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Macri o las imágenes de una política de cuerpos

Por Daniel Cecchini

El video se viralizó en las redes sociales, donde provocó indignaciones y gastadas, bien a tono con estos tiempos en los que la resistencia a las políticas neoliberales parece limitarse a asambleas de indignados en las plazas y a chistes cuyo contenido inconsciente se revela en impotencia política. Mauricio Macri posaba para la postal elegida de la inauguración de un nuevo supermercado Coto cuando descubrió que tenía un chiquito rubio al alcance de la mano. Ni lerdo ni perezoso, quiso agarrarlo para tener la imagen estereotipada de su propia representación. Pero algo salió mal: el pibe se desprendió del intento de abrazo (no sin esfuerzo, porque el presidente no lo soltaba) y ensayó una huida desesperada en la que perdió una zapatilla. Si se deja correr el video unos segundos más, se lo ve llorar y restregarse los ojos.

La escena podría pasar al olvido como una gaffe más de un hombre que no sabe muy bien cómo moverse cuando está rodeado de gente si no fuera por una recurrencia que pone en evidencia una política de (sobre los) cuerpos.

A principios de 2007, Mauricio Macri inauguró su campaña electoral para la Jefatura de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires en medio de un basural. La foto es difícil de olvidar: parado sobre unos tablones cuyo prolijo ensamble contrastaba con los desechos que lo rodeaban, el candidato se dirige a los vecinos prometiendo la urbanización de las villas porteñas. A menos de un metro, sus asesores de imagen le plantaron una nena –una auténtica piba de la villa, fue la consigna con la que la buscaron– para que lo acompañara. La actitud corporal y la mirada de la chica hablan sin posibilidad de equívoco: se protege (defiende su cuerpo de una situación indeseada) entrelazando sus manos adelante, mientras sus ojos se pregunta qué hace ahí o, más claramente, por qué la pusieron ahí. El pretendido “naturalismo” de la escena queda destruido por el contraste de esos brazos y de esos ojos.

La otra escena es mucho más reciente y revela una inquietante continuidad. En uno de los spots publicitarios más difundidos de su campaña presidencial, Macri visita a una familia cuya hija –una nena de pocos años– cultiva rosas para vender. El candidato agarra (ningún otro verbo es más claro que este) a la niña, que pone el cuerpo duro en un vano intento de resistencia. “Ya te vas a aflojar”, le dice el hombre en un mal diálogo digno de una película de porno infantil, “ya te vas a aflojar”. Para completarla, le ofrece comprarle flores, como si el trabajo infantil (la doble explotación de ese cuerpo de niño) no sólo no fuera cuestionable –e ilegal–, sino “aprovechable” para extraerle plusvalía.

En estas tres imágenes –la de 2007, la de la campaña presidencial y la del presidente en acción– hay un inquietante crescendo, que va de la cercanía a la aproximación y de la aproximación a la captura.

A quien hoy es presidente de los argentinos todo esto le resulta natural. Ninguna de las tres escenas descriptas le hace ruido. En su descargo, alguien podría argumentar que no tiene nada de malo que así sea, que Macri hace lo mismo con su hija menor, Antonia, convertida a esta altura en una suerte de Shirley Temple del cabotaje comunicacional del Gobierno de Cambiemos. Es una defensa perversamente banal: la utilización –cualquier tipo de utilización– del cuerpo de un niño, incluido el de los propios hijos, es lisa y llanamente un abuso.

Se trata, como ya se dijo, de una política de (sobre los) cuerpos. En este caso, de cuerpos infantiles abusados para su uso publicitario. Para decirlo con todas las letras: se trata de una política de apropiación.

Sería ingenuo y limitado reducir esta política –y sus consecuencias– a una cuestión concerniente al individuo Mauricio Macri y, como mucho, a quienes lo rodean. Otras escenas, simbólicamente tan crueles como las anteriores pero mucho más violentas, dejan en claro que se trata de una política de gobierno, aplicada con las herramientas del Estado.

Basta repasar las marcas dejadas por las balas de goma de la Gendarmería en los cuerpos de los chicos murgueros, o volver a ver cómo la Policía viola en una requisa los cuerpos de un grupo de adolescentes por ser sospechosos portadores de gorritas y bolsitos, para ver que no es el sujeto Macri sino el Estado quién está actuando de esa manera. Es el Estado el que somete a un sector de la población a esa política de cuerpos.

Como en aquel estremecedor relato de Kafka (En la colonia penitenciaria), los cuerpos quedan marcados hasta la sangre y para siempre con la letra de una ley que es la del puro capricho. En este caso, del capricho de un Estado autoritario que considera que tiene derecho a someterlos. Porque la disciplina con sangre entra.