enteró de que su mamá había estado en Arana con otro sobreviviente, Walter Docters, «por un libro que él escribió» y que presentó en Ensenada. «Esa fue una de las pruebas concretas de que mi mamá había estado en Arana, y después por el relato de Patricia y Mario (Colonna) supe que mi mamá había estado en el Pozo de Quilmes», precisó.

Su mamá falleció en un accidente de auto en 1980. Su papá sigue desaparecido. «De mi papá lo último que supe fue lo que contó mi mamá a su cuñada. Que después del secuestro estuvieron en un mismo lugar, vendados, encapuchados. Una madrugada ella le pidió a un guardiacárcel verlo. Lo pudo ver. Él estaba ya muy golpeado y le dijo que no iba a salir y que ella sí, para poder cuidarme […] fue la última vez que ellos estuvieron», contó Eva antes de quedarse en silencio por unos segundos.

«Pido justicia por los que no están, por los que están, por los 30 mil y por los crímenes de lesa humanidad, nunca más», sentenció Eva Romina Benvenutto.

El pormenorizado relato de Mario Colonna

El 30 de julio de 1976 a la madrugada, Mario Colonna, de 27 años, y su hermano Juan Carlos, de 22 años, que permanece desaparecido, fueron detenidos de su departamento en La Plata, donde él estudiaba Medicina. Esa noche en su casa estaba Carolina de Lugones, madre de un compañero de estudios, David, oriundo de Neuquén, que estaba preso en la Unidad 9. Su compañera Graciela se había ido a Coronel Dorrego pues estaba por dar a luz a su segunda hija.

Durante el violento allanamiento en su casa de 68 les robaron plata, libros, ropa. «Nos sacan de la casa a los golpes y vendados. A mí me suben en un vehículo grande. Me meten entre dos personas. ‘Si no tenés nada que ver el coronel te va a hacer unas preguntas y te vamos a largar’, me respondieron cuando pregunté por qué me detenían».

Según su relato los llevaron a Arana en 5 o 6 vehículos, porque habían «levantado» más gente. Mario y su hermano eran peronistas y él trabajaba en el frigorífico Swift.

Allí lo someten a tortura y le preguntan por compañeros de la Unidad Básica del barrio El Churrasco. En Arana también están otros militantes de ese barrio: Juan Carlos Perego, Pablo Genasi, Juan Carlos Tonil, y otros que traen del barrio Solano de Quilmes, como Víctor Taverno, su mujer que estaba embarazada, Juan Carlos Bordón, su hermana y un chico al que le decían «El Paraguayo».

Junto a Patricia Pozzo los llevan a la Brigada de Quilmes. Allí también estaban Juan Carlos Stremi y Alfredo Fernández. «En Arana pasamos del 30 de julio hasta el 8 de agosto por la tarde, después de los partidos ponían la radio a todo volumen para que no se escucharan los gritos». En la caja de una camioneta los llevaron al Pozo de Quilmes, que describió en coincidencia con otros testimonios.

«Me metieron en un calabozo a mí solo. Sufro mucho el frío de los pies y para mí era una tortura. Es una tortura hoy en día. Comencé a caminar tocando las paredes. Me desaté y me saqué la venda. No se veía nada hasta que distinguí que había papeles pegados en la pared de la celda. Así que los fui arrancando y me hice una plantilla de papel, fui tomando calor en los pies y concilié un poco el sueño», recordó de aquella primera noche en el Pozo de Quilmes.

Diez días después los trasladaron a la Comisaría de Valentín Alsina, desde donde pudieron avisar a sus familias, y fue allí donde conoció a su hija siendo una bebé, contó Colonna antes de reclamar que se investiguen «los libros de las comisarías, porque todo está escrito y hay libros que no los han quemado».

Del 14 de diciembre de 1976 hasta el 29 de mayo de 1979 estuvo en la Unidad 9 de La Plata, y de ahí al penal de Caseros, donde fue interrogado por el capellán de la cárcel, Cacabello, por el teniente Sánchez Toranzo y el director del penal. «El fin era que firmáramos una carta de arrepentimiento y que denunciáramos la violencia que estas organizaciones habían cometido», expresó Colonna. «Yo le respondí que la violencia que tenía que repudiar era la que habían ejercido sobre nosotros, sobre mí y mi hermano».

En Caseros se encontró con otros compañeros de militancia, entre estos Carlos Kunkel, a quien conocía por su pertenencia a la FURN (Federación Universitaria para la Revolución Nacional).

En su declaración, Colonna precisó que recibieron la visita de una comisión de la Cruz Roja Internacional, tras la cual mejoraron sus condiciones carcelarias. En agosto de 1980 los volvieron a llevar a La Plata, donde van al pabellón con otros detenidos como Alberto Conca, Ramón Rosas, Corregidor, y se encuentran con Jorga Taiana y Horacio Gea. Relató también el momento en el que Adolfo Pérez Esquivel, galardonado en 1980 con el Premio Nobel de la Paz, llegó a la U9.

A fines de noviembre le otorgan la libertad vigilada y se van a Coronel Dorrego con su esposa. En junio de 1981 obtiene la libertad y decide viajar a Neuquén. «Ahí se termina mi historia. La historia de preso», dijo al concluir su testimonio Mario Colonna, que reclamó «un repudio universal».

Domínguez Matheu y Enrique Barre fueron dos de los 18 imputados en este juicio que tuvieron el martes la cámara encendida desde sus casas, donde cumplen domiciliaria.

El juicio por los delitos perpetrados en los Pozos de Banfield, Quilmes y Lanús comenzó el 27 de octubre de 2020, 45 años después de aquel horror. El proceso llegó a juicio unificando varias causas que suman 442 casos. Se esperan 481 testimonios de sobrevivientes y familiares. Por estos crímenes aberrantes sólo hay 18 imputados, de los cuales apenas dos están en la cárcel, Miguel Osvaldo Etchecolatz, mano derecha de Camps, y Jorge Di Pasquale.

La audiencia puede seguirse en vivo por diversas plataformas, entre ellas el canal de YouTube de La Retaguardia y el Facebook de la Comisión Provincial por la Memoria.

La próxima audiencia será el martes 27 de abril a las 9:30.

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