Por Fernando Quiroga*
A 524 años del comienzo de la invasión europea a América, o, como denominan los pueblos indígenas a este continente, Abya Yala, ya nadie niega que lo que sucedió en estas tierras fue el genocidio más cruento y sanguinario de la historia de la humanidad. Las matanzas indiscriminadas, las vejaciones, los abusos, las torturas, las humillaciones, los sometimientos, el ensañamiento, la esclavitud, la avaricia, la voracidad, sólo se explican a partir de una perspectiva eurocéntrica que dividía –y divide– el mundo en civilizados, bárbaros y salvajes.
Dijo Todorov, el filósofo búlgaro formado en París, sin perder por esto una visión crítica oriunda de la periferia (aunque no siempre): “el deseo de hacerse rico y la pulsión de dominio, esas dos formas de aspirar al poder, motivan el comportamiento de los españoles; pero también está condicionado por la idea que tienen de los indios, idea según la cual estos son inferiores, en otras palabras, están a la mitad del camino entre los hombres y los animales. Sin esta premisa existencial, la destrucción no hubiera podido ocurrir”. Y así fue. No respetaron sus vidas, ni sus cuerpos, ni sus almas. Acaso porque se las negaban. Los deshumanizaron, los cosificaron, entonces no encajaban en el concepto de “prójimo” del que hablaba el evangelio que traían. Así que simplemente los oprimieron.
No existen datos estadísticos demasiado precisos del momento de la conquista, pero se calcula que en América habitaban entre 90 y 112 millones de personas. Ciento cincuenta años después, dicha población se redujo a 11 millones. Esto fue provocado no sólo por la matanza directa de millones de indígenas, sino también por las malas condiciones de trabajo, las enfermedades y la destrucción del tejido social y del sistema económico
Junto a la matanza física de personas, se provocó la desaparición de la unidad cultural de las comunidades originarias. La imposición de normas, valores, creencias, religión, formas de organización, idiomas, etcétera, significó un etnocidio para muchos pueblos indígenas, o, en palabras del ex Relator Especial sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de la ONU y muy comprometido antropólogo mexicano, Rodolfo Stavenhagen, lo que sucedió en América fue el «asesinato cultural de grupos étnicos». Sucede que, al deshumanizarlos, los concebían como seres sin dios, sin fe, sin cultura, como un recipiente vacío que había que llenar, echarles luz y convertirlos, lo que desde su perspectiva significaba un proceso de “humanización” en dos sentidos: civilización y evangelización.
La Independencia no significó una liberación para los pueblos indígenas, ya que los postulados liberales de los revolucionarios desconocieron toda diversidad bajo la categoría globalizante de “ciudadano”, lo que implicaba una única cultura nacional y una única lengua, negando así las diferencias identitarias a partir de políticas asimilacionistas. Además, la extinción de las propiedades coloniales permitió la extensión de los latifundios en los que los indígenas volvieron a quedar sometidos a un sistema de esclavitud.
Argentina, hoy, es uno de países de América Latina con más bajo porcentaje de población indígena, si tenemos en cuenta que en países como Bolivia, Ecuador o Guatemala dichas poblaciones superan el 60%. Según el Censo Nacional 2010, existen en Argentina 955.032 personas que se autorreconocen como pertenecientes a algún pueblo indígena, lo que equivale al 2,38% de la población total del país.
Esa gran reducción de la población indígena tiene una explicación histórica que no obedece tan sólo a los hechos ocurridos durante la etapa colonial, sino que es el resultado de un proyecto de país definido hacia finales del siglo XIX que, encandilado por la Francia ilustrada, promovía la inmigración europea como factor de civilización, despreciando a las poblaciones autóctonas, que desde esa perspectiva representaban la barbarie. Este desdén llegó al paroxismo con la Ley 947 de 1878, por la que se aprobó la denominada «campaña del desierto», que tuvo como objetivo el sometimiento de los pueblos indígenas y la conquista de sus territorios. Estos ataques, sumados a las campañas del Neuquén de 1879, a las de Chaco de 1884 y 1911, y a los episodios de Napalpí en 1924 y El Zapallar 1933 (también en la provincia del Chaco), entre otros hechos nefastos, formaron parte de una política sistemática de exterminio de los pueblos indígenas.
Para la clase política e intelectual de la Argentina del siglo XIX, el modelo de progreso y civilización lo constituían Francia, Inglaterra, y en especial Estados Unidos, que se presentaba como un Estado nuevo, con un gran desarrollo de la industria y del comercio, y con instituciones públicas transparentes. El futuro estaba representado entonces por Europa y Estados Unidos, mientras que el pasado debía ser la América española e indígena.
En la Constitución argentina de 1853 se pone claramente de manifiesto esa imperiosa necesidad de importar “civilización” y al mismo tiempo eliminar la “barbarie”. Así, el artículo 25, vigente todavía, establece: “El Gobierno federal fomentará la inmigración europea; y no podrá restringir, limitar ni gravar con impuesto alguno la entrada en el territorio argentino de los extranjeros que traigan por objeto labrar la tierra, mejorar las industrias, e introducir y enseñar las ciencias y las artes”.
Por su parte, el artículo 67 inciso 15 (ya derogado) establecía que le correspondía al Congreso “Proveer la seguridad de las fronteras, conservar el trato pacífico con los indios y procurar la conversión de ellos al catolicismo”.
La reforma constitucional de 1994 cambió el paradigma en lo relativo a la relación del Estado y los pueblos indígenas, puesto que en su artículo 75 inciso 17 reconoce la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas y consagra el derecho a las tierras que tradicionalmente ocupan, a la participación en la gestión de sus recursos naturales, a la educación intercultural y bilingüe, a la personería jurídica de sus comunidades, entre otros.
Este reconocimiento comenzó a plasmarse en hechos concretos en la última década a través de políticas públicas que implicaron el ejercicio real de derechos por parte de los pueblos indígenas, como la Ley Nacional de Relevamiento Territorial de las Comunidades Indígenas y de suspensión de los desalojos, la consolidación del Consejo de Participación Indígena en el ámbito del Instituto Nacional de Asuntos Indígenas, cuyos delegados son elegidos en asambleas comunitarias, el reconocimiento de sus propias formas de organización a través de la implementación del Registro de Organizaciones Indígenas junto al de comunidades; la creación de la Dirección de Afirmación de Derechos Indígenas; el reconocimiento de la propiedad comunitaria, y muchas otras medidas de inclusión social y de ampliación de derechos.
En ese marco, el año del bicentenario de la Revolución de Mayo, tras la gran marcha de los pueblos indígenas a Buenos Aires, que esta vez se sentían incluidos en un proyecto colectivo, diverso y plural, se da la decisión reivindicatoria de resignificar el 12 de octubre como Día del Respeto por la Diversidad Cultural, un reclamo histórico de los pueblos indígenas que no es solamente simbólico, sino que se inscribe en el fondo de la historia e implica un ejercicio de la memoria del genocidio sufrido hace más de quinientos años, que tiene consecuencias en el presente. Es el producto de sus luchas colectivas, de sus resistencias, de sus procesos de organización y de construcción, a veces junto al Estado y muchas otras veces frente al Estado. Los pueblos indígenas son actores políticos y sociales de la realidad de Nuestra América, son parte de los procesos populares en cada territorio y son protagonistas de la integración regional que implica la Patria Grande o el Abya Yala.
“Volveré y seré millones”, dijo Tupak Katari. Y acá están, protagonizando los procesos políticos más paradigmáticos.
¡Jallalla Pueblos Indígenas!
¡Marici Weu!
*Coordinador del Observatorio Regional de Derechos Humanos y pueblos indigenas.