Por Gonzalo Sánchez Segovia
La madrugada del domingo primero de noviembre de 2009, Fernando Cáceres, manejaba su BMW junto con una mujer por la Avenida Gaona, en Ciudadela, partido de Tres de Febrero. El sábado había vuelto de un viaje por España y a la noche cenó en la casa de su mamá. A la altura de la calle Falucho, un Fiat Siena le bloqueó el camino. Cáceres hizo marcha atrás para esquivarlo, pero uno de los cuatro pasajeros del Siena se bajó y le disparó. La bala le entró por el ojo derecho.
Cáceres fue trasladado al hospital Ramón Carrillo, donde fue operado de urgencia. Quedó en coma, con pronóstico reservado. Pero el estado crítico de los primeros días se esfumó lentamente. De a poco, Cáceres empezó a mover algunas partes de su cuerpo. También a hablar. Los médicos aseguraron que fue una “recuperación milagrosa”: dos meses después de ser baleado le dieron el alta y fue trasladado al instituto Fleni de Escobar, donde empezó una larga rehabilitación.
-Volví a nacer, dice ahora Cáceres, tuve que aprender a caminar, me enseñaron a hablar, a leer, y a memorizar. Los médicos me dijeron que sobreviví gracias a mi estado físico. Qué físico, ¡por el culo que tengo! Si me decís la recuperación, bueno, pero el tiro, eso no te creo. Tuve un culo impresionante.
Fernando Cáceres, debutó en la primera de Argentinos Juniors, en 1986. Después jugó en River y en el Zaragoza de España, equipo con el que ganó la Copa del Rey y la Recopa de Europa. En 1996 volvió a la Argentina, esta vez a Boca Juniors, y ese mismo año fue transferido al Valencia; más tarde al Celta de Vigo y luego al Córdoba, de la segunda división española. Regresó en 2005 a Independiente y se retiró en Argentinos, en 2007. Jugó 24 partidos oficiales en la selección, ganó la Copa América de 1993 y participó del Mundial de 1994.
-Mi mejor momento fue en España, hasta el 96, dice, –sentado en el living de su casa–. Esos años los viví volando, prácticamente no viví mi vida, viví el fútbol. Viajar, entrenar, comer, dormir y se acabó. Pero si te gusta, está bien. A mí, por lo menos, me enloquecía.
Cáceres vive en la casa de su mamá, en Ramos Mejía, en una calle tranquila a seis cuadras de la estación de tren. La mesa del living es su escritorio, su lugar, y nadie lo toca. Ahí pasa las tardes, escribiendo y mirando fútbol. Tiene muchos papeles sueltos con anotaciones, libretas y dos libros: Psicología del jugador de fútbol, con la cabeza hecha pelota, de Marcelo Roffé, y Papeles en el viento, de Eduardo Sacheri. Sobre la chimenea hay una foto en blanco y negro de él cuando era joven y otra del seleccionado argentino que jugó el Mundial de 1994. Tiene dos ex esposas, una hija del primer matrimonio, tres más –dos mujeres y un varón– del segundo y dos nietos.
-Mirá lo mal que me va, tengo una enfermera y no le puedo tocar el culo porque es mi hermana –dice y se ríe–. Me va a matar, mi hermana. Ella es la que se encarga de mi higiene, mi vieja de la comida y de la ropa, y mis sobrinos, Marcelo y Christian, hacen de todo: guardaespaldas, chofer. Ahora falta que yo camine, lo que pasa que cuando camine me voy a la mierda.
Cáceres está en silla de ruedas, tiene dificultad para mover el brazo izquierdo y el costado derecho de su cabeza está hundido debido a las operaciones. Cuando habla, siempre en voz baja, mira a los ojos, uno –el derecho, por donde entró la bala– es de vidrio. Tiene los labios gruesos, el pelo rapado y la piel oscura. A veces se queda callado, parece que se traba o está pensando; otras, cuando hace un chiste o cuenta una anécdota, habla rápido y las palabras se amontonan en su boca. Es optimista y sus frases están envueltas en una burbuja de inocencia. Dice que el humor es su forma de ser, que así está más tranquilo.
Hoy ocupa casi todo su tiempo en su recuperación. Son días largos que empiezan bien temprano a la mañana y terminan pasadas las cinco de la tarde. Terapias físicas, psicólogo y natación. De lunes a sábado.
-Mejor, porque si no me vuelvo loco. Y después, entre punto y punto, un poquito de fútbol de fondo, –en la televisión juegan Argentinos y Colón–.
El fútbol lo sigue enloqueciendo.
Cáceres creció en la villa Carlos Gardel, en El Palomar, partido de Morón. Eran siete hermanos en un hogar de clase trabajadora, su papá era cocinero en la fábrica Mercedes Benz de Lobos y su mamá ama de casa. En los potreros de su barrio jugaba torneos relámpago, campeonatos de uno o dos días por plata que eran cosa seria. Ahí formó su estilo: un defensor prolijo y fuerte, que jugaba por abajo y no revoleaba la pelota.
Su rehabilitación es larga porque la lesión no tiene un tiempo estimado de recuperación. Le tuvieron que enseñar a vocalizar. Le mostraban una foto y tenía que memorizarla; otras veces, al comienzo de la sesión, le decían tres palabras que tenía que recordar hasta el final. Querían probar si su cabeza seguía funcionando. Después empezó a caminar y podía salir del Fleni, se iba el viernes a la tarde y volvía el domingo a la noche. Ese tratamiento lo pagó con ayuda de la Asociación del Fútbol Argentino (AFA) y Futbolistas Agremiados Argentinos (FAA). Hasta que le hicieron una operación para ponerle una placa de metal en la cabeza y su cuerpo la rechazó. Otra vez estuvo internado, con picos de fiebre alta, y tuvo que empezar de nuevo.
Un día se encontró con el entonces técnico de River, Matías Almeyda, que lo invitó a los entrenamientos. Cáceres dudó, tenía ganas pero le daba vergüenza. No era la silla de ruedas lo que le molestaba, pero sí que lo tengan que empujar. Lo habló con su psicólogo y le dijo que vaya. “Mirá los partidos y marcame todo”, le pidió Almeyda.
-Y lo hice ascender a River –dice Cáceres con una sonrisa–. Eso me ayudó mucho porque me sentaba como loco a ver los partidos. Fue una manera de sacarme la realidad que tenía encima.
Ahora la terapia avanza. Cáceres empezó a usar el trípode y puede caminar hasta seis metros. Dice que lo único que le falta es encontrar la técnica, porque su cuerpo tiene la fuerza.
-¿Qué recordás de la noche que te balearon?
-Prácticamente nada. Lo puedo contar tranquilamente y no tengo rencor ni bronca. Iba en mi auto. No vi a nadie porque era una noche lluviosa y estaba todo oscuro. Así que era imposible. Vi que alguien bajó de un coche y tiró. Nada más. Después, el hospital. Pero ya pasó, es una historia vieja que para mí hoy no tiene mayor importancia.
-¿Sabés en qué estado está la causa?
-Yo no seguí más la cosa, no quise saber nada. Simplemente me alejé y pensé en mi mejoría. No odié ni puteé a nadie. Me tocó y listo.
-¿Qué pensás de los chicos que te dispararon?
-Eran menores y, cagate de risa, son de la Gardel, los conocía. Cuando yo tenía diecisiete años, ellos eran chiquitos. Pero bueno, qué voy a hacer. Tuve la oportunidad de vivir y mientras estoy en la cama de noche, pensando cómo va a jugar mi equipo, ellos están pensando cómo ir a robar.
-Hoy muchas personas piden mano dura o prefieren tomar la justicia en sus manos, ¿qué pensás?
-Eso lo hablé con Ingrid, mi mujer. Está bien que la gente tenga bronca, pero los linchamientos, ¿qué pasa?, reventás un chorro y tenés diez asesinos más. Es una locura, pero cada uno trata de sacar su bronca como puede. Es evidente que te vas a defender. Más si está en riesgo tu familia.
Cáceres tiene una fundación con su nombre y también un club, el Fernando Cáceres FC, que tiene dos equipos –uno A y otro B– en la Liga Lujanense. Cuando se creó el club, el objetivo era salir campeones y ascender al Torneo Argentino C. Hoy, la idea sigue siendo tener un plantel competitivo, pero apareció otra meta: darles refugio y motivación a los chicos de entre 14 y 24 años que van a jugar.
El club funciona gracias al esfuerzo de los colaboradores, empujado por el prestigio que todavía tiene el nombre de Fernando Cáceres en el ambiente futbolístico. El intendente de La Matanza, Fernando Espinoza, le cedió un predio de la UOM (Unión Obrera Metalúrgica), en Ciudad Evita; la indumentaria de los jugadores la donó Sergio Marchi, secretario general de FAA; y el resto, como las pesas y los conos, son cosas que tenían o compran en la fundación.
En una entrevista con la revista La Garganta Poderosa, Cáceres se sacó una foto con una manopla que decía “no a la mano dura” y dijo: “Esos chicos que me robaron, como todos los demás, deberían haber estado contenidos, porque ningún pibe nace chorro. Tendrían que estar en una canchita o estudiando”.
-Al jugador hay que educarlo, tiene que entender cómo expresarse. Eso tiene que venir de la casa. Nosotros los tenemos una o dos horas. Sabemos enseñar, pero no sabemos si comen, si descansan bien, si salen, si tienen novia. Los padres nos dicen que están contentos porque los chicos se van a dormir temprano y lo único que quieren es entrenar.
El club también sirve como semillero y funciona como una vidriera. Gracias a los contactos de Cáceres, el equipo jugó partidos contra Argentinos, Banfield y River, y están armando un viaje a España en noviembre para jugar contra el Celta –que patrocinará la estadía de los jugadores– y quizás con el Zaragoza.
-Esperamos dejar una buena imagen para que la puerta quede abierta. Yo les dije: “Mirá que te voy a llevar jugadores de categoría”. Son chicos, pero en dos o tres años explotan. Y si les gusta alguno, negociar conmigo es fácil porque son del club. Y a los chicos les conviene, les digo, porque son jóvenes y después, cuando crezcan, pueden hacer su historia.
-¿Qué te gustaría hacer en el futuro?
-Ser técnico. Estoy más loco que la mierda. Disfruto mucho ir a los entrenamientos y a los partidos porque tengo contacto con los jugadores, y es lo más cerca que puedo estar de una cancha de fútbol. A los 45 años descubrí algo que no esperaba: la pasión por dirigir. Más me gustaría formar a los chicos.
-¿Extrañás algo de jugar al fútbol?
-Nada. Sinceramente nada.
A Cáceres también le gusta leer. Dice que piensa escribir un libro, pero que tiene que encontrar el enfoque, porque no quiere que caiga en la historia del balazo.
-La gente está aburrida de escuchar el tema del accidente. Me gustaría contar la historia de mi vida, de mi carrera, pero, lamentablemente, el accidente va a caer en algún momento. El primero de noviembre siempre me llaman de alguna radio. Basta. La gente me va a odiar. Cuando pasó no podía creer la repercusión que tuvo. ¿Tanto quilombo hice? Si no fui yo el que tiró, me tiraron. Impresionante.
***
Es una mañana fresca y soleada, una de las últimas de invierno en Buenos Aires. Cáceres toma mate en la cocina con su hermana y su sobrino, Christian Gutiérrez. En el club, sus sobrinos son su mano derecha. La televisión está sintonizada en TyC Sports y la pantalla muestra un partido viejo.
Hoy, Cáceres irá a un entrenamiento del Fernando Cáceres FC después de casi cuatro meses. En invierno las mañanas son muy frías, y las prácticas se enciman con las sesiones de terapia. Rodeado de casas bajas, el predio tiene cuatro canchas de césped y una construcción cuadrada con vestuarios y quincho. Las canchas están embarradas por culpa de la lluvia que cayó el fin de semana.
El equipo A está tercero, a tres puntos del puntero, con un partido menos. Uno de los entrenadores le muestra el plan para la práctica antes del partido que jugarán al día siguiente: táctico para los titulares –pelota parada, ataque y defensa– y físico para el resto. Los jugadores que llegan saludan a Cáceres, que pide que lo lleven a ver a los titulares. Habla poco y sigue la pelota con atención.
-Me encanta. En realidad, me gustaría estar participando del trabajo ahí adentro –señala la cancha–, pero con el hecho de mirar y decirle a alguien lo que hay que hacer a mí me alcanza. Quizás a ellos no, pero a mí me alcanza mucho. En quince, veinte días estoy caminando –le dice medio en broma, medio en serio a un jugador–. En un mes y medio vuelvo a las canchas.
El entrenamiento termina. Cáceres mira a los jugadores, los llama y aconseja. A la tarde lo espera una sesión de terapia. Está convencido de que dentro de poco podrá volver a caminar y ser director técnico de algún club. Mientras, sigue metido en el fútbol, que lo enloquece.