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La deserción, una consecuencia del ajuste en la Universidad

Por Guillermo Paileman, Agustina Tittarelli, Bruno Inchausti 

El ajuste económico afecta directamente la educación superior. Es uno de los sectores a los que el gobierno nacional planea recortarle presupuesto para el próximo año. Pero la crisis también se nota en los alumnos: cada vez son más los estudiantes universitarios que tienen que optar entre trabajar y estudiar, ir menos a clase para poder sostenerse, o directamente volver a la casa de sus padres.

“A los pibes y pibas ya no les da para más el mango, a pesar de las herramientas que implementamos desde la Facultad y el centro, como las becas, las becas de apuntes, programas de finalización, tutorías, acompañamientos. Pero igual no alcanza para contener a todos”, dice Santiago Santos, candidato de la agrupación Rodolfo Walsh de Periodismo.

A fuerza de ajuste, en un año en que la educación universitaria pasó uno de los peores momentos desde la anterior Alianza, la deserción se impuso como uno de los ejes de las elecciones estudiantiles de la Universidad Nacional de La Plata.

Martina, Federico y Juan son tres alumnos de la UNLP, tres testimonios del ajuste en primera persona.

“Tuve que volverme”

Martina Celeri tiene veintidós años, es fanática de Independiente y oriunda de Saladillo, provincia de Buenos Aires. En 2015 llegó a La Plata para estudiar en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social la Tecnicatura Superior en Periodismo Deportivo. Se graduó. Y aunque este año quiso seguir estudiando y se inscribió en la Licenciatura en Comunicación Social, tuvo que abandonar en el segundo cuatrimestre.

“Decidí inscribirme en la Licenciatura por el hecho de que me gusta y quería agrandar mis estudios. Fueron pasando los meses y la situación económica se puso muy difícil, no conseguía trabajo y a mis papás no les resultaba fácil mantenerme”, cuenta a Contexto.

La joven logró estudiar en La Plata con la ayuda del C.E.U.S. (Centro de Estudiantes Universitarios de Saladillo), dependiente de la Municipalidad. “Este Centro de Estudiantes fue creado hace más de sesenta años para que adolescentes como yo, que no tenemos los recursos suficientes para pagar un alojamiento en La Plata, podamos estudiar lo que deseamos”, cuenta.

“En el Centro pagaba un bono contribución por mes más los servicios. La idea era enfocarme en los estudios, ya que mis papás gracias a esto podían mantenerme sin que yo tuviera que trabajar. Este era mi último año en el C.E.U.S., ya que te otorgan la beca los años de la carrera solicitada al entrar (tres años de Periodismo Deportivo). Por eso después ya no pude, lamentablemente tuve que volverme a mi ciudad natal”.

Nacido y criado

Federico Rebozzio es nacido y criado en La Plata. Vivió en el barrio San Carlos hasta que su madre y su padre se separaron. En su infancia en aquel barrio, desde 1994 a 2002, se recuerda tomando la leche por las tardes en el Hogar Pantalón Cortito y yendo al club del trueque a cambiar alguna torta por una bolsa de papas. Aquel paisaje neoliberal pasaba desapercibido para ese niño que se tomaba las ferias en Villa Domínico como un paseo.

Un año después de terminar la secundaria dejó el lugar en el que vivía con su madre y empezó a trabajar. Repartió volantes, trabajó en un chino y en una carnicería. Transitó por distintos barrios de la ciudad, como Los Hornos, La Granja y el barrio Monasterio. A los veintiún años sacó el registro profesional y empezó a laburar en el taxi de su viejo. Desde aquel día –y salvo por un paso fugaz trabajando para un supermercado–, se levanta a las cinco y media de la mañana para tomar el colectivo e ir a buscar el taxi hasta Los Hornos.

Arriba del coche, Federico no sólo siente la crisis por la falta de viajes. En sus recorridos por la ciudad puede ver cómo aumenta la necesidad en las personas, “ves que hay mayor cantidad de gente limpiando vidrios, pibitos chiquititos pidiendo monedas en la calle, y se nota zarpado desde hace tres años para acá”.

Su primer acercamiento a la Universidad fue cuando cursó en la Facultad de Periodismo y Comunicación Social. Ahí no se llevó bien con las materias de escritura y la dejó después de un año de cursada. Al año siguiente se decidió por Trabajo Social por la cercanía que la carrera tiene con los barrios en los que vivió.

Ahora vive en un departamento cerca del Bosque junto a dos compañeros más. Entre los tres se la rebuscan para seguir sus carreras universitarias, trabajar y llegar a pagar un alquiler que ronda los 8.000 pesos. Además de las ocho horas de laburo, se le sumaron las de cursada, que logra acomodar por la flexibilidad que le da tener a su padre como jefe.

Pese a esa posibilidad, este año tuvo que abandonar todas las materias menos la troncal: “llegás de laburar ocho horas y hay que agarrar un libro, hacer un trabajo e ir a cursar. Y ya cuando tenés el estrés de estar pensando que tenés que llegar a fin de mes, y laburar, y laburar…”, dice Federico, que priorizó su salud mental. Otro de los chicos que vive con él atravesó la misma situación, por lo que tuvo que dejar la carrera que cursaba en Periodismo.

Sin embargo, Federico insiste con estudiar. “Te vas dando cuenta de un montón de cosas que fuiste viendo, que se están representando en la calle. Hay textos de historia que te hablan sobre los noventa reflejados en la actualidad.”

“Creo que en estos tiempos duros lo que hace falta es la solidaridad con el otro. Lograr reestructurar los lazos sociales”, concluye.

Pedaleando para seguir

Juan Iglesias arrancó el cuatrimestre cursando tres materias de la carrera de Sociología y hoy sólo sigue con una, por la poca disponibilidad horaria. En realidad no se llama Juan, pero como trabaja en Glovo prefiere no dar su verdadero nombre.

Tiene veintiún años y hace tres que vive en La Plata junto a dos amigos de Mar del Plata, su ciudad natal. Recuerda que la primera mensualidad que le mandaron sus viejos, en 2016, fue de cinco mil pesos, y con la mitad de eso pagaba su alquiler compartido.

Es muy flaco, usa una gorra verde y con una visera corta al estilo Che Guevara, y tiene el pelo rubio por un decolorado casero. Habla de política española como si fuera un militante más de Podemos, se sabe el nombre de la alcaldesa de Madrid y casi llora de emoción cuando asumió Pedro Sánchez como presidente. Pero nunca pisó suelo español.

Es el segundo de cuatro hermanos y a partir de este año sus padres le dijeron que tenía que mantenerse solo, por lo que comenzó a hacer changas en el verano: limpiar piletas, mantenerlas, cortar el pasto, todos pequeños trabajos por los cuales cobraba como máximo 300 pesos cada uno. Hasta que en julio un conocido le comentó sobre Glovo.

No tenía bicicleta, pero pidió una que había descartada, oxidada y olvidada en la casa de su suegro: sin cambios, una mutación entre playera y mountain bike que mandó a arreglar. Le cambiaron ruedas, rayos, cadenas y frenos. Le salió casi dos mil pesos.

Cuando asistió a la segunda entrevista con la multinacional, en una oficina alquilada en 7 entre 46 y 47, coincidió con la movilización de los trabajadores de Astillero Río Santiago que fue reprimida por la policía, por lo cual la reunión fue muy breve y lo habilitaron para que comenzara a trabajar pero sin ningún equipamiento.

La misma mochila en la que llevaba apuntes, fotocopias, cuadernillos y lapiceras se transformó en lo que debía ser una mochila térmica para realizar la mensajería. Su primer pedido fue llevar unos sorrentinos que desde el restaurante salieron calientes.

A partir de entonces solo cursó una materia de la carrera de Sociología que se dicta en la Facultad de Humanidades de la UNLP. En principio, su idea era promocionarla, pero uno de los requisitos es el 85% de asistencias a los teóricos y él faltó a dos de cuatro –hasta ahora– por andar repartiendo pedidos.

Cuando le proporcionaron la mochila cuadrada y amarilla, más un cargador portátil y una funda para adherir el celular al manubrio de la bicicleta –que nadie usa, por seguridad–, todo eso tenía un costo de 800 pesos, que se lo iban descontando de lo que ganaba. Pasando en limpio y sumando el arreglo de la bicicleta, estaba con un saldo negativo de 2.800 pesos. En los dos meses que le duró el trabajo no los recuperó y, sumados a los impuestos que tiene que pagar por su categoría de monotributista, piensa que con la inminente llegada del verano quizás sea mejor volver a las changas limpiando piletas y patios.


 

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