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«Las heridas las tengo en el cuerpo»: relato de una trabajadora sexual trans

Por Gabriela Calotti

Valeria del Mar Ramírez tenía 21 años. Trabajaba en el Camino de Cintura en la Ruta 4, entre Seguí y la rotonda de Lavallol. Ahí había conseguido una «plaza» por la cual debía pagarle al jefe de calle de la Policía que regenteaba la zona. «Mi trabajo era ejercer la prostitución, hoy trabajadora sexual. En ese momento éramos prostitutas», explicó al iniciar su declaración, durante la cual cerraba los ojos cada vez que relataba aquellos episodios. Valeria del Mar era trabajadora trans. Su declaración puso en evidencia la prepotencia machista reinante en la Policía.

A fines de 1976 fue detenida junto con otras dos chicas, pero a los dos días recuperaron la libertad. A principios de 1977 fue diferente, aseguró de forma virtual al Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata en la audiencia N° 88 del juicio por los delitos de lesa humanidad perpetrados en las Brigadas de Investigaciones de Banfield, Quilmes y Lanús.

La segunda vez, serían las ocho o nueve de la noche. «De repente para un Ford Falcon y se bajan dos de atrás y nos agarran del brazo, nos meten y nos arrodillan en el medio de las piernas de ellos con la cabeza para abajo», contó. Los represores sentados atrás «estaban uniformados de verde y tenían borceguíes», sostuvo.

«Acá tienen las cachorras que habían pedido», dijo un policía gordo, según su recuerdo, cuando las dos chicas fueron obligadas a entrar a una oficina donde había un escritorio verde. Poco después «me tiran en un calabozo y a Romina en otro. Lamentablemente no sabíamos por qué estábamos ahí», sostuvo Valeria el martes.

A partir de ese momento se sucedieron las violaciones, vejaciones, humillaciones y la extorsión. «Si querés comer, chupámela un poco», le decían, y contó que estuvo dos días solamente a base de agua «hasta que me sacaron la botella».

Dos policías, cuatro policías al día siguiente, entre ellos uno «provinciano», que iban al calabozo a violarla. «Un día aparecieron y me sacaron de ahí […] y me tiraron en una habitación donde había un colchón».

«Ahí fue cuando vinieron dos y trajeron un pepino […] Se fueron ellos y vinieron tres. Yo estaba boca abajo y me violaron también. La verdad no sabía qué hacer. Prefería que Dios me lleve, pero lo peor fue que otros días vienen, me ponen ahí mismo y me ponen un pedazo de manguera y eran como seis que estaban ahí y meta riéndose y yo meta gritar, pidiendo auxilio. ¡No sabía qué más pedir!», relató.

Lo peor fue el día en que los represores violadores aparecieron con una laucha. «Ahí dije ‘este es el fin de mi vida’, no sé por qué estoy pasando esto porque yo no era militante», reflexionó. Todos ellos aparecían de «civil o uniformados de policías», aseguró.

«Me parecía que estaba con gente demente. No veía la razón para que hicieran eso. Aparte de violarme todos los días», agregó Valeria del Mar, antes de referirse a un episodio que confirmó, una vez más, que el Pozo de Banfield funcionaba como «maternidad» de las chicas secuestradas embarazadas.

Estaba bañándose cuando escuchó que «la milica le dice a la chica ‘dale, levantate, agarrá un balde y limpiá toda esa mugre tuya'» y en eso «vi entrar a la chica, de pelo largo, delgada, demacrada, amarilla, con todo el vestidito lleno de sangre y le agarro la mano y le puse a llenar el balde». Y luego la misma policía le dice a su compañero ‘¿Vos sos boludo? ¿Cómo lo tenés al puto este ahí y no me dijiste nada?'».

Cuando la sacaron a ella arrastrándola del baño, pudo ver que «el policía tenía al bebé en brazos», pero no pudo saber si era niña o niño y tampoco pudo cruzar palabra alguna con la mamá secuestrada. «La chica no podía ni hablar», sostuvo.

Interrogada sobre las características del lugar donde estuvo secuestrada, Valeria del Mar explicó que ella estaba en el «primer buzón con un baño al final del pasillo. Calculo que habría doce o diez buzones hasta llegar al baño. Eran puertas de fierro con una ventanita. Al costado del baño había una especie de lona, como que había un pasillo para el fondo».

Valeria del Mar estuvo catorce días secuestrada en el Pozo de Banfield. Recuperó la libertad tras la presentación de un habeas corpus que impulsaron sus compañeras y su madre. A los pocos días, un abogado de apellido Morán le pidió que no fuera más al Camino de Cintura porque «sos la cabecilla de las chicas y si te ven, vas a amanecer en un zanjón». Por ese abogado y por su amiga «La Mono», supo que había estado en la Brigada de Banfield.

«Asustada y con miedo me vine para capital […] Tenía miedo de salir. Me iban a matar, iba a ser una trava menos, un puto menos. Entonces me corté el pelo y tuve que disfrazarme de vuelta de Oscar», declaró. Al poco tiempo, sus amigas la fueron a buscar para que volviera a trabajar.

Desde su primera declaración en un juicio por delitos de lesa humanidad, Valeria del Mar cuenta con el acompañamiento psicológico del Centro Ulloa.

«Cuando declaraste esa vez, ¿contaste lo que nos dijiste hoy a todos?», le preguntó la abogada de la Fiscalía. «No, lo de la rata y la manguera no. Tenía vergüenza, tenía miedo de que no me creyeran y yo misma recordando eso, es muy fuerte, es muy fuerte, las vejaciones, cómo me pegaban si no quería, cómo me violaban», dijo con la voz temblorosa.

«En la dictadura, pienso, los travestis éramos como bichos raros y cómo un gobierno militar iba a permitir a los homosexuales y travestis en la vía pública», consideró Valeria, antes de recordar cómo se tenía que vestir para salir a hacer mandados durante el día.

Años más tarde hizo el curso de promotora de salud y trabajó en el Hospital Ramos Mejía en el servicio inmunocomprometido para acompañar a las chicas que llegaban para hacerse estudios médicos. «Fueron dos años con un contrato. Y después volví a la calle», comentó.

«Cuando referiste que tuviste que disfrazarte de Oscar, ¿tuviste que esconder tu identidad de género para protegerte?», le preguntó la abogada querellante Pía Garralda. «Sí, porque como el doctor me había dicho que no apareciera más, que iba a aparecer en un zanjón, entonces, prácticamente, con todo lo que pasé ahí, te podés imaginar que gracias a Dios y a la Virgen tenía a mi madre y a mi padre y me fui con ellos. Hice unos años de Oscar», respondió Valeria.

Su secuestro en el Pozo de Banfield tuvo un enorme impacto en su vida posterior.

«Siempre trabajando para poder pagar un alquiler», dijo. «Lamento, lamento, las consecuencias que ahora tengo en el cuerpo», agregó, y explicó que el hecho de tener siliconas le está afectando físicamente. «Psíquicamente no estoy bien, tengo altibajos», confesó, antes de agradecer los alimentos que recibe del Sindicato de Trabajadoras Sexuales y de señalar que «hay muchas compañeras grandes que están en situación de calle».

Valeria del Mar cumplirá 66 años en diciembre. Apenas vive con una jubilación mínima. «Las heridas las tengo todas en el cuerpo. Nadie me las saca. La mochila que llevo a cuestas. Solamente las que la pasamos sabemos. Cuando caía y estaba detenida, ¿qué salida laboral tenía yo?», refiriéndose a aquellos años en los que trabajaba en la calle, con el agravante de una policía bonaerense que «nos sacaba toda la plata».

Romina tenía veinte años. Además de las vejaciones y violaciones que también padeció, tenía VIH. Valeria supo que había fallecido.

«La Hormiga», «Rosita», «Tamara», «Sarita», «La Perica» y «La Patona» eran algunos de los apodos de la docena de muchachas que trabajaban con ella en la misma zona. También mencionó a «Andrea», que la ayudó en capital.

Un delegado de Peugeot en el Pozo de Quilmes

Santos Boria tenía veinticinco años y era delegado de sección en la planta de la automotriz Peugeot cuando una patota lo secuestró en su casa entrada la madrugada en septiembre de 1977, explicó con visibles dificultades físicas durante su declaración de forma virtual desde Italia, país en el que vive desde los tiempos de la dictadura argentina.

Los hombres que se aparecieron en su casa en Claypole estaban vestidos de civil, dijo Boria el martes en su primera declaración ante la Justicia por su secuestro y cautiverio en la Brigada de Quilmes, donde permaneció hasta febrero de 1978.

Inmediatamente después de su ingreso al Pozo de Quilmes fue torturado, mientras le preguntaban por personas que «trabajaban conmigo en la fábrica». Dijo que la tortura «no terminaba más».

De quienes supo que estaban allí también secuestrados mencionó a «una persona de apellido Guido que era ingeniero, a los hermanos Favazza, a Vicente Fiore. Había una pareja de ancianos y una nena de trece o catorce años que me parece que estaba ahí porque no habían encontrado a los padres y se habían llevado a ella», afirmó.

Sobre la pareja mayor recordó que «tenían más de sesenta años y venían de Bernal». También mencionó a otro secuestrado de apellido Mali [Alberto] porque trabajaba en la Peugeot, era electricista. Y dijo que con Fiore había «otros dos chicos» cuyos nombres no recordó. «Había uno que era tirando a Colorado» que «debía tener veintitrés, veinticinco años».

«¿En algún momento lo interrogaron sobre las actividades en la fábrica?», le preguntó la Fiscalía. «En la Peugeot estábamos pasando un periodo de crisis y esa documentación la había hecho yo para demostrarle a la empresa que no se podía aumentar la producción en 30 %. ¿Y mi pregunta era por qué lo hacen si saben que no se puede hacer?», respondió Boria, que tras recuperar la libertad se fue del país. «Estaba asustado porque no sabía qué iba a pasar», agregó.

Escapó de Tucumán y terminó en El Infierno

Eduardo Rubén Castellano trabajaba en la Universidad de Tucumán, de dónde tuvo que irse en 1976 ante la persecución que se sufría en esa provincia.

Alquiló a cuatro cuadras de la Brigada de la Bonaerense de Lanús, con asiento en Avellaneda, sin saber que terminaría allí secuestrado. Gente de civil cayó en su domicilio a las 4 de la mañana. Eran seis «de civil, pelo largo, aritos», dijo al tribunal.

Contó que tenía revistas como El Combatiente y El Descamisado y una máquina de escribir. «La gente de arriba decía que éramos terroristas».

Lo llevaron a un «galpón» y «directamente a una sala de tortura». «Me preguntaban si estaba haciendo asaltos comando o mandando comunicados a mis compañeros de la guerrilla», contó.

Dijo que durante su cautiverio no tuvo «vinculación prácticamente con nadie. En ese calabozo estaba solo. Esto fue enero, febrero, después empezaron a traer gente», precisó. Para esto, entre enero y marzo aseguró que trajeron «albañiles para hacer cambios de seguridad» en la Brigada de Lanús conocida como El Infierno.

Castellano insistió durante su declaración en que durante su cautiverio «vi a tres chicas embarazadas que las traían con las manos atadas con alambre […] y trajeron a dos señoras grandes». «Las vi a fines de abril», le respondió a la abogada querellante por Abuelas de Plaza de Mayo, Colleen Torre, cuando le pidió precisiones.

Entre los nombres o apodos que escuchó en El Infierno de los policías que allí operaban mencionó al subcomisario Flores como jefe de la Brigada, a García que hacía los sumarios y a los jefes de las patotas Quasi, Jesús, Palito o Papi y al Negro Gómez. «Eran todos de la Policía bonaerense, su señoría», dijo Castellano dirigiéndose al presidente del tribunal, Ricardo Basílico.

Interrogado posteriormente por el letrado querellante por la Municipalidad de Avellaneda, Claudio Yacoy, sobre las refacciones hechas en El Infierno a principios de 1976, Castellano dijo que «en febrero empezaron a remodelar el techo arriba del patio y pusieron rejas. Los calabozos grandes los dividieron para traer a las mujeres. Cuando terminaron de hacer todo eso fue el golpe de Estado», respondió.

En junio lo trasladaron al Pozo de Banfield “porque necesitaban el lugar”, afirmó.

En la Brigada de Banfield estuvo «más o menos quince días», hasta que su madre y el abogado Pedro Caminos lograron dar con su paradero.

De Banfield fue a la cárcel de Olmos. De allí a Mar del Plata a un centro clandestino y de allí a la cárcel de Caseros y finalmente a la de Devoto. Recuperó la libertad «después de la democracia, en el 83, 84».

Al término de su declaración, el juez Basílico le preguntó si necesitaba «custodia de alguna fuerza que no sea la Policía de la provincia de Buenos Aires», pues dijo que estaba preocupado «por lo que pudiera pasar».

Tras recordar «lo que pasó con Julio López», Castellano aclaró que no tiene miedo sino preocupación. «Su señoría, si a mí me llegara a ocurrir algo, usted sabe de dónde va a venir si a mí me llega a pasar algo», concluyó.

El presente juicio por los delitos perpetrados en las Brigadas de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes y Lanús, conocida como El Infierno, con asiento en Avellaneda, es resultado de tres causas unificadas en la causa 737/2013, con solo quince imputados y apenas uno de ellos en la cárcel, Jorge Di Pasquale. Inicialmente eran dieciocho los imputados, pero desde el inicio del juicio, el 27 de octubre de 2020, fallecieron tres: Miguel Ángel Ferreyro, Emilio Alberto Herrero Anzorena y Miguel Osvaldo Etchecolatz, símbolo de la brutal represión en La Plata y en la provincia de Buenos Aires.

Este debate oral y público por los delitos cometidos en las tres Brigadas, que se desarrolló básicamente de forma virtual debido a la pandemia, ha incorporado en los últimos meses algunas audiencias semipresenciales.

Por esos tres CCD pasaron 442 víctimas tras el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, aunque algunas de ellas estuvieron secuestradas en la Brigada de Quilmes antes del golpe. Más de 450 testigos prestarán declaración en este juicio. El tribunal está integrado por los jueces Ricardo Basílico, que ejerce la presidencia, Esteban Rodríguez Eggers, Walter Venditti y Fernando Canero.

Las audiencias pueden seguirse por las plataformas de La Retaguardia TV o el Facebook de la Comisión Provincial por la Memoria. Más información sobre este juicio puede consultarse en el blog del Programa de Apoyo a Juicios de la UNLP.

La próxima audiencia se llevará a cabo el martes 29 de noviembre a las 8:30.


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