Por Ramiro García Morete
“Mi vieja y dos o tres amigos… Valentina, Lalo y Michael…” Al parecer -o así lo evoca- aquellas exposiciones no eran muy convocantes. Aún cuando coronaran el intenso trabajo de cinco o seis meses dedicados a un cuadro de un metro por un metro. Por entonces no había mudado su pequeño taller al que fuera su cuarto ni relegado comodidad para ir a dormir al garaje como hoy, aún en la misma casa cercana a Plaza Irigoyen. Surrealistas será la manera más rápida de definir aquellos cuadros seguramente inspirados por Magritte o Dalí.
Y por aquel de dos o tres colores cuyo autor o autora ignora. Como era costumbre, el niño de diez años se acercó por su cuenta al Centro Cultural Islas Malvinas y lo que vio lo hizo “flashear”. Allí mismo había expuesto un par de años antes aquel hombre con forma de cepillo en la cabeza -o algo así-, producto de un temprano taller.
Y es que “de juguete pedía una libreta, unos colores, siempre por ahí”, recordará. “Bombero y dibujante”, era su deseo de niño. “No sabía si era dibujar, pintar, hacer cine… había algo del lenguaje visual que me motivaba”, especificará pensando en ese pibe que se quedaba dibujando al borde de la cancha mientras sus amigos jugaban al fútbol. El mismo que se fascinaría por los comics y héroes como Spawn así como lo había hecho con Coraje, el perro cobarde, de Cartoon Network.
Pero aquel misterioso cuadro, en cierta forma, lo marcaría hasta no hace mucho. Tres años atrás, digamos. Necesitaba cambiar algo… sacar algo. Literalmente. Cierta necesidad de renovarse artísticamente coincidía con el agotamiento de esa repetida situación de poca circulación. La respuesta, como tantas veces, estaría en la calle.
Más precisamente en 16 y 56. Hacía tiempo que tenía ganas de pintar un mural y el visto bueno del dueño de esa pared abriría un campo a explorar. Aquella simbología entremezclada quedaría a un lado para combinar elementos urbanos contemporáneos y personajes dominantes sobre colores planos y bajo el lógico impacto del arte pop. Pero sin perder recursos como las viñetas de los comics o algo que se convertiría en una suerte de marca: tramas como las de los viejos empapelados victorianos. “Se usaban en los interiores para marcar un status de poder. La idea era sacarlo afuera”, explicará. Entre látex, esmalte, aerosol y stencils, las esquinas o paredes se multiplicarían así como su perspectiva del arte. Desde la creación (usando el ilustrador o sin temor a priorizar un poco más el diseño y no tanto la técnica) hasta su divulgación: en locales, en las redes o en posters. Y principalmente la calle, ese universo posible que se abrió para Jeremías Milles cuando decidió saltar -precisamente- su propia pared.
“Yo pasé por varios estilos. Empecé con los cuadros realistas y ahora dije: vamos a encarar el mural. Hice algo que sea más fácil de leer, a la pasada, cuando pasás con el auto…”, introduce el artista. “Uso muchos elementos que todos conocemos. Todo referido a esta misma época. Y los pongo en relación entre sí para generar un discurso. Este elemento acá está diciendo algo. No es lo mismo poner un árbol dentro de un bosque que dentro de una caja fuerte. El mensaje es otro”.
“Necesitaba hacer algo que impacte más -refuerza Milles, quien también hace ilustraciones y que pueden seguir a través de su cuenta @milles.milles.milles-. Más rápido y que me lleve menos tiempo y así poder tener una mayor cantidad de producción. La investigación pasó por lo de las tramas, también la figuración traté de llevarla a lo más simple. Después el estilo se fue puliendo a lo largo de estos años. Algo más fuerte al medio…buscando unas interacciones”. Pero deja en claro: “Para hacer ese mural rápido hice 40 diseños antes. Porque tiene que tener un peso por algún lado. Lo que hice yo es poner el peso más en el diseño que en la técnica, lo opuesto a lo que estaba haciendo antes. Y no estoy ni a un octavo de la imagen final que deseo… Siempre le encuentro errores, le falta laburo. Pero si miro para atrás hay un avance gigante”.
Convocado por muchos locales comerciales de la ciudad para embellecer sus fachadas, reflexiona: “Yo venía con toda esa idea de que el arte es lo que le sale a uno de adentro y no puedo pintar otra cosa porque me estoy traicionando. Después fui entendiendo que es parte del laburo, adaptarse según la necesidad del cliente dentro de lo que uno hace. O sea, yo llego a un arreglo: vamos a hacer algo que te sirva a vos y me sirva a mí. Mezclando lo que tiene en la cabeza el cliente, hacemos el diseño. También te llaman ya sabiendo lo que hacés…”
Respecto a cierta asimilación del arte urbano, comenta: “Hoy se toma distinto en general. También lograron encontrar la funcionalidad en muchos espacios. Se ha encontrado un lugar donde puede funcionar y decir: mirá lo que sería sin un mural. Y sirve para que se entienda que no solo es ir a pintar, sino que se está laburando”.
“Cuando paso y veo un mural lo veo como una etapa. Me acuerdo de la búsqueda de ese momento. Lo más enriquecedor es cómo la gente reinterpreta. En uno de estos murales gente se sacaba selfies, haciendo la misma pose y me mandaba por privado. Me parece súper lindo. Esas devoluciones te hacen sentir que le quedó algo. Me han mandando desde me alegraste la cuadra hasta hiciste una cagada (risas). También es lindo: el muralismo obliga a que la gente opine. No podés no mirarlo”.