Por Carlos Ciappina
Los resultados de las elecciones legislativas del 22 de octubre –segunda derrota consecutiva del peronismo-kirchnerismo– han dejado muchísima tela para cortar y requerirán mucho análisis para enfrentar los desafíos electorales a futuro.
De entre todas las demostraciones de desconcierto, tristeza, rabia y bronca que ha generado entre la militancia y los votantes peronistas/kirchneristas el triunfo de la alianza oligárquica-liberal Cambiemos, hay una que me parece muy riesgosa: en las redes sociales y en las charlas cotidianas aparecen los comentarios que plantean que el triunfo de Cambiemos no podría ser posible sin el “voto popular”; y que, por lo tanto, hay cientos de miles (millones) de personas que votan contra sus propios intereses. La conclusión es casi siempre la misma: «votaron contra sí mismos», «ya verán que no podrán hacerse cargo de pagar los aumentos, de la pérdida de poder adquisitivo, de los despidos y del empeoramiento de las condiciones laborales» y «bueno… si no hay conciencia…». Una peligrosa perspectiva analítica que podríamos llamar “tentación elitista”.
Habría así un electorado consciente, lógico, ubicado, correcto y ajustado a sus necesidades y objetivos: un nosotros peronista-kirchnerista con plena conciencia. Frente a eso, otro voto consciente y lógico ajustado a sus necesidades –el voto de las clases media alta y alta a la alianza oligárquica Cambiemos– y un sujeto popular distorsionado de sus “verdaderos intereses”, confundido, votante de los amos oligárquicos que lo castigarán aún más. Un “ellos” popular al que en definitiva le corresponde y merece el destino que le espera.
No puedo imaginarme nada más alejado de un movimiento nacional-popular que un planteo de este tipo. Precisamente porque la postulación de un electorado que debía ser lógico, racional, consciente de sus intereses “verdaderos” ha sido la preocupación de todo el pensamiento político elitista (de derechas y de izquierdas) que inaugura en nuestro país Echeverría con su Dogma Socialista, pasando por Alberdi y sus Bases, Sarmiento y el Facundo, José Ingenieros en El hombre mediocre y los socialistas “democráticos” de las décadas de 1930-1950, en particular los opositores al primer peronismo.
Introducirnos en la tradición de un votante popular que “vale la pena” en la medida en que vota de acuerdo con “sus propios intereses de clase”, o con lo que nosotros creemos que deben serlo, es abandonar el campo nacional-popular lisa y llanamente. Nuestra obligación es descender de la torre de marfil de la teoría autopercibida como correcta y tratar de entender con humildad y con humanismo la experiencia histórica concreta del pueblo (no su deber ser). Con la prevención, además, de que nuestras certezas pueden estar equivocadas.
Propongo comenzar el análisis de ese sujeto político “popular” y su modo de votar al revés. La pregunta que yo me haría es: ¿por qué ese sujeto popular debería votar la opción peronista-kirchnerista?, ¿cuáles son las razones que lo llevarían a ello, vistas “desde su propia experiencia histórica”? En fin, preguntarnos sobre las chances que tiene el sujeto político popular de construir una mirada de perspectiva colectiva en la sociedad argentina de los últimos cuarenta años y no de los últimos diez.
Entre 1976 y 1983 se descargó sobre el pueblo argentino un “proyecto de miseria planificada” (Rodolfo Walsh) como nunca antes en nuestra historia: 30.000 desaparecidos, cientos de miles de encarcelados, exiliados, censurados/as, prohibidos. La dictadura cívico-militar se propuso –y logró– modificar el patrón societal que se había constituido con el peronismo a partir de 1945. En 1974 el porcentaje del PBI que le correspondía a los que trabajan era del 45%; en 1982 era de apenas el 22%. La pobreza afectaba en 1974 al 4,7% de la población argentina; en 1982 llegaba al 20% del total. El desempleo era en 1974 del 2,5% y para 1983 llegaba a más del doble: 5,7%. La dictadura cívico-militar fue, así, desgraciadamente, exitosa. A partir de ese momento, las características que adquiriría nuestra sociedad –sociedad que había sido de pleno empleo, de alta sindicalización, de salarios al alza y de servicios de salud y educación universales– serán, estructuralmente, las que tiene aún hoy: baja de salarios, desestructuración productiva, sindicalización decreciente, pobreza e indigencia en crecimiento y baja en el nivel de empleo –en blanco y en negro–. Señalemos 1976-1983: primera generación de familias populares sin empleo, sin chances de conseguirlo y con bajísimas expectativas de tener acceso a condiciones de trabajo y vida mínimamente dignas.
Sobre esta matriz ya modificada, el radicalismo alfonsinista intentó –en un contexto de debilidad institucional estructural– recuperar los marcos de la sociedad inclusiva previa a la dictadura. No lo logró. Por las más diversas razones –limitaciones propias, incapacidad política, resistencia de los capitanes de la industria y el gran capital financiero–, la situación social no sólo no mejoró sino que empeoró: en 1988 la tasa combinada de desempleo y subempleo era del 13,1%; la pobreza había trepado a un 32,3% y la indigencia –inexistente previamente– llegaba al 10,7%. Es cierto que la distribución del salario se recuperó hasta llegar a un 30% del total –pero aún a quince puntos de la cifra de 1974–. El gobierno de Alfonsín finalizó con una fenomenal crisis económica hiperinflacionaria –combinación de las decisiones equivocadas en materia económica junto a la determinación del establishment de terminar con toda posibilidad de un proceso redistributivo–. Segunda generación de familias sin empleo, sin chances de conseguirlo y con bajísimas expectativas de tener acceso a condiciones de vida y trabajo mínimamente dignas.
El período 1989-2001 puede tomarse como un todo: pese a que Menem y De la Rúa provenían de experiencias políticas y modos de ver la sociedad diferentes –e históricamente antagónicas–, la política socioeconómica del menemismo y de la alianza radical-frepasista fue la misma: un plan de ajuste estructural y de reorganización socioeconómica de la sociedad argentina que profundizó –y superó– los “logros” de la última dictadura.
Guiados ambos (Menem y De la Rúa) por los gurúes de la cosmovisión neoliberal, y aprovechando el mecanismo de generar crisis que se resolvían con más neoliberalismo, en esos doce años se descargó sobre el pueblo trabajador argentino una verdadera hecatombe. En el año 2001, la relación de los salarios con respecto al total del PBI llegó a su nivel más bajo en democracia: apenas el 26,6%; la tasa de desempleo y subempleo llegó al 34,6%; y la pobreza e indigencia juntas alcanzaron la cifra inaudita del 47,5% –virtualmente, la mitad de la población en situación de pobreza–. Una multitud de desempleados, subempleados, trabajadores/as cuentapropistas, pobres de clase media con salarios de hambre, deambularon por las calles o se encerraron en barrios y villas miseria agotados de un modelo societal para el cual no existían. Otros/as se organizaron y pelearon en las calles, buscaron salidas organizativas y enfrentaron el ajuste neoliberal. Una tercera generación –y esta vez súper numerosa– de familias quedaron sin empleo, sin chances de conseguirlo y con bajísimas expectativas de tener acceso a condiciones de vida mínimamente dignas.
¿Y los modos de la política de este período? ¿Cuáles han sido los modos de estructuración política desde 1983 en adelante? ¿Cuál fue el registro de este “nuevo mapa” social que contaba con un enorme y creciente ejército de desempleados, subocupados, ocupados en negro con baja o nula sindicalización y mínima especialización o formación laboral?
La respuesta fue, desde la clase política con chances de acceder al Estado, estrictamente clientelar. Y aquí no valen los imaginarios propios –del radicalismo y del peronismo–: todos desarrollaron una política de paliativo social de carácter clientelar –no en un sentido de partido político, sino en el sentido de mantener a las familias en situación de pobreza, como “clientes” del Estado–. Entre 1983 y 2003, a nivel nacional y a niveles provinciales, la creciente desprotección laboral y el incremento constante de la exclusión y la pobreza fueron enfrentados desde planes y programas sociales asentados en dos lógicas igualmente perversas: la focalización y los modos clientelares. Entregar algo que nada cambie y hacerlo además a condición de quedar sujetos políticamente.
Para el año 2003 –inicios del peronismo-kirchnerismo– los cambios estructurales de la sociedad argentina estaban consolidados: sociedad “dual” territorial, económica, educacional y sanitaria, un mapa de desintegración socioeconómica estructural. A lo largo y a lo ancho del país se extendía la sociedad dual: núcleos aislados, countries y núcleos urbanos privilegiados en servicios, educación, salud, consumo y hábitat, y grandes núcleos urbanos y semiurbanos con deficiencias estructurales en todos los servicios, villas miseria, asentamientos y barrios, privados de casi todo. A esa dualidad territorial estructural debemos agregarle una dualidad estructural laboral: el trabajo sindicalizado, en blanco, regulado y en unidades industriales será la minoría de todos/as los/as que trabajan. El resto lo hará en empleos informales, mal pagos, en negro, sin legislación regulatoria y con escasa o nula sindicalización. Un número también estructural de desempleados completaría el panorama de esta sociedad dual y profundamente desigual.
Pero sobre esa sociedad dual todavía nos falta analizar un proceso nuevo y de consecuencias también de largo aliento: la desestructuración de los ámbitos societales colectivos que hicieron durante el siglo XX a la conformación de un sujeto popular con una orientación política acorde a su mirada del mundo. La fábrica, el sindicato, el gremio, la escuela pública, los partidos políticos eran los espacios en donde se construía “esa visión”. La política –y los liderazgos políticos– operaban sobre un sujeto popular que construía esta visión de intereses compartidos. A la élite oligárquica tradicional de la época no le quedaba –y no le quedó– otra opción que impedir vía golpe militar que esa articulación entre política e intereses populares –yrigoyenismo y luego peronismo– se consolidara.
Pero a partir de la última dictadura militar, junto con la desestructuración de los espacios en que el pueblo, en toda su diversidad, construía una experiencia histórica vital de intereses comunes, se comienza a constituir un entramado comunicacional que se va a ir constituyendo en un nuevo espacio oracular (Reguillo). La homogeneización del mercado de la prensa escrita –la posición monopólica adquirida por Clarín y La Nación con la apropiación de Papel Prensa en la dictadura–, seguida de la ampliación de su capacidad de inserción a partir de la privatización de la televisión abierta durante el menemismo junto con la autorización a la posesión de cableoperadoras y radios llevaron a una monopolización mediática –que para el año 2000 incluiría Internet– omnipresente en todo el país.
Los espacios tradicionales de construcción simbólica en los que los sujetos sociales constituían su mirada cultural se vieron sustituidos por una mezcla de entretenimiento banal, exceso de información tergiversada y explicitación de marcos de pensamientos individualistas y fragmentarios que podríamos resumir como “la mirada neoliberal”.
El peronismo-kirchnerismo (2003-2015) debe analizarse en dos planos temporales: una primera etapa (2003-2007) de generación de las condiciones políticas y económicas para poder reconstituir las condiciones para iniciar un proceso de recuperación nacional y la búsqueda de profundización que inicia Cristina Fernández de Kirchner con el conflicto por las retenciones móviles (2008) y la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (2009).
¿Podríamos decir que el peronismo-kirchnerismo no tenía registro de los cambios estructurales en la sociedad argentina? El peronismo-kirchnerismo se propuso una agenda económica y social de tradición peronista –aggiornada a la realidad del mundo del siglo XXI– y la fue construyendo en la confianza de reducir –como de hecho ocurrió– la tasa de desempleo, mejorar la distribución del ingreso, mejorar la infraestructura educativa y recuperar y garantizar nuevos derechos y organización laboral. La “pata” de los trabajadores de la economía social, cooperativa y autogestiva sería incluida desde las políticas sociales nacionales. A este fenomenal esfuerzo de recuperación socioeconómica debe agregarse la búsqueda del desarrollo de políticas sociales universales basadas en la idea de derecho y no de clientela (Asignación Universal por Hijo).
Sin embrago, desde el comienzo, este enorme esfuerzo de recuperación económica y social tuvo dificultades para desarrollar una política de trabajo territorial que ayudara a recomponer espacios de construcción de una mirada “propia” a los sujetos populares. La política económica, las decisiones de protección industrial, el cuidado del mercado interno y el desarrollo de políticas sociales universales no fueron acompañados en la misma dimensión de procesos de explicitación y convocatoria popular para reconstruir también el modo en que se percibía esa nueva experiencia histórica: la asociación entre gobierno, acción y políticas cotidianas quedó, la mayoría de las veces, trunca en el imaginario popular. En cambio, la perspectiva neoliberal, antiestatista, individualista y antipolítica permaneció –y se profundizó hasta niveles de “periodismo de guerra”– en el entramado de un sistema de medios de altísima concentración. La apuesta a una democratización de medios que interfiriera con este “sentido común neoliberal” de los medios monopólicos, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, llegó –por la denodada lucha mediática, política y judicial del grupo monopólico Clarín– tarde y muy parcialmente a su implementación. Tampoco carguemos las tintas contra “lo que faltó” en los apenas –en perspectiva histórica– doce años de la experiencia peronista-kirchnerista: ningún gobierno popular lo hace todo y, como diría con precisión Néstor Kirchner, veníamos del infierno. Proponernos analizar lo que faltó no va en desmedro de todo lo maravilloso que se logró, sino de lo que habrá que hacer a futuro.
Quizás ahora podamos hacernos nuevamente aquella pregunta inicial sobre la correspondencia entre voto e intereses de los sectores populares. ¿Por qué no habría de “prender” el discurso vago, impreciso, apolítico e individualista de la alianza oligárquica PRO-Cambiemos? ¿Cuáles han sido los espacios de construcción de una visión simbólica diferente para y desde los sectores populares? ¿En que ámbitos se produjo un proceso comunicacional masivo que intercediera y obturara la lógica oracular de los grandes medios hegemónicos?, ¿en la escuela pública?, ¿en el diseño de los programas de derechos universales?, ¿en la calle?, ¿en el territorio barrial, villero o de asentamiento? Esa construcción quedó en estado muy embrionario y hoy nos encontramos con que décadas de mensaje neoliberal en radio, TV, cine, Internet y prensa escrita han surtido su efecto: amplios sectores populares –incluyendo a los sectores de clase media baja– tienen un posicionamiento económico, político y social basado en el conjunto de ideas de carácter neoliberal. Atenazados y atravesados por un doble proceso de desintegración social, laboral e institucional de escala masiva y de monopolio simbólico-informativo comunicacional, ¿por qué deberían los más vulnerables funcionar políticamente como un actor “lógico”, “racional” y coherente con sus necesidades de clase? ¿Dónde se construiría esa perspectiva “de clase”?
¿Cuál es nuestro compromiso como parte del movimiento nacional-popular y democrático? Señalar la “incoherencia” entre los modos de percepción de amplios sectores de la población y su elección de voto o comprender que es necesario, en vez de posicionarnos en la mirada elitista del que “sabe cómo son la cosas”, proponernos trabajar profunda y permanentemente en la recuperación y generación de los espacios territoriales en donde pueda darse batalla al modelo simbólico desplegado por los medios neoliberales.
No es un problema de “ignorancia” ni de “falta de conciencia”. Es un problema profundo de lucha para habilitar las condiciones que hagan posible la reconstrucción de una cosmovisión popular. No es el cinismo el antídoto para reconstruir un voto popular mayoritario, sino la vocación de retornar al territorio y, allí, antes de hablar, escuchar.