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Lengua y emancipación

Por Fernando Alfón

El pasado jueves 7 de julio, en la jornada de cierre del Foro Universitario por el Bicentenario y bajo el lema «Lengua y emancipación», se conformó una mesa con las doctoras en lingüística Cristina Messineo y Mara Glozman, el ensayista Américo Cristófalo, el presidente de la Academia Argentina de Letras, José Luis Moure, y yo. Por esa deslucida cortesía que declina en comodidad, fuimos delegando el honor de cerrar la mesa, cayendo el privilegio en Moure. El hecho de que era el mayor o el de ostentar un título de presidente parecía justificarlo. A considerar por lo que dijo, aprovechó muy bien las ventajas de tener la última palabra: tranquilizó al público asegurándole que, si bien había una mala doctrina –la que esgrimimos quienes lo precedimos en la oratoria–, también había una manera cristiana de encarar el asunto. La mesa comenzó entrando ya el mediodía y con la promesa de un locro al terminar, por lo que las exposiciones fueron breves, y, como casi no hubo tiempo para réplicas, recurro a esta nota a modo de contestación intempestiva o botella que se arroja al mar.

Veamos, ante todo, un fragmento de la buena doctrina de Moure. Aseguró que cosas como el manifiesto «Por una soberanía idiomática» –publicado por Página/12 y en el cual estábamos implicados Américo y yo–, los cuestionamientos a las academias de la lengua y la insistencia en la actitud querellante eran «muy interesantes», pero estaban provocando un problema muy grave en la educación: las maestras ya no sabían cómo enseñar español en el aula. Las citas que hago no son exactas, porque buscan ser fieles.

Cuando ingresó por primera vez al edificio de la Real Academia Española, Moure se encontró con un espectáculo tan imponente que renunció a cualquier rebeldía y abrazó el fulgor de ese poder que, entonces, se le proyectaba como una luz del tamaño del cielo. Lo sé porque él se encargó de confesarlo en esta mesa, ahora ya no tan emancipada. No salía aún del asombro de que semejante anécdota se ventilara en un foro congregado, precisamente, a celebrar otro resplandor, cuando me desayuné con que el desconcierto de las maestras ante la enseñanza de la lengua se debe a la vigencia de una querella. Vamos a ver.

Para arribar a semejante conclusión hay que demostrar, primero, que las maestras están al tanto de que existe una disputa de poder en torno a la lengua, cosa tan improbable que nos impide derivar de ahí algún tipo de desconcierto. Si las maestras están en problemas –estado que no necesariamente constituye un problema–, entre las causas que se podrían candidatear como responsables no se encuentra el hecho de que desnaturalicen la lengua o, en la línea argumental de Moure, la envenenen con la ponzoña de la soberanía. Dudo, por lo demás, que el modelo normativo esté en crisis; a lo sumo dejó de ser sencillo aprenderse de memoria los mamotretos que imprime la Real Academia. Los alumnos, de todos modos, suelen formarse en una idea bastante homogénea y unidireccional de lo que debe ser la lengua. Si no la aprenden en la primaria, la aprenderán en la secundaria y, si no, queda el último recurso de la Universidad. El discurso normativo está tan arraigado que se volvió imperceptible, incluso para los propios académicos que lo fomentan. A menudo se enfrentan a él como quien se desconoce en el rostro desangelado de un hijo. Me explico.

Se ha buscado muchas veces la relación directa entre decadencia del idioma español y falta de observancia de sus normas, tanto que no deja de crecer la cantidad de libros preceptivos, sin dejar de creer el diagnóstico catastrofista. Lo que habría que investigar ahora es el impacto que tiene la industria de la estandarización en la pretendida pobreza del idioma. Me hubiera gustado preguntarle a Moure –recuerde, lector, que había un locro esperando– si arriesgaría una explicación en torno a cómo hizo Cervantes para escribir El Quijote, sin gramáticas ni manuales de estilo, pero, como seguro tiene una respuesta para esto, le pregunto ahora cómo es que con tantas publicaciones normativas y con tantos siglos de Real Academia parece alejarse cada día más la aparición de otra novela semejante. ¡Pero vamos!, no le podemos endilgar a las instituciones del orden el enorme poder de obturar una gran obra, me basta con advertir que su énfasis normativizador colabora en que la lengua no tenga sobresaltos, ni gire como un rombo desorbitado, ni alumbre la expresión inesperada. Por suerte, no todos los escritores siguen a pie juntillas los dictámenes reales y, cada tanto, desprovistos de casticismo, ofrecen a la imprenta una obra que se atreve a tener relaciones carnales con la lengua.

La Real Academia Española y sus secuaces en el mundo –las otras academias correspondientes, el Instituto Cervantes, la Fundación del Español Urgente (Fundéu)– confiesan estar muy preocupados por el esplendor del español y se abocan a vender manuales de estilos en todas sus formas, creyendo que tiran un salvavidas. La metáfora del ahogamiento es inapropiada, pero en todo caso el salvavidas es de plomo. La lengua de una persona no sale a flote a fuerza de correcciones, a lo sumo consolida su temor aferrándose a ellas y ahí se queda. Nadie se hace expresivamente rico consultando y obedeciendo preceptos. A propósito de los preceptos, ¿quién los establece? La RAE jamás reconocerá el sesgo con que impone un uso dialectal como universal y representativo del total de hablantes de una lengua. La Academia de Moure tampoco, pero, dada la norma, hay que rendirse a ella; de lo contrario, reina el desconcierto, es decir, deja de reinar la RAE, catástrofe de la que, por el momento, la estirpe normalizadora puede despreocuparse. Porque en definitiva de esto se trata todo, del reinado, cuya eficacia radica en presentarse bajo el ropaje del esplendor y el cuidado de «nuestro mayor tesoro».

La preocupación que siente Moure por las maestras le pertenece; de lo que no es autor, sin duda, es de la ideología que la sustenta. La corriente de pensamiento catastrofista se remonta a la lejana Cédula Real de 1770, de Carlos III, obligando en América al uso exclusivo de la lengua castellana; pasa por las alarmas del doctor Américo Castro, alertando sobre el relajo de las normas en el Río de la Plata; y llega, casi con las mismas palabras, a una mesa del Foro por el Bicentenario. Creer que reina un caos, que el caos se debe a la inobservancia de las normas, que la inobservancia degrada la lengua y que hablar mal corrompe la conciencia, es una presunción que, no por equivocada, carece de abolengo. El planteo enseña su rostro moral, pero oculta su afán de dominio. Para imponer una variedad del español por sobre otras, hace falta persuadir de que no se trata de una variedad más, y que adoptarla no es más que adoptar la forma más pura y natural de la lengua.

Para hacer aun mucho más efectiva esta persuasión, a España y a sus instituciones de la lengua se les ocurrió el extraordinario artificio de reflotar la idea del panhispanismo, donde existen varios centros del idioma. Pero basta echar un vistazo al Diccionario usual o al Panhispánico de Dudas de la RAE, al ahora relanzado Servicio Internacional de Evaluación de Lengua Española del Instituto Cervantes o, en general, a la política exterior española en materia de lengua, para ver que el panhispanismo no es más que un amoroso caballo de Troya, en cuyo interior viajan los intereses y las empresas más ambiciosas de España.

Si las maestras argentinas se llegaran a preguntar hasta las últimas consecuencias quién manda en materia idiomática, eso no las desconcertará, a lo sumo se emanciparán de españoladas como el tú y el vosotros que enseñaban hasta no hace mucho tiempo.