Por Ángela Urondo
Era la marcha por los 20 años del golpe y yo empezaba recién a encontrarme con un principio de conciencia, respecto de las consecuencias del terrorismo de Estado sobre mi vida.
Se había develado la verdad sobre mi origen 22 meses antes y el impacto se traducía en un aturdimiento, en que costaba un poco encontrar la propia voz, mi camino. La tendencia a lo conocido me llevó a encerrarme, esta vez en mi propio dolor. Lo que a mí me había pasado. Todavía creía que se trataba de una tragedia personal, pero las mismas contradicciones me llevaban a buscar.
Estaba sola, o quizás para adentro, en medio de esta marcha que no había arrancado en Congreso a las 18, ni iba a terminar en ninguna Plaza de Mayo.
Anochecía y con la caída del sol, el brillo hipnótico del fuego de las antorchas me llevaba hacia los tribunales. Se trataba de una de las primeras acciones políticas de HIJOS, centrada en la presentación de un Hábeas Corpus colectivo, dijeron por ahí. Hábeas qué? Una expresión completamente desconocida, un lenguaje extraño. Todos compartían las tradiciones forjadas en aquellos primeros 20 años de lucha que yo me había perdido. Se coreaban consignas, sabidas por toda la gente. Al paso de las Madres con el símbolo irrefutable de los pañales sobre las cabezas, les cantaban algo como: ”Madres de la plaza, el pueblo sa-sarasa”, y yo no lograba decodificar lo que decían. Miraba a todos, tratando de leerles los labios para entender, sin conseguirlo, mientras las caras se desdibujaban a la luz del fuego de las antorchas, y a cambio de lo que buscaba, encontraba una emoción especial en la forma en que eran dedicadas aquellas palabras, que “el pueblo sa-sarasa”.
Finalmente decidí que el pueblo les decía “gracias, gracias” y algo así canté, tímidamente. Después supe que el pueblo las abraza y demás consignas.
“Aparición con vida” parecía tan ilusorio e imposible, como el “Castigo a los culpables”, pero esa lógica se disipaba y algo nuevo se despertaba, ante la promesa cantada, de que “a donde vayan los iremos a buscar, ole-oleé ole-olaá”… encarnado en una marea de voces que envolvían la masa humana, dialogando desde lejos con muchas otras voces, “oleé-olé, oleé-olá”, y ya no estábamos más solos, cargando nuestras tragedias individuales. Se empezaba a romper la burbuja. No solo la mía.
Pasaron muchos años desde aquella marcha y de aquella democracia agachada en los indultos, el punto final y la obediencia debida.
Pasó mucho desde aquel estado reconciliatorio, que proponía dejar el genocidio en el olvido, relativizando lo ocurrido en marco de una supuesta guerra entre dos demonios, y otras teorías impunistas.
Desde entonces, nos venimos descubriendo entre banderas y pancartas. Entre líneas. En la tarea de recolectar y cruzar los datos, uniendo cabos, que siguen sorprendiendo, por la forma en que se trenzan las historias, por la manera en que nos encontramos en el reflejo del otro, por la confluencia.
Sobrevivimos, arreando la desesperanza hasta convertirla en lucha, sin imaginar que la Justicia podía ser algo concreto, y no solamente un motor utópico. Se fue alzando lentamente, como una ola, empapando y sacudiendo todo en la rompiente. Fue imposible anticipar lo que removerían los juicios de Lesa. Cuanta verdad saldría a la luz, cobrando sentido. Cuanta tragedia individual encontraría su cauce colectivo. Tampoco pudimos prever el efecto reparador de esta Justicia de valor simbólico, tras décadas de impunidad sostenida. Es cierto que falta mucho y que no todo lo soñado será, pero en los fundamentos de los fallos se corrobora nuestra verdad, y esto, ha elevado el piso y el techo de lo discutible, respecto de la dictadura y la desaparición forzada de personas.
Hoy podemos decir con todas las de la ley, que hubo un genocidio en la Argentina. Tenemos 522 condenados por la justicia y la memoria histórica. Son apenas unos pocos integrantes del aparato represivo, los que están presos en cárceles. Otros condenados, siguen en sus casas, pudiendo abrir la puerta para ir a jugar. Hay una red de complicidad que sostiene a los fugados. La mayoría siguen libres. Invisibles, reciclados entre los vecinos de todas partes.
Por eso seguimos cada año, ofreciendo resistencia al golpe del 76 y a todos los golpes. Familiares. Sobrevivientes. Compañeros, y en el aire las ausencias, en el pecho las espinas, presentes. Los 30 mil.
El recorrido es ahora un poco más corto, pero de carácter masivo. Nos sabemos cada vez mejor. Los pañales en las cabezas, siguen marchando. El pueblo las abraza. Nuestros hijos aprenden a caminar, cantando juntos: “olé-olé, olé-olá”, y reconocen a sus abuelos, en las banderas recordatorias.
Marchar es nuestra forma de estar con nuestros desaparecidos, de celebrar sus vidas y abrazarlos entre todos. Es una forma de re confirmar sus existencias y las nuestras.