Por Rebeca Deandrea
Los domingos esperaba impaciente que todos terminaran de comer para poder ir al patio con una cuchara, hacer un pocito al borde de la pileta de lona y atrapar algunas lombrices. Cuando las conseguía iba al galpón, agarraba la caña y me paraba al lado del Fiat Uno.
A esa hora mi hermana Celina todavía tenía las lagañas negras del maquillaje de la noche anterior, pero con tal de andar en el auto, y fumarse un cigarrillo a escondidas de mama y papá, me llevaba a la laguna del parque.
No nos dirigíamos la palabra, ni en el auto ni cuando llegábamos. Yo bajaba con mis cosas y ella se quedaba escuchando música y fumando al lado del auto. Sabía que se quedaba ratos enteros despeinándose sus rulos castaños en el espejo retrovisor. Yo a veces la imitaba en el espejo del baño, imitaba su boca gruesa tirando besos, pero a mí no me salía como a ella.
Algunas tardes, cuando íbamos a la laguna, llegaba un pibe en moto que le hablaba de cerca, pero yo no los miraba, o sí, pero trataba de que no me viera, de ser así no me llevaría de nuevo.
El pibe era alto y se peinaba el pelo para un costado cuando se bajaba de la moto. Usaba unos lentes chiquitos y redondos, iguales a unos que usaba el cantante de un póster de Celina.
Me gustaba sentarme al lado de la laguna, mirando las ondas que se formaban en la superficie del agua hasta que mi caña tiraba, la tanza se tensaba, y yo hacía fuerza hacia atrás. Pescaba palometas, mojarritas y dientudos; pero a esos los tiraba de nuevo al agua, me daban un poco de miedo.
Todo lo que sacaba lo metía en un balde con agua, así, cuando llegaba a casa, los tiraba en la pelopincho. Ahí podía pescar cuando me castigaban, o cuando a Celina no la llamaba el pibe de la moto por unos días y no le interesaba salir en el auto. Esos días se encerraba en la habitación escuchando Sumo y no me dejaba entrar ni a buscar mis cosas. Mamá la defendía, decía que andaba con “mal de amores”. Yo no entendía lo que quería decir.
Un domingo preparé todo y me subí al auto, Celina arrancó rápido y llegamos a la laguna donde la esperaba el pibe de la moto. Yo bajé mis cosas y me fui directo a la orilla sin mirarlos.
La tarde era soleada y las hojas de los sauces inclinados rozaban la superficie del agua verdosa.Cuando miré hacia el auto, Celina no estaba, tampoco el pibe.
Me paré en puntas de pie, pero nada. Dejé mis cosas y caminé.
Atrás de un árbol de tronco grueso pude ver a Celina: tenía la pollera de jean levantada, al igual que una de sus piernas que rodeaban la cintura del pibe. Éste le metía una mano debajo de la remera y acariciaba sus tetas, luego su pelo, hasta agarrarla fuerte por la nuca para darle un beso. Sus lenguas se veían pasando de una boca a la otra, sus cuerpos se refregaban y respiraban tan fuerte que podía escucharlos.
Me quedé quieta, inmóvil, cuando el pibe me miró a los ojos, sonrió y soltó a Celina. Ahí reaccioné y volví corriendo a la orilla; estaba nerviosa, tenía las manos húmedas y la sangre me latía en los oídos.
Después de unos minutos Celina volvió; me llamó desde el auto cuando el pibe arrancó su moto. En seguida subí mis cosas y me senté.
No hablamos en todo el camino de vuelta, ni cuando llegamos a casa. No la quería mirar, porque la cara se me ponía caliente y los cachetes me ardían.
Luego de eso Celina volvió a su cuarto, a sus casetes de Sumo, a sus noches de confitería y a sus amigas de pelo inflado.
Al pibe de la moto me lo cruce otra vez en la plaza: caminaba abrazado a la cintura de una chica rubia y alta. Cuando me miró sonrió y me guiñó un ojo. Yo seguí caminado, con los cachetes que me quemaban.
No sé si Celina se enteró de la rubia, pero nunca más volvimos a pescar a la laguna.
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