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Nahuel Acosta: desde donde zarpé

Por Ramiro García Morete

Chopin -o sus estudios, en rigor- le remiten directamente a las mañanas de sábado en la casa de Tolosa. Tanto como un puñado de tangos cuya sensación evoca pero ahora olvida su nombre. En el August Foster vertical (como el de la canción de Fito, resaltará) su padre o su madre se sentaban a practicar en un hogar donde la música era y sigue siendo el lenguaje cotidiano. Tanto Miriam -que actualmente toca el cello- como Mario son músicxs y docentes ahora jubiladxs.

De hecho, sería con su padre que se estrenaría en un escenario con ese cuarteto de folklore llamado… “El trío”. Tocando el bajo, ese Álvarez color negro que compró a los trece o catorce años cuando también estudiaba algo de guitarra. Faltaría bastante para recibirse de Licenciado en Composición en la UNQUI o para tener un trabajo en blanco y poder comprar un contrabajo, así como para hacer del tango y el folklore no solo dos gustos sino también espacios para trabajar.

Aunque también habría participaciones en bandas de rock. Y es que allí se reconocerá, para reconstruir ese revelador instante cuando en una radio marplatense escuchó “Canción para mi muerte”. “Esto es lo que me gusta”, pensó, y recordó que su padre -que alternaba material de tango con cosas de Charly o Fito- tenía el cassette de Sui Generis.

Chopin. De allí viene el apodo de Chop, ese amigo de Berisso que cada vez que se sentaba al piano tocaba “La casita de mis viejos”. Algo que le ocurriría a él también, después de finalmente indagar en las partituras. La casita de los viejos, por cierto, sería uno de los refugios en la pandemia. Limitado en la mitad de sus ingresos -al no tocar los fines de semana- su padre comenzaría a compartirle ideas y archivos de Sibelius. No pudiendo tocar con “En Diagonal”, el vínculo fraterno-musical se acentuaría desde otro lugar.

Y la beca “Sostener Cultura” sería la excusa para registrar parte de ello con una sesiones en el estudio casero de la casa familiar. Con el mate sobre un hermoso piano de cola y alternando las teclas con el contrabajo cuando participa su padre, aborda con pericia clásicos como “La comparsita” o el bellísimo “A media luz”. Un sencillo pero logrado material para exponer la jerarquía de Nahuel Acosta.

“La excusa era la beca y un poco el reflejar mi parte laboral profesional -introduce y simplifica Acosta-. Una pequeña muestra. Musicalmente me reparto siempre entre el piano y el contrabajo, así que quería que estén las dos. Respecto a la elección, los de piano son temas que siempre me acompañaron. La casita está basada en la versión de Carlos García y A media Luz en la versión de Omar Valente, un pianista de acá de la plata. La deformé un poco, porque no me salía tan bien (risas)”.

Más allá de su pericia, Acosta se muestra modesto y distendido ante su realización. De igual manera ante un repertorio de tal calibre: “De todos esos tangos hay miles de versiones. En piano solo ya lo hizo otra gente y mil veces mejor”. Y agrega: “Soy yo tocando de entrecasa. Quería que quedara esa cuestión medio espontánea”.

“Cuando estoy tocando el piano me gusta decir: pero en realidad toco el contrabajo -confiesa-. Y cuando toco el contrabajo, al revés… Ninguno de los dos me puse a estudiarlos metódicamente”. Respecto al piano, se anima a una palabra: “Enamoramiento. Escuchás el sonido y me gusta más que otros sonidos. Y con el contrabajo un poco también empezó a pasar eso. Tiene una cuestión muy corporal, que un poco abrazás el instrumento”.

Respecto a este presente, cuenta que “siempre hay alguna grabación dando vueltas. El panorama laboral es tan incierto que estoy medio en mi casa sacando temas. Sin mucho plan”.

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