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Las palabras del terror (IV)

Por Martín Gras*

Se trata ya, no de conquistar el terreno físicamente hablando, sino de conquistar mentes. No de tomar plazas-fuertes, sino de moldear las estructuras mentales. La única victoria definitiva en la guerra es la victoria cultural […] Más que luchas por las armas, es una lucha por las almas. Para graficar: se ha podado un árbol y para que no brote en el futuro será necesario quemar la raíz y el tronco de ese árbol.

SOMOS, 1977

Podar el árbol, quemar la raíz

La inhumana metáfora disciplinante que utilizó la revista Somos el 16 de septiembre de 1977, al homenajear el 22° aniversario de la Revolución Libertadora, es un perfecto ejemplo de la política comunicacional que en esos momentos llevaba adelante la editorial a la que pertenecía el medio.

Estudiar la Editorial Atlántida no es fácil, pero es imprescindible. Es un difícil ejercicio que pone a prueba la capacidad de interpretación de los instrumentos de análisis convencionales, limitados, generalmente, a ser aplicados a medios individuales y a sus avatares discursivos, políticos y/o empresariales, en plazos acotados.

Nuestro objetivo, por el contrario, tiene una larga línea histórica, pues se funda en 1904, lo cual obliga a una doble mirada cronológica: tanto sobre la etapa dictatorial específica, como sobre un periodo mayor que debe ampliarse hasta sus orígenes. Igualmente es necesario, para su comprensión, relacionar entre sí varios de los medios gráficos que la conformaban. En 1976 publicaba, entre otras, las revistas Billiken, El Gráfico, Para Ti, Somos, Gente y La Chacra. Las tres primeras (fundadas entre 1919 y 1922) son las revistas de mayor antigüedad que se publican aún hoy en Argentina.

En la última etapa dictatorial venía, además, de una reciente incursión en la televisión. Había adquirido parte del accionariado de Canal Trece en 1971, bajo el gobierno de Alejandro Agustín Lanusse, que volvió rápidamente al Estado al ser renacionalizado por Juan Domingo Perón en 1974.

Asombrosamente, este centenario periplo, que atraviesa todo el siglo XX argentino (Atlántida recién se vende en el año 2007 al grupo mexicano Televisa), se hace bajo la férrea conducción de un reducido clan familiar: los Vigil.

La Editorial Atlántida y la familia Vigil constituyen no solamente un conglomerado empresario de inusitada potencia, sino que son el principal núcleo privado de producción de contenidos para la instalación del orden hegemónico en la Argentina, en aquello que se define, en palabras de Foucault, como un “sistema general de la transformación de los enunciados”.

Buscar la lógica de la Editorial Atlántida a lo largo de más de un centenar de años de rigurosa coherencia ideológica obliga a colocarla más allá de la complicidad coyuntural con el poder militar de turno, por brutal que este sea, para pensarla como un importante actor permanente en la producción y naturalización de sentido común disciplinante.

Su directa participación en los siete años del genocidio reorganizador no es casual, es causal. Es por eso que Samuel Gelblung, jefe de redacción de la revista Gente (buque insignia de Atlántida) podrá decir en un editorial titulado “Moralidad, Idoneidad, Eficiencia”, fechado el 1° de abril de 1976: “Y de pronto advertimos que teníamos la obligación de interpretar la producción de noticias, de arriba para abajo. Que teníamos la obligación de hacer ideología y pecar por arbitrarios antes que por complacientes”.

Una confesión descarnadamente franca y veraz, al menos en lo que a Atlántida respecta. Quizás lo único que está de más es el comienzo de la frase “y de pronto advertimos…”. Realmente no existía el “de pronto”: nunca habían hecho otra cosa.

 

El Mono Relojero y el conformismo impuesto

La historia de esta saga comunicacional/política/empresarial tiene su origen, como toda verdadera historia que se respete, en un personaje casi mitológico: el fundador de la dinastía, Constancio C. Vigil.

La biografía oficial prefiere recordarlo, más que como a un periodista, como a un moralista escritor de literatura infantil, creador de personajes tan entrañables como El Mono Relojero, La Hormiguita Viajera y La Familia Conejola.

Suele referirse también a que el Papa Pio XII le otorgó la Cruz Lateranense de Oro (que curiosamente lo vincula post mortem con Carlos Blaquier, doctor por la Pontificia Universidad Lateranense), que fue un golfer distinguido, propuesto para premio Nobel de la Paz y que, verdadero o no, 3.000 escuelas, aulas y bibliotecas llevan su nombre. Púdicamente parcializa también sus éxitos como “educador moral de la juventud”, evitando recordar su reconocimiento en la España franquista.

Esto no es casual: el paradigma de vida propuesto a través de todas sus publicaciones es una moral de obediencia individual dentro de un marco de valores cristianos convencionales. Un camino que evita toda confrontación o conflicto, eligiendo la aceptación y el no cuestionamiento de las estructuras de orden, consideradas como normalizadas. “La esperanza del bien ya es un gran bien”, es una de sus máximas, verdadera épica del lugar común.

Estos conceptos hacen pensar en lo que Martin Heidegger define como construcción de moralidad. La “moral como dictadura del impersonal se (se dice, se hace)”. Igualmente, esa conducta debida produce lo que Antonio Gramsci identificó como “el hombre colectivo o conformismo impuesto”.

Este mecanismo es explicado por Marc Angenot en su Teoría del Discurso Social: “el analista ve, en lo que se escribe y se difunde en una sociedad, dispositivos que funcionan independientemente de los usos que cada individuo les atribuye, que existen fuera de las conciencias individuales y que están dotados de un poder social en virtud del cual se imponen a una colectividad, con un margen de variaciones, y se interiorizan en las conciencias”.

Es fascinante ver cómo Constancio C. Vigil instrumenta esa concepción “conformista”, ese facilismo easy going, esa aparente moralina ingenua, a través de la construcción de una red de esos “dispositivos independientes”. Los presenta bajo la forma de publicaciones especializadas, que son vistas por sus lectores como verdaderos manuales de conducta cotidiana. Vigil ofrece un saber hacer que encubre/vulgariza un deber ser.

Sus revistas (recordemos que el modelo revista implica una aparición no diaria, con intervalos mayores y que remite a una información más distante del hecho, elaborada y calificada) constituyen una suerte de puente entre los valores decimonónicos de los sectores dominantes y la modernidad sofisticada, a la que buscan incorporarse los nuevos sectores medios de la primera mitad del siglo XX.

El contrato que establecen con sus lectores es servir de manual de estilo a una modernidad conservadora, un ascenso social limitado y un progreso permitido.

Se trata, pues, de identificar, en esa aparente multiplicidad de manifestaciones/alternativas que conforma el estado social del discurso, a un “conjunto de mecanismo unificadores y reguladores que aseguran a la vez la división del trabajo discursivo y un grado de homogenización de las retóricas”. Marc Angenot denomina este sistema de unificación y regulación con palabras gramscianas: “hegemonías discursivas”.

 

Billiken va a la guerra

La Editorial Atlántida construye una sola gramática para unificar la emisión de un discurso múltiple. Su público está estructurado en forma segmentada/direccionada: hombre, mujer, niño. Se trata de dirigirse a cada uno de esos grupos a través de un supuesto lenguaje específico a sus intereses, pero que oculta una verdadera unidad de objetivo: homogeneizar a cada subjetividad y asignarle un lugar prefijado en la sociedad.

El Gráfico tiene como sujeto discursivo al hombre. En sus comienzos no era una revista esencialmente deportiva; de hecho, lo deportivo se proponía inicialmente como alternativa para desplazar al concepto de juego y ocupar su lugar con una idea de cultura física, masculinidad y nacionalidad. Sólo con el tiempo derivaría en trasmisora del deporte, considerado como un producto cultural de masas.

Para Ti tiene como sujeto discursivo a la mujer. Su asignación de pertenencia es la familia, y la modernidad se vincula fundamentalmente con elementos de estética, moda, maternidad, atención del hogar y el superficial mundo de interés de una “cultura femenina”.

Billiken, quizás la más asombrosa de la serie, tiene como sujeto discursivo al niño, pero no considerado como hijo (que es una relación vinculada a la maternidad y, por lo tanto, tratada en Para Ti), sino como alumno. Es decir, como preadulto participante de un dispositivo de homogenización cultural bajo supervisión estatal.

No hay acuerdo sobre el origen de la palabra Billiken, que parece referirse a un muñeco que estaba de moda en el momento de su lanzamiento entre los niños de EE.UU.

Más allá de esa anécdota, parece bastante evidente, observando el conjunto de los productos editoriales, la influencia de un modelo norteamericano que comienza a apuntar a consolidar una relación prensa/mercado (forma de inclusión de la publicidad, incorporación de cupones, relación texto/diseño gráfico) y que vincula tempranamente pautas de consumo con estilos de vida. El lifestyle, en términos de Arthur Adler.

El éxito de las ofertas de Atlántida es asombroso, llegando sus medios a ser no sólo los fundadores, sino los dominantes de los respectivos géneros y líderes de circulación en el mercado hispanoparlante.

El caso más remarcable es el de la revista Billiken, que llegó, a mediados del siglo XX, a una circulación de más de 500.000 ejemplares y a constituir un verdadero catalizador social (durante la crisis de 1929 organizó a más de 40.000 niños, en los llamados Comités Billiken, para recolectar ayuda para los afectados por la Gran Depresión estadounidense).

Esta “tradición social” se mantiene en dictadura. Billiken, en 1979, festeja, junto a Coca-Cola, su 60° cumpleaños (más el 400° aniversario de la fundación de la Ciudad de Buenos Aires), con una campaña educativa realizada con el comando en jefe del Ejército, que se desarrolla bajo la consigna “El Niño, la Escuela y el Ejército”. Casi se puede decir «la Santísima Trinidad de Billiken».

Esta modernidad conservadora la llevó a lanzar la revista Gente en el año 1965, apuntando a presentar su discurso ideológico a través de un nuevo contexto emergente: la mezcla entre farándula, ídolos deportivos, sexo sugerido, cultura pop que producirá un nuevo referente social: “el famoso” o “mediático”.

En 1976, a séis meses de producido el golpe, la Editorial presenta la que sería la más explícitamente comprometida de sus propuestas mediáticas: Somos, un semanario de “política seria”, que se convertirá el alter ego comunicacional de la dictadura cívico-militar (entre sus jefes de redacción destaca Héctor D’Amico, luego secretario general del diario La Nación). Su primera tapa que se volverá legendaria es, como no podría ser de otra manera, una foto de José Alfredo Martínez de Hoz.

Oficiosamente, la Editorial Atlántida es considerada, en ese periodo, como vinculada directamente con la Armada. Esa versión reiterada, pero no confirmada, parece tener sus orígenes en las primeras denuncias que realiza en 1984 el entonces diputado Eduardo Varela Cid. Curiosamente, una pista en este sentido parece darla en propio Agustín Botinelli, cuando al declarar en su juicio se refiere a la relación de uno de los Vigil (Aníbal) con el Canal Trece.

Como señala el fiscal Martín Niklison: “en cuanto a la televisión, todos los canales estaban en poder del Estado. Los canales se habían dividido entre las tres Armas. Al respecto vale la pena recurrir a la indagatoria de Botinelli, quien dijo que era común que Aníbal Vigil lo convocara para que realizara entrevistas a figuras del espectáculo que él contrataba para Canal Trece, del que era propietario. Eso no es correcto, ya que los Vigil recién accedieron a parte de la propiedad de Canal Trece en 1989”.

“En 1979 el Canal Trece era conducido por la Armada, por lo cual parece que la memoria le jugó una mala pasada a Botinelli, ya que de sus dichos surge que Vigil realizaba actividades de espectáculo con el canal de la Armada y promocionaba a los artistas en sus medios gráficos.”

Quizás si, como se señaló previamente, los Vigil habían perdido su participación en el Trece a causa de la reestatización impulsada por Juan Domingo Perón, la declaración de Botinelli, más que una mala pasada de la memoria, fue un modesto lapsus de verdad. Más allá de la común identidad política, tratar de recuperar sus acciones es una buena causa económica para profundizar las relaciones carnales de la familia expropietaria con los interventores de la Armada Argentina.

De cualquier manera, comprender en su cabal importancia el rol jugado por el Editorial Atlántida supera largamente a la reduccionista explicación por asociación económica y requiere una reflexión de mayor complejidad sobre la relación medios-poder que trascienda no sólo a la práctica individual de cada una de las revistas descriptas, sino también a la sumatoria directa de todas sus capacidades.

 

Rayuela, metáfora de la hegemonía discursiva

Es poco probable que Julio Cortázar, al escribir en París su “contranovela” Rayuela, pensara que estuviera dando inicio al “boom latinoamericano” de los sesenta. Pero lo que es absolutamente imposible que creyera es que la estructura de su obra pudiera servir de metáfora para tratar de explicar la hegemonía comunicacional. Sin embargo, malgre lui, la posibilidad existe.

En su texto, Cortázar, cuando presenta a Horacio Olivera buscando a la Maga “en el lado de allá”, “en el lado de acá” y “en todos lados”, parece estar ofreciendo al lector un novedoso e inusual ejercicio de libertad. Parece dejar que este elija su propio camino y reconstruya a su gusto la historia. En efecto, el libro se ofrece para ser leído de varias formas: lectura secuencial clásica, lectura alternativa a elección, o lectura sugerida por el autor desde un Tablero de Comandos.

Realmente, esa propuesta igualitaria autor-lector, más allá del magnífico tour de force literario, no es posible. Es un ejercicio de prestidigitación que nos distrae con una falsa posibilidad de elección cuando, en verdad, solo ofrece distintos caminos posibles de aproximación a un texto único (aun la posibilidad de diversos finales es, en un punto, ilusoria, pues se inscribe en esa limitación transparente) sin poder salir de la lógica última de la historia.

En última instancia, Rayuela es sólo eso, un juego de rayuela que, como todo juego, tiene reglas preestablecidas por una autoridad que las determina y que son tácitamente aceptadas por los jugadores. Cuando algún participante trata de actuar por fuera de las reglas, el juego se acaba (Giorgio Agamben llama a ese momento «Estado de Excepción»), hasta que la autoridad restablece las reglas. Los métodos que utiliza entran en ese espacio de “lo morboso” al que suele referirse Antonio Gramsci.

Es a la construcción de esa gramática de lo decible y lo indecible en una sociedad a lo que se dedicó durante un siglo el Grupo Vigil y la Editorial Atlántida. A dibujar los recuadros que marcan en el suelo el camino entre el Cielo y el Infierno. Esa es su particular rayuela.

Comprenderlo permite proponer una gama de graduaciones posibles en las relaciones entre el sistema mediático y el sistema de poder. Variables en el espacio y en el tiempo, van más allá de las colaboraciones y pueden llegar a vincularse, necesariamente, con las coautorías.

Existen casos de relaciones donde el medio de prensa aparece directamente vinculado, a través de personas en particular, con actos criminales puntuales (Agustín Botinelli con el reportaje a la entonces desaparecida Thelma Jara; Vicente Massot con el asesinato de los delegados sindicales Miguel Ángel Loyola y Enrique Heinrich).

En otros, la relación es más amplia y permanente, dentro de lo que genéricamente podemos describir como Acción Psicológica (distorsión u ocultamiento de datos criminales o apoyo propagandístico a la gestión dictatorial).

Pero lo más importante que nos enseña el breve estudio realizado sobre la Editorial Atlántida es la existencia de grupos mediáticos, con presencia estratégica permanente en la construcción de un orden social a largo plazo. Esa actividad es previa, contemporánea y posterior al “momento de excepción” dictatorial.

La participación mediática en dictadura, que es el tema que hasta acá se viene desarrollando, se visibiliza entonces sólo como el eslabón de una cadena previa y posterior a los momentos de reorganización y ajuste, en el que apoyaron el uso de la ultraviolencia excepcional y clandestina.

Quedan abiertas preguntas sin contestar. ¿Cómo establecer la responsabilidad de un sistema mediático constructor/legitimador de poder en democracia? ¿Cuál era la responsabilidad de los medios más allá de los delitos de lesa humanidad? Poco sabemos. Como dicen los mapas medievales: “más allá hay monstruos”.

*Docente de la Facultad de Periodismo y Comunicación Social y miembro del Proyecto de Investigación y Extensión “Medios y Dictadura».

 


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