Por Manuel Hutchins
Edgardo se definía como un sincericida. Decía lo que pensaba sin anestesia, y al que no le gustaba andá a cantarle a Perón. No lo hacía con mala intención o por falta de tacto. Siempre fue así. Quizás porque nadie le había dado una buena piña en el mentón. Es que era un tipo grande: “Eclipse” le decían, por la sombra que proyectaba.
Había formado una familia con Beatriz –la madre de sus tres hijos–, que siempre soportó sus arranques de locura. Si no fuera por la gorda que me aguanta no sé dónde estaría hoy, repetía cuando hablaba de ella. Los únicos vicios que tenía eran el vino y las mujeres, aunque lo segundo podría considerarse apenas una afición: en treinta años de matrimonio le había sido a Betty bastante fiel según sus palabras.
El problema empezó con el infarto. Lógico: no se cuidaba, mucho asado con tinto y whisky en las sobremesas, sedentario. Todos los números. Se salvó gracias al bypass, y una semana después le dieron el alta. Pero fue en esa semana que un paciente se dejó olvidado El caballero de la armadura oxidada en la mesa de luz. Edgardo, aburrido de ver la tele, empezó con el libro. Lo terminó en un día y se lo recomendó a sus hijos. Casi que les ordenó –con la pasión del recién converso– que lo leyeran.
Un mes después, llegó la depresión post infarto, y empezó la compra de libros de autoayuda. Compró cinco de Bucay, porque en las fotos de las solapas tenía cara de gordo macanudo, y además sale en televisión.
Dejó de ser el “malevo reaccionario” para convertirse en el “reaccionario de la autoayuda”. Su comportamiento se modificó, salvo su forma de decir las cosas. Ese seguía siendo su sello personal. Sus contestaciones que antes comenzaban con su típico salto de la silla seguido de insultos, ahora concluían con aforismos de Narosky. Con su esposa su relación se hizo cada vez más distante. Ella sólo quería volver a tener al esposo jodón, el que gritaba en una discusión. Ahora sólo lo escuchaba repetir de memoria reflexiones de sus libros. Al final, después de casi dos años, Edgardo decidió que lo mejor era separarse. Al mes alquiló un departamento de soltero y se fue de la casa, después de treinta y dos años de matrimonio.
Los amigos del bar le prestaron hombros y oídos para que el gordo se desahogara; a medida que empezó a salir con mujeres fue recuperando la autoestima, y las quiso “con un amor distinto, pero igual de intenso que con Betty”, según sus palabras.
Fue una tarde en el bar, cuando el gordo hablaba de una mina que lo tenía loco, que vieron pasar a Beatriz a los besos con un tipo. Quisieron frenarlo, pero fue inútil: se los sacó de encima con dos movimientos. Nadie salió, y dicen que no alcanzaron a oír qué le dijo cuándo la agarró del brazo. Es raro, porque lo dicen los mismos que hasta hoy imitan el sonido del sopapo a mano abierta que le calzó Betty, al grito de “¡Cogé y deja coger Edgardo, no seas ‘perro viejo’!”, dejando al gordo masticando furia. No hizo falta una piña al mentón, con el cachetazo de Beatriz bastó y sobró.
Edgardo volvió al bar dos semanas después del episodio. Era el mismo de antes. Nunca más habló de Bucay, ni de Betty, y no volvió a citar proverbios de esos libros. Dicen que los donó a Cáritas.
¿Querés leer otro?
–El vecino es un oso (de Guillermina Lopumo)
–El flete (de Marina Laura Arias)
–Carta a Lepanto (de Neri Leonel Iacopetta)