Por Florencia Abelleira
En 2011 Cristina Kirchner impulsó el nuevo Estatuto del Peón Rural, ley que amplió los derechos laborales de los trabajadores agrarios. Hasta ese momento, el ente estatal que regulaba el trabajo campesino era el RENATRE, conducido por el Momo Venegas, pero la ley lo suplantó por el nuevo Registro Nacional de Trabajadores y Empleadores Agrarios (RENATEA).
En la época de Venegas, en la provincia de Buenos Aires había sólo dos sedes, una en Junín y otra en Necochea, donde los peones podían hacer sus reclamos. “La otra opción que tenían era presentarse en las oficinas de la Sociedad Rural, es decir que tenían que hacer sus denuncias frente a su jefe directo”, cuenta Gustavo Domínguez, uno de los fiscalizadores del organismo que recorre campo por campo para verificar que los trabajadores agrarios estén en blanco.
En los noventa, el panorama era muy distinto. El INTA apuntaba al productor con dinero, que podía comprar maquinarias y paquetes tecnológicos. Las fiscalizaciones no se hacían desde una entidad estatal, sino desde un buffet de abogados contratados.
A partir de la sanción de esta ley, los derechos laborales de los peones se ampliaron. Ahora se pueden jubilar a los 57 años, su salario no podrá ser menor al mínimo vital y móvil y la jornada laboral no debe superar las ocho horas diarias.
En los noventa, el panorama era muy distinto. El INTA apuntaba al productor con dinero, que podía comprar maquinarias y paquetes tecnológicos. Las fiscalizaciones no se hacían desde una entidad estatal, sino desde un buffet de abogados contratados. “No quedaron constancias ni archivos de ningún tipo, y la poca información que hay es falsa”, se lamenta Domínguez.
Desde que el RENATEA se puso en funcionamiento, ya hay noventa sedes repartidas por la provincia que se encargan principalmente de controlar que sus trabajadores estén en blanco. Pero también funcionan como sedes a donde los pequeños productores de la zona pueden ir a capacitarse, a conocer la situación de otros colegas, a aprender a trabajar colectivamente y, sobre todo, a hacer valer sus derechos.
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“Lo que hacemos acá es militancia”, dice Sebastián Bilyk, uno de los ingenieros agrónomos que forma parte de la Casa del Trabajador Rural, una sede de RENATEA sección La Plata. Allí, los martes y jueves funciona el Plan FinEs para los trabajadores de la zona que necesitan terminar el secundario; también está el programa “Yo sí puedo” para los peones que no saben leer y escribir. Todos los jueves, entre 100 y 150 personas se acercan a realizar trámites de la Anses y el CAJ (Centro de Atención Jurídica). También organizan cursos de capacitaciones, reuniones entre productores y asesoramiento en distintas problemáticas. “Hace poco logramos que unos treinta productores se conformaran como asociación civil –dice Bilyk–, y eso facilita que puedan comprar sus insumos al por mayor para reducir costos, por ejemplo”.
Allí funciona el Plan Fines para los trabajadores de la zona que necesitan terminar el secundario y el programa “Yo sí puedo” para los peones que no saben leer y escribir.
La realidad que encontraron los integrantes del RENATEA de Abasto cuando llegaron a la zona fue un sector de trabajadores agrarios totalmente desarticulado, invisibilizado y carente de derechos. “Los empleados rurales tienen dos sindicatos, pero ambos pasan una vez por mes a cobrar la coima, eso es todo”, explica Gustavo Domínguez. “Lo que ocurre con este sector es que históricamente se caracterizó por el trabajo en negro, los empleados rurales no saben leer ni escribir, los hacen vivir en condiciones lamentables, y para no regularizar su situación utilizan la engañosa figura del ‘mediero’, donde el empleador evita pagar un sueldo y cargas sociales”, agrega.
El mediero es un acuerdo de palabra que es implementado desde siempre en el sector rural y consiste en que el empleador le ofrece quedarse con el 30% de la ganancia de la producción. “El problema es que es trabajo en negro encubierto y encima el empleador engaña al mediero diciéndole que vendió la producción a un precio menor de lo que en realidad lo hizo”, aclara Domínguez.
En lo que va del año, en la zona de Abasto se realizaron cuarenta fiscalizaciones en distintos establecimientos hortícolas, avícolas y florícolas, y se pudieron registrar trabajadores y tramitar jubilaciones a muchos que no conocían el nuevo régimen de trabajo agrario.
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Desde la Casa del Trabajador Rural no sólo intervienen para mejorar la situación de los asalariados. También buscan ser una referencia para los quinteros del cordón hortícola de La Plata, pequeños productores familiares que intentan salir adelante trabajando de sol a sol.
“Cuando un trabajador es despedido, viene a la casa, porque nosotros tenemos un banco de semillas, ingenieros agrónomos que interactúan con ellos, y mediante distintos programas nacionales de ayuda económica los incentivamos a que puedan producir no a costa de otros, sino por sus propios medios”, explica Domínguez.
Tanto es así, que desde esta entidad llevan adelante el Programa de Apoyo Integral para Pequeños Productores. “Es un acompañamiento desde el principio del proceso productivo hasta la puesta en el mercado de la producción”, agrega.
No es casual que la Casa del Trabajador Rural se encuentre en Abasto. “La idea de funcionar acá surgió por la cercanía que se tiene con la gente”, comenta Bilyk. Es que el cordón hortícola platense se caracteriza por estar habitado por quinteros que vienen de Bolivia o Paraguay a probar suerte en nuestro país y necesitan fortalecerse como sector clave en la producción de los alimentos que van a la mesa de los argentinos.
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Jilma Gallardo es oriunda de Tarija, Bolivia, y hace catorce años que vive en Abasto. Luego de trabajar muchos años como mediera, decidió alquilar unas pocas hectáreas y volverse productora agrícola familiar. El emprendimiento duró poco: el dueño de las tierras la maltrataba, los costos eran altos y la redituabilidad nunca llegó.
Hace un tiempo, se instaló en un pequeño terreno con su marido y sus cuatro hijos, con ansias de poder vivir de trabajar la tierra. Quiere comercializar plantines de diferentes verduras. “Estamos arrancando y los chicos de la Casa del Trabajador Rural me están impulsando un montón”, dice.
En el terreno sobresale un invernadero recién terminado. Los nailons, impecables, encierran cuatro hileras de tablones de madera donde irán las bandejas de lechugas, tomates y otras verduras que no se pueden plantar directamente en el suelo.
“Para regar sólo tiene una manguera. Entonces, como el problema del riego lo iba a tener, nosotros le vamos a armar un módulo demostrativo completo para que ella vea cómo funciona y tenga un sistema de riego de punta”, cuenta Sebastián Bilyk.
Son las cinco de la tarde pero el sol es intenso. Sebastián con otro de los ingenieros agrónomos de la Casa del Trabajador ponen manos a la obra. Conectan una manguera a la canilla que provisiona el agua, luego cuelgan sobre los cajones con semillas unos caños y de estos ensamblan unos rociadores. Cuando abren la canilla, el agua cae sobre las plantas como si fuera un vaporizador. El experimento es un éxito y Jilma ríe de felicidad. Sabe que pronto el emprendimiento dará sus frutos.
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