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La marginación organizada: disciplina y convivencia en la cárcel

Hay una planta ecuatoriana que se llama palán palán, que puede brotar de la grieta de una pared y, si la dejás, crece el árbol en la pared. Algo similar subsiste en el espíritu humano, en los lugares más marginados, que aun no introyectaron los códigos morales y donde suceden los fenómenos más brutales. Enrique Symns

Por Roberto Álvarez Mur

Ante la superpoblación acaecida sobre las deterioradas prisiones de Buenos Aires, y la ausencia del Estado para generar una regulación firme, el Servicio Penitenciario Bonaerense cultiva a diario una estructura de convivencia que, a base de un crudo sistema de disciplina, mantiene el control en los pabellones y celdas. Un sistema de sociabilidad basado en jerarquías, distribuciones del poder y administración de la violencia, donde entran en relación códigos morales, lealtades y negociaciones hacia adentro de las rejas.

No fumar, no decir malas palabras, no masturbarse. Son algunas de la reglas que establecen los líderes de los pabellones evangelistas de Olmos para la organización de los internos. Los modos de autogobierno que el Servicio Penitenciario Bonaerense estableció en las cárceles desde hace más de una década representan una forma de mantener el aparato represivo a través de los propios internos, al margen de una política de regulación gubernamental.

Los modos de autogobierno que el Servicio Penitenciario Bonaerense estableció en las cárceles representan una forma de mantener el aparato represivo a través de los propios internos.

El ensayo «Dios agradece su obediencia: la ‘tercerización’ del gobierno intra muros en la cárcel de Olmos», del Instituto de Investigaciones Gino Germani de la UBA, define “un sistema que evita la acción directa del personal penitenciario a partir de la constitución de un régimen de control informal –que se formaliza de hecho–, dando lugar a un mecanismo de regulación de la vida en las cárceles que acarrea mínimos costos al sistema penal, a la vez que se aparta explícitamente de todo objetivo declarado de la institución penitenciaria”.

“Las cárceles no son meramente galpones de gente hacinada. Son espacios donde se generan subjetividades y modos de relación. Los pabellones evangélicos, por ejemplo, representan un 60% de la población carcelaria y mantienen una lógica de autogobierno, con un modo de disciplina casi policial, cargada de una estricta impronta moral”, agrega el trabajo.

En estos espacios, los internos despiertan a las 5 de la mañana a rezar, no tienen permitido leer otra cosa más que la Biblia, y deben aplaudir y cantar de manera ritual periódicamente, a modo de mantra religioso.

La tercerización de la seguridad

El ensayo del Gino Germani continúa: “Por ello, los actos de violencia física, humillante, degradante e institucionalizada, la regulación y distribución de la población en el espacio intracarcelario y en el espacio intercarcelario y las sanciones disciplinarias formales y/o informales o encubiertas se presentan como herramientas claves en cuanto al impacto incapacitante y neutralizante sobre las personas encarceladas, propio del avance del Estado Penal de las últimas décadas”.

El licenciado Fabián Viegas, titular del seminario “Circuitos carcelarios. La cárcel argentina hoy” de la Facultad de Periodismo y Comunicación de la UNLP, dialogó con Contexto sobre este fenómeno.

Según señala Viegas, desde la aparición de organismos de derechos humanos en las cárceles y una mayor incidencia de sectores académicos y políticos, el Servicio Penitenciario se vio obligado a replegarse y buscar maneras de ejercer control con mayor reserva: “Lo que solemos llamar tercerización del control surge como una necesidad del Sistema Penitenciario de no ejercer la violencia de manera directa, sino delegándola a los propios internos, mediante códigos de negociación e intercambio”.

“Lo que solemos llamar tercerización del control surge como una necesidad del Sistema Penitenciario de no ejercer la violencia directa.»

En este sentido, se destaca la vía libre para muchos internos para “portar faca”, tener mayor libertad para deambular por los pabellones, cocinarse o incluso ver televisión.  “Es un modo de sistema punitivo-premial. Lo que en la sociedad civil podría concebirse como derecho, en la prisión se entiende como beneficio. En ese aspecto, es un sistema de premios, negocio y castigo entre internos y guardias: te doy a cambio de otra cosa, te lo tenés que ganar”.

El periodista Cristian Velasco, quien pasó catorce meses en la temida cárcel peruana de Lurigancho, describió la cotidianidad del presidio en una crónica donde detalla el día a día en esa miniciudad enrejada: “Eres libre para hacer casi lo que se te dé la gana, hasta las 5 de la tarde, bajo tu cuenta y riesgo. La puerta de ningún pabellón estará cerrada si puedes pagar la entrada”. Velasco continúa describiendo la prisión que bajo sus propias reglas ofrece un mercado de comestibles, peluquería y su propio prostíbulo: “En teoría, los policías resguardan las puertas para no permitir que los internos transiten por los pabellones, pero en realidad son ellos quienes cobran entrada. Y así descubrirás que, aunque en teoría son los policías quienes dominan la prisión, en la práctica los internos hacen lo que se les antoja”.

“Donde hay poder, hay resistencia al poder” (Michel Foucault)

“En los llamados pabellones de población, donde se ubican los presos más jóvenes, recién llegados, quienes entran en los cánones del prototipo de pibe chorro, suele subsistir una suerte de rebeldía, de negación a acatar las reglas establecidas de los pabellones”, explica Viegas, y agrega: “Los presos más viejos suelen ver esto como una pose”.

Si bien los códigos de control y sociabilidad en las cárceles están fuertemente arraigados, no es una relación inamovible y neutral. Existen quienes entran en conflicto con la corrupción latente, con el sistema de castigos y crueldad, y quienes, incluso, cultivan modos de revertir el sistema.

“Hay mucha gente en las cárceles preocupada por la educación, ya que allí entienden que existe una cierta autonomía de pensamiento. Lo mismo sucede con la presencia de un pensamiento de militancia política, que en general genera un lazo cultural con militantes externos a las cárceles”.

En muchos establecimientos penitenciarios se han generado espacios de formación educativa, en conjunto con programas impulsados por instituciones universitarias. “Esto ha sido un punto muy conflictivo ya que es un modo de generar encuentros entre clases sociales que de otra manera no podría darse. Incluso hasta de una cierta envidia por quiénes pudieron tener acceso a la educación y quiénes no”.

No obstante, la regla primera en las cárceles bonaerenses tiene menos que ver con la rebeldía que con la conducta de sumisión. El investigador Carlos Ernesto Motto, en su trabajo Los usos de la violencia en el gobierno penitenciario de los espacios carcelarios, expresa: “La norma primera, en el marco de un gobierno por la violencia, es la sumisión. La falta de sumisión no se sanciona ni con la pena binaria de la ley que castiga, ni con el ejercicio disciplinario que instruye en base a sanciones y recompensa. La falta de sumisión requiere de una acción violenta que someta pero que además produzca su verdad en un reconocimiento de la subordinación, o sea un acto de sumisión, de allí el verdugueo, como testeo de que se está ante un sujeto sumiso”.

“Esto forma parte de una política que encierra a los marginales, a los descartables, para que no tengamos que cruzarnos con ellos.»

“Hacia la década de los ochentas, prevalecía un cierto sentido de solidaridad en este sistema de reglas entre internos”, señaló Viegas, y agregó: “Es hacia los noventa, con la introducción de las lógicas neoliberales y su supresión de lo colectivo, que el mecanismo se vuelve fuertemente individualista. Esto se combina con los criterios del culto cristiano protestante del evangelismo, que individualiza aun más a los sujetos”.

El resultado se manifiesta a diario en los pabellones de las cárceles bonaerenses, donde las negociaciones por la administración de la violencia y el control se pautan entre guardias y presos, y donde la ausencia de un Estado que regule estas prácticas arroja a los internos a un sistema de vulnerabilidad de los derechos humanos. “Esto forma parte de una política que encierra a los marginales, a los descartables, para que no tengamos que cruzarnos con ellos. Para que sean invisibles”.

Puertas afuera, las calles y los barrios siguen su rutina de semáforos, impuestos y policías. Mientras tanto, los candados de Olmos, Sierra Chica y Los Hornos se cierran y los pabellones sobreviven un día más. En la humedad de las celdas, donde las reglas se fabrican solas.