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La red y la araña: la Corte Suprema y sus sentidos de justicia

Por Flavio Rapisardi

corte1Contexto nació como un “otro diario”, como una propuesta de escribir y leer desde la complejidad de procesos que son tan complejos, estructurales y en disputa como la comunicación, que nunca es alegría. Por eso, siempre proponemos que las noticias no se pueden leer sin sus contextos, sus marcos de inteligibilidad, que, por ser simbólicos, no dejan de ser dispositivos materiales e implicados en los procesos de producción.

En este sentido, en números anteriores de Contexto comenzamos a desenmarañar lo que denominamos la “opacidad del derecho”, concepto de Carlos María Cárcova, que incluye no sólo un supuesto “desconocimiento” de legislaciones varias, sino también la complejidad de un Poder corporativo al que la noción de “familia” con la que se lo suele caracterizar debe leerse en sentido de mafia italiana.

En notas anteriores, la jueza Federal María Roqueta y el fiscal Jorge Di Lello, en distintos registros, opinan algo que antes era inconcebible, como lo sigue siendo en el imaginario pretendidamente “republicano” de liberales varios: el Poder Judicial es un poder fáctico articulado por relaciones de fuerzas sociales, por las hegemonías y los bloques de turno. Sin embargo, no debemos caer en el automatismo del marxismo de manual que suele pensar derecho y Estado como “reflejos” y/o “determinaciones” mecánicas de la historicidad o de una condición simple, sino que también debemos atender las “historias internas” y los campos de acción, en este caso, de este Poder, y sus relaciones con coyunturas y articulaciones.

Siempre hay que recordar que para el pensamiento liberal Argentina tiene Estado desde 1880 (Oszlak et al.), es decir, el momento en que un territorio dominado por la hegemonía liberal, en este caso la de la Buenos Aires de Bartolomé Mitre, impone ejército, moneda, aduana y centraliza el uso “legítimo de la fuerza”.

Como bien sostiene Jacques Derridá en Fuerza de ley, seguir discutiendo sobre la legitimidad en la “fundación” de una norma o institución es una discusión escolástica: sea cual fuera la circunstancia o el modo, el acto de fuerza siempre es el que funda.

El carácter democrático del mitrismo y los gobiernos liberales lo conocemos: limitado. La “extraña” batalla de Pavón dio origen a un gobierno que luego puso en marcha un mecanismo de confirmación “eleccionaria”. Así, Poder Ejecutivo y Poder Legislativo surgen de dispositivos legales (aunque podamos discutir su legitimidad por sus limitaciones y el uso del fraude). Sin embargo, el Poder Judicial fue entronizado de facto por el general Bartolomé Mitre en el año 1863 con palabras que configuran su carácter liberal: la Corte será un “poder moderador” contra la exaltación de las pasiones políticas de los otros poderes, casualmente, los elegidos por el voto popular. El caso “Elortondo” (Fallos 33: 62) estableció la doctrina conservadora que funda a este organismo. Lo mismo ocurrió en 1893 cuando la Corte falla contra Leandro N. Alem al sostener que el estado de sitio no atenta contra la Constitución.

El general Mitre, tan versado en cortofoto3democracia y leyes, conformó un poder al que le otorgó las funciones de ser “el interprete final de la Constitución” y el “supremo custodio de las garantías constitucionales”, funciones que no incluyen las que graznó cuando fundó ese Poder y que el Dr. Ricardo Lorenzetti agita últimamente: controlar a los otros Poderes. Pregunta simple que nos gustaría que nos conteste en una entrevista que le estamos solicitando: ¿quién los eligió para tal tarea? ¿Quién controla a la Corte? Porque, si yo elijo quién me gobierna, también quiero tener participación en quién y cómo lo voy a controlar.

Un dato curioso que más que extrañeza da cuenta de la ficción y de las tareas que la Corte se adscribe como grupo es que los grandes constitucionalistas argentinos, coincidamos o no con ellos, no formaron parte nunca de este órgano. Hablamos de Joaquín V. González, Manuel Montes de Oca, Juan González Calderón, Germán Bidart Campos. Consecuencia inmediata: la Corte Suprema de Justicia de la República Argentina actúa siempre desde una óptica “infraconstitucional”. ¿Esto es un riesgo? Sí y no, ya que el texto constitucional es, como todo el derecho, como el dios Jano que tiene doble cara: iguala ficcionalmente, pero abre la productividad de lo que Lynn Hunt llama “la fuerza de declarar”: producir sentidos es también reconfigurar la materialidad del mundo.

Desde su inicio mitrista y de facto, la Corte Suprema conformó sus cuadros (y el de toda la Justicia federal) con varones comprometidos con la gestión política del momento: entre 1863 y 1880, todos los miembros de la Justicia (las mujeres no tenían derechos) habían ocupado cargos políticos. Y, contra la pretensión liberal o socialdemócrata, quienes creen en la posibilidad de convertirse en seres racionales sin intereses particulares a la hora de producir leyes o jurisprudencia, todo el Poder Judicial, Corte incluida, fueron y son actores políticos, como demostraremos a lo largo de distintas entregas. Pero adelantemos uno: la ascéptica Corte fue el órgano que en los ochenta del siglo XIX decidió que Buenos Aires siguiera siendo la Capital de la República Argentina y no mudarse al barrio de Belgrano. Esta decisión, que sólo parece de elección geográfica de pocos kilómetros, esconde un conflicto de fondo: mientras el Poder Ejecutivo y el Congreso Nacional se habían mudado ante el enfrentamiento de las fuerzas nacionales y porteñas, la Corte y su decisión sellaron un destino y un modelo: el unitarismo liberal agroexportador comandado por una amalgama heterogénea de aristocracia pastoril de Buenos Aires y la zona pampeana.

cortofot4Estos principios doctrinales que el “democrático” general Mitre puso como cimientos de la institucionalidad de la Corte y de la Justicia es lo que hoy estamos discutiendo, y lo haremos capa por capa, desmantelando una historia hecha de sedimentaciones que siguen actuando y a las que debemos atender si queremos comprender un Poder cuyo consenso debemos cuestionar.


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