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Nuestro derecho al cambio

A Macri no hay que vencerlo, hay que superarlo. El peronismo perdió tres veces seguidas contra Macri porque quiso ganarle en vez de intentar ser mejor. Porque creyó que no hacía falta dejar este sistema atrás. Porque asumió que la inmoralidad del neoliberalismo nos purifica de cualquier otra culpa. Porque creyó que, ante un macrismo deshumanizado, nuestra propia humanidad era prescindible.
El peronismo perdió porque se preocupó más por agradar a «la gente» que por sus ideales; como si las mayorías construyeran proyectos, y no al revés. Porque se concentró más en un partido político que en sí mismo –¿o acaso todavía hay quienes piensan que el peronismo es un partido político y nada más?–. Perdió contra Macri porque no entiende –o no quiere entender– que hay peronistas que en el fondo son macristas y que aún no se enteraron. Que tienen discurso popular y alma de milico.
Perdió porque olvidó que un macrista, en el fondo, es un peronista perdido en un sótano imperceptible, pidiendo a gritos que lo escuchen, desde lo más hondo de ese subsuelo sublevado que es la clase media argentina.
Pero ahora ya está, es noticia de ayer. ¿Y ahora qué pasa, eh? A todo ello, a lo largo y a lo ancho, de nada sirve ganarle a nadie. Justamente, porque al odio no hay que ganarle. Al odio no se lo vence con amor, sino dejando de odiar. Y amar es otra cosa. Al macrismo hay que dejar de odiarlo. Y, como a todo aquello que se odia, en el fondo, hay que dejar de tenerle miedo, lástima y asco. Tal como profesan las feministas, hay que desaprender el lenguaje del mal. Hay que agarrar este gran escenario teatral que construyó, darlo vuelta y rearmarlo desde cero. Como escribió Lamborghini una vez: hay que asimilarlo en su distorsión y devolverlo multiplicado. Al «cambio», nada mejor que otro cambio. Recordarle al mundo y a nosotros mismos que esto que nos han impuesto como realidad es una ficción escabrosamente diseñada. A una ficción hay que anteponerle una ficción aun más alucinante. A esta dictadura de las estadísticas hay que inyectarle un mundo de posibilidades. En otras palabras: hay que proponerle un sueño. Hay que inventar algo mejor que el consumo interno, algo más tentador que llegar a fin de mes, algo más milagroso que unas vacaciones, algo más significativo que nafta barata o trenes puntuales.
Antes que nada, el peronismo –al igual que la anarquía y la felicidad– es para soñadores. Está hecho por y para ellos. No es para élites convencidas, es para multitudes aventureras. No viene del cálculo, nace de la necesidad. No ofrece un baúl de certezas, te arroja a un universo de esperanzas. No vive lamentándose por el pasado, fabrica el futuro aquí y ahora. Lo único que puede doblegar a este terror disfrazado de realidad es traer a la realidad nuestras más ingobernables fantasías. Recuperar nuestro derecho a cambiar. Cuantas veces sea necesario.