Por Gabriela Calotti
Diego Barreda tenía menos de treinta años cuando entró a trabajar en Astillero Río Santiago donde participó activamente en el cuerpo de delegados y en las movilizaciones. Lo declararon prescindible tiempo después del golpe cívico-militar. Consiguió trabajo en la metalúrgica OFA de Villa Elisa, pero lo echaron justo antes del plazo para efectivizarlo porque el gerente había recibido un informe en el que lo tachaban de «terrorista», según supo años después al ver su legajo, ya en democracia.
«Comencé a trabajar por mi cuenta como albañil con un grupo de trabajadores en Ensenada, en la construcción o reparación de la red de lo que iba a ser la Telefónica, el Plan de Millón de Teléfonos que estaba en manos de una empresa española», explicó el martes ante el Tribunal Oral Federal Nº 1 de La Plata que lleva adelante el juicio por los delitos de lesa humanidad perpetrados en las Brigadas de Investigaciones de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes y Lanús, con asiento en Avellaneda.
Ya tenía un hijo y la nena venía en camino. Vivía en Ringuelet. El 14 de julio de 1978, a una cuadra de su casa, fue secuestrado junto a dos compañeros de trabajo por unos ocho hombres armados y de civil.
«Volviendo de ese trabajo a mi casa, a una cuadra, se produce el secuestro. Veníamos de trabajar, había una camioneta Dodge sin chapa, vieja, autos y gente con armas largas. Nos detuvieron, me tabicaron, me esposaron y me tiraron arriba de la camioneta. Caí arriba de alguien», relató de forma presencial en el marco de la audiencia número 86.
«Era el 14 de julio, la fecha de la Revolución Francesa, por eso me acuerdo. En la calle 12 y 510 en Ringuelet, a una cuadra de mi casa», agregó. «Fuimos a parar a lo que después supe era el Pozo de Quilmes».
Atrás habían quedado la carrera en la Escuela de Cine de Bellas Artes de la que quedó fuera como tantos jóvenes cuando la dictadura de Onganía la cerró. Atrás había quedado el oficio de carpintero que aprendió de su padre durante «años de trabajo».
«La camioneta ingresó por una rampa, yo tengo idea de que era hacia abajo. Cuando estuve en el Pozo de Quilmes pude corroborar algunas cosas […] Ahí, después de escuchar gritos y alaridos de gente que estaba siendo torturada, me toman la presión. Esto es un detalle absurdo. No conozco a ninguna persona exdetenido que le hayan tomado la presión antes de ser torturado. Nunca pude imaginarme ni por qué, ni a qué se debía», relató ante el tribunal durante una audiencia que debió ser interrumpida en varias ocasiones por problemas de conectividad de internet y de sonido, sobre lo cual el testigo ironizó siempre con la voz pausada, aunque sin quitarle horror a su relato.
«Voy a la famosa parrilla, atado, era un elástico, todo metálico, ahí no había problema de conectividad con la electricidad», afirmó. «Tuve noción en ese momento de varios desvanecimientos», agregó.
«Me interrogaron sobre situaciones absurdas, sobre si había puesto las bombas para hundir la fragata ‘Santísima Trinidad en Astillero’».
Perdió la noción del tiempo «tirado en el piso de una celda que se llovía». «Nunca pude recomponer si estuve cuatro horas, diez o dos días», sostuvo. En Quilmes estuvo tres días, dijo más tarde.
Apareció entonces un hombre al que llamaban «el coronel». Le sacaron fotos. Lo subieron a un vehículo con dos personas más que identificó por su apellido, Nani y Tiscornia, y los llevaron a un «edificio muy grande» donde subieron escaleras y los dejaron en una celda a los tres.
«Ahí nomás pasó un avión que hace propaganda de los circos, diciendo ‘vecinos de Banfield’», y reflexionó: «Tanto secreto del aparato represivo para con nosotros y nos venimos a enterar de que estábamos por lo menos en la localidad de Banfield» por un avión de un circo.
Como resultado de la picana eléctrica contó que «a los diez días, más o menos, se empezó a caer la piel, pero no como en escamas como cuando uno toma sol. La piel es gruesa. Es como un jabón», relató, y recordó que se le venía «la imagen de los nazis que hacían tulipas con la piel de la gente de los campos porque la piel es casi como un cuero».
También como consecuencia de las condiciones de cautiverio, dijo que estuvo «23 días sin mover el vientre» y recordó que cuando lo hizo «fue motivo de aplauso y de festejo», y agregó que lo contaba «para graficar el grado de deterioro y de resistencia frente a las condiciones de vida que teníamos».
Mary Artigas, la uruguaya que dio a luz en la cocina del Pozo de Banfield
Diego Barreda declaró en cinco juicios anteriores, incluido el juicio llevado a cabo por la Justicia italiana por el llamado Plan Cóndor, un plan de coordinación represiva de las dictaduras del Cono Sur. Allí también ante el TOF Nº 1 aseguró que estando en Banfield la «compañera embarazada de siete meses y medio que les traía la comida» era María Artigas, una joven uruguaya.
«Ella retiraba el tacho y luego lo traía y también nos traía la comida que era lamentable», contó, y recordó que cuando había un guardia, una persona canosa, «ella nos dijo que se llamaba María Artigas. Lo recuerdo por Artigas» [José Gervasio Artigas, militar independentista uruguayo].
Fue Mary Artigas quien le dio una frazada con tres agujeros para que en pleno invierno se abrigara pues lo había visto temblar. A Barreda solo le habían dejado el mameluco de trabajo. «Ese chaleco milagrosamente lo pude sacar puesto y lo doné a la Casa de las Madres cuando aparecí», aseguró.
«Esta compañera supe que era uruguaya, dijo que era uruguaya. Una noche, yo calculo por el 10 de septiembre, una noche empezamos a sentir gritos de auxilio. Ella estaba en la celda con otra compañera. Esta otra mujer gritaba, pateaba la puerta, tardaron una barbaridad en venir la guardia y escuchamos el llanto de una criatura, no sé cuanto tiempo pasó. El lugar donde nació era la cocina, arriba de la mesa de la cocina donde ellos comían», relató.
«María gritaba que quería verla o verlo. Estaba tabicada. No la dejaron y no sé cómo me habré dormido y a la mañana siguiente María no estaba. María no apareció nunca», sostuvo ante el tribunal.
A los diez días, a Barreda lo trasladan a La Plata junto a los dos secuestrados con los que había compartido celda. A Tiscornia lo largaron. A ellos dos los llevaron a la Comisaría 8ª, ubicada en 7 y 74. «Era el 20 de septiembre, la fecha del cumpleaños de mi hijo», afirmó.
Después de más de dos meses pudo bañarse. A los dos días pudo hablar con tres muchachos de apellido Baratti, Brancaroli y Bonín. Uno era estudiante de medicina, el otro trabajaba en una tercerizada de Propulsora Siderúrgica y el otro era delegado en el taller de estructura de Astillero. «Estuvimos hablando dos o tres horas. Estos compañeros venían de la Comisaría 5ª de La Plata. Llevaban nueve meses de secuestro». «Ellos nos dijeron que los iban a matar», afirmó Barreda. «No los vi más», agregó.
«Cuando aparecí, informé en los tribunales las veces que fui después de tener la libertad. Nunca aparecieron ninguno de los tres», insistió.
Días después lo trasladaron a la cárcel de Villa Devoto y le informaron que estaba a disposición del Tribunal de Guerra Especial Nº 1 de Campo de Mayo. Explicó que en ese lapso, durante una visita de la Cruz Roja Internacional a la Argentina, «negoció» que los militares no podían juzgar a civiles, de modo que su caso pasó a la Justicia federal y entonces lo trasladaron a la Unidad 9 de La Plata.
Al referirse a su situación una vez recuperada la libertad, Barreda afirmó que «uno de los desastres de la dictadura fue la destrucción prácticamente total de todas las familias que padecieron la represión». No solo provocó el rompimiento de su matrimonio, sino que ya estando en pareja supo por estudios médicos que padecía «esterilidad definitiva» provocada por la tortura, de modo que no podría tener más hijos.
Esa situación irreversible fue uno de los motivos por los cuales aceptó la indemnización que los ex detenidos-desaparecidos recibieron durante el Gobierno de Carlos Menem (1989-1999), que contemplaba el tiempo de detención y los daños graves a la salud.
Barreda quiso aclarar que ese tema provocó no pocas discusiones y enojos en el seno de la organización Madres de Plaza de Mayo y rechazó tajantemente el mote de «traidores» a quienes como víctimas y sobrevivientes aceptaron esas indemnizaciones por parte del Estado.
«Yo no negocié sangre por dinero, sino no estaría acá. Que me hayan indemnizado con dinero no me implica ni a mí ni a la mayoría de los que recibieron una reparación material habernos convertido en traidores», sostuvo. «Y esto no es un problema mío personal. Es un problema cultural para el devenir de la Justicia y lo que implican los derechos humanos y aquellos que realmente han sido los héroes», agregó.
«Ni los hijos de los desaparecidos, que se han organizado, ni las Madres, ni las Abuelas, existirían si las víctimas no hubiésemos estado presentes y enfrentando las condiciones que tuvimos que enfrentar a la dictadura. Es decir, es muy meritorio lo que han hecho, le debe la Argentina al movimiento de los derechos humanos el lugar de honor que tienen en el mundo, pero no puedo dejar de mencionar que los verdaderos héroes de todo ese proceso son los sobrevivientes, los testigos y los declarantes», afirmó.
Al juicio en Roma Barreda fue a declarar junto con María Victoria Moyano Artigas, aquella bebé que había nacido en la mesa de la cocina del Pozo de Banfield.
Astillero, blanco del terrorismo de Estado
El Astillero Río Santiago fue uno de los blancos de la represión contra el movimiento obrero en la región de La Plata, Berisso y Ensenada ya antes del golpe cívico-militar, con la violencia política desatada por la ultraderechista Triple A.
«Cuando se dio el golpe de Estado, el Astillero fue tomado por las fuerzas de la Marina […] Las filas de trabajadores que intentaban volver al trabajo eran ‘tamizadas’ por la Marina y una buena cantidad de delegados y de militantes eran directamente tirados arriba de camiones y algunos con suerte diversa», dijo al iniciar su relato.
Barreda trabajó un año más hasta que «hubo un conflicto sindical en dos o tres secciones de los que estábamos embarcados. Protagonizamos un reclamo por horas extras» y al tiempo «me dieron la baja».
Más de cuarenta años después de aquellos hechos, la Justicia federal juzgó y condenó a los responsables de la Marina que formaban parte de una estructura represiva denominada Fuerza de Tarea 5 que controlaba la zona industrial de Berisso y Ensenada y tenía a su cargo el Astillero Río Santiago. El tribunal que tuvo a su cargo ese juicio, presidido por el exjuez Carlos Rozanski, desembocó en un reconocimiento laboral de las víctimas que habían sido trabajadores de Astillero.
«Nos tenían que reconocer las categorías, la antigüedad y todos los beneficios de haber continuado trabajando allí. Obviamente los llamados subversivos siempre fuimos serios en el trabajo. De operarios calificados teníamos derecho a pasar a la máxima categoría como encargados», explicó Barreda, antes de reclamar el paso siguiente: «Nos falta la formalidad de ser jubilados».
El vecino del edificio donde secuestraron a Ileana García y Edmundo Dossetti
Fausto Humberto Bucchi era el vicepresidente del consorcio y vecino del edificio de Vicente López donde vivían los uruguayos Ileana García y Edmundo Dossetti, secuestrados en diciembre de 1977 y que permanecen desaparecidos.
Esa noche, Bucchi llegaba a su casa cuando gente armada lo retuvo antes de ingresar al hall del edificio. «Vi cuando se llevaban a una persona detenida, esposada, y se llevaban algunas cosas por el ascensor», explicó al tribunal. Poco después, un vecino que «tenía un alto cargo en la Armada se hizo responsable de mí y pudimos entrar al edificio», contó.
Al día siguiente, el portero lo llamó y le entregó a la nena que le habían dejado los represores. «La nena tenía un arnés que le mantenía separadas las piernitas», aseguró. «Le habían dejado a Soledad Dossetti, que tendría ocho o nueve meses», dijo. «El portero me mencionó la imposibilidad de tenerla».
Entonces fueron al departamento de donde se habían llevado a la mamá de la nena, que encontraron semivacío y hallaron en una cartas la dirección de las abuelas en Montevideo. «A la semana vinieron las dos abuelas. A la nena la habíamos llevado a la Comisaría de la Mujer en San Martín», precisó.
Soledad Dossetti García declaró meses atrás en este juicio.
El presente juicio por los delitos perpetrados en las Brigadas de la Policía bonaerense de Banfield, Quilmes y Lanús, conocida como El Infierno, con asiento en Avellaneda, es resultado de tres causas unificadas en la causa 737/2013, con solo quince imputados y apenas uno de ellos en la cárcel, Jorge Di Pasquale. Inicialmente eran dieciocho los imputados, pero desde el inicio del juicio, el 27 de octubre de 2020, fallecieron tres: Miguel Ángel Ferreyro, Emilio Alberto Herrero Anzorena y Miguel Osvaldo Etchecolatz, símbolo de la brutal represión en La Plata y en la provincia de Buenos Aires.
Este debate oral y público por los delitos cometidos en las tres Brigadas, que se desarrolló básicamente de forma virtual debido a la pandemia, ha incorporado en los últimos meses algunas audiencias semipresenciales.
Por esos tres CCD pasaron 442 víctimas tras el golpe cívico-militar del 24 de marzo de 1976, aunque algunas de ellas estuvieron secuestradas en la Brigada de Quilmes antes del golpe. Más de 450 testigos prestarán declaración en este juicio. El tribunal está integrado por los jueces Ricardo Basílico, que ejerce la presidencia, Esteban Rodríguez Eggers, Walter Venditti y Fernando Canero.
Las audiencias pueden seguirse por las plataformas de La Retaguardia TV o el Facebook de la Comisión Provincial por la Memoria. Más información sobre este juicio puede consultarse en el blog del Programa de Apoyo a Juicios de la UNLP.
El martes 15 de noviembre el tribunal realizará la inspección judicial en la dependencia de la Brigada de Investigaciones de la Bonaerense de Banfield.