Por Roberto Caballero
¿Qué se dirá de lo que pasa hoy en la Argentina dentro de treinta años?
Suponiendo que el país, tal como lo concebimos en la actualidad, exista todavía en ese futuro imaginario, es probable que se hable de lo que hoy acontece como la etapa de la “Gran Depresión”.
Un momento preciso de la historia en el que, a pesar de haber resuelto cuatro de los más grandes fantasmas que acosaron a la política desde su reinvención luego de la trágica dictadura cívico-militar –el enjuiciamiento del terrorismo de Estado, la prohibición del uso de las Fuerzas Armadas en la represión interna, la crisis cíclica de deuda externa, el traspaso constitucional ordenado entre espacios políticos antagónicos–, las dirigencias en su casi totalidad –salvando al kirchnerismo duro bajo acoso– decidieron eludir los nuevos desafíos democráticos y con ansiedad de conversos en expiación se ponen a revisar los derechos adquiridos por la ciudadanía durante todas estas décadas, ahora en clave conservadora y, por momentos, hasta reaccionaria.
¿Quién no pensó, mientras se debatía en el Senado el proyecto de Interrupción Voluntaria del Embarazo con argumentos del siglo XIX, que de haber estado el divorcio vincular en ese mismo orden del día tampoco hubiera salido como ley? ¿Y qué decir si se trataba el matrimonio igualitario? ¿O la Ley de Identidad de Género? ¿O la muerte digna?
¿A quién extrañaría que, así como María Eugenia Vidal decidió un día irse a vivir a una base militar para blindarse en su gestión antipopular, el actual delegado del FMI en la Argentina, Nicolás Dujovne, mude de la noche a la mañana el Ministerio de Finanzas a la ciudad de Washington para ahorrarse los pasajes aéreos y así seguir contribuyendo a bajar el déficit fiscal?
¿O que tres millones y medio de jubilados y pensionados amparados por una moratoria legal, que reparó la estafa cometida por patrones y gobiernos que durante décadas gobernaron de espaldas a sus necesidades comiéndose sus aportes, pasen a engrosar los listados de Interpol como peligrosos delincuentes y forajidos que se quedaron con algo indudablemente ajeno?
¿A cuánto estamos, en realidad, de que los salarios dejen de ser salarios dignos para convertirse en ingresos miserables no ajustables, derivados de empleos temporales, capturados en su totalidad por boletas astronómicas de la luz, el gas, el agua, la nafta, los peajes o el transporte público?
¿O que los sindicatos pasen a ser declarados ilegales y sus dirigentes puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional y sus políticas, como ocurre en Jujuy con una dirigente social, además legisladora del Parlasur, como Milagro Sala, a quien se le aplica una particular “prisión domiciliaria” en una cárcel individual rodeada de cámaras y gendarmes, tratamiento que no reciben ni los genocidas que participaron de un plan de exterminio de opositores que avergüenza a la humanidad entera?
Toda regresión parece posible en este pasaje democrático suspendido en el aire, viciado además por la peligrosidad constante del gobierno del minipresidente Mauricio Macri. Es como haber llegado a un oasis al revés, un desierto de antiderecho rodeado de un pasado más venturoso y quizá de un futuro más luminoso, pero hoy, aquí y ahora, los avances democráticos de décadas parecen irse por la canaleta de un puritanismo de puticlub, donde el hijo de la Patria Contratista nacida al calor de la dictadura se presenta como adalid de la transparencia, de la honestidad y monarca juzgador de la política en general, a la que se siente recién arribado, y hasta de sus propios pares empresarios.
Puritanismo de puticlub que tiene al presidente como autor intelectual de una autoanmistía a lo Bignone (llamada ley de blanqueo) que benefició a los más grandes evasores, entre ellos funcionarios de su gobierno y familiares suyos, que se robaron cientos de miles de millones de dólares de trabajo argentino y los fugaron al exterior, atentando contra el desarrollo nacional, sin que haya penalización por sus conductas antisociales y también delictivas.
Puritanismo de puticlub que aplaude el secuestro judicial de exfuncionarios y empresarios hasta que confiesen con detalle incluso lo que no hicieron con tal de recuperar la libertad arrebatada en el marco de una causa nacida de una ilegalidad como el Forum Shopping; utilizada, además, como productora de contenidos estigmatizantes en Comodoro Netflix y tapadera de una realidad económica y social aún más escandalosa que los misteriosas bolsos con dinero.
Puritanismo de puticlub que se toma la cabeza agraviado por el financiamiento corrupto de las estructuras partidarias ajenas, pero no por la propia que robó la identidad de miles de beneficiarios de planes sociales para ocultar el origen sucio del dinero utilizado en sus campañas de 2015 y 2019.
En este contexto, el hostigamiento hacia la figura de Cristina Fernández de Kirchner, principal figura opositora de la política nacional, tiene razones que la razón democrática no logra explicar porque nada tienen de democráticas. Hay un sistema, el de la restauración conservadora, en su capítulo nacional, que necesita sacarla del medio, no tanto por lo que hizo o puede hacer, sino por lo que representa en esta coyuntura: un tipo de política que no sigue el plan de las corporaciones. Una política que no se calla ni se dobla.
La etapa de la “Gran Depresión”, con su saldo de exclusiones, represiones, detenciones políticas, recortes, ajustes y desesperanzas colectivas, de enormes retrocesos y deterioros del Estado de derecho, se consuma con la demonización mediática y la proscripción judicial de la dos veces presidenta peronista y actual senadora bonaerense, tenedora de un caudal de votos que pone en crisis el régimen fondomonetarista del ajuste a perpetuidad, que convirtió a Grecia en un país fantasma.
Para ensayar cómo podría verse lo que hoy sucede en tres décadas, lo mejor es voltear la vista al pasado. Allí hubo un juez Botet, como hoy existe Bonadio. Hubo un bombardeo en la Plaza de Mayo así como hoy hay un bombardeo mediático impiadoso sobre el país de los derechos de los nietos de los masacrados en el pasado. Hubo también una feroz persecución judicial sobre el “tirano prófugo”, “el pederasta”, como ahora ocurre con “la yegua” o “la ladrona”. Hubo traidores y leales, pero sobre todo lo que hubo fue una dirigencia que, producto del miedo o de la venalidad, quedó envuelta por una voluntad de retroceso, de restauración del país previo al peronismo “y sus excesos”, a los que se identificó con “el robo”, en aquel tiempo de “los lingotes de oro que había en los pasillos del Banco Central”. Ahora son las bóvedas, los bolsos, “los miles de millones de dólares”, que no aparecen por ningún lugar.
Con el peronismo proscripto, y con la dictadura comprometida en su gobernabilidad, el sistema antiperonista encontró en Arturo Frondizi una válvula de escape. Frondizi proponía algo así como un peronismo sin las rebeldías auténticas del peronismo. Se comprometió, incluso, a legalizar a Perón, producto de un pacto secreto con Frigerio. Pero Frondizi traicionó a Perón y a los peronistas, y un tiempo después también fue pasado al desván de la historia por los militares. Nunca pudo volver a ser presidente, Perón sí. El peronismo pudo recién regresar al gobierno en elecciones limpias en 1973.
Cuando se analiza esa etapa, el sistema antiperonista le quita toda gravedad a lo sucedido. Los bombardeos, las detenciones, las censuras, las proscripciones, son la anécdota, nunca el problema. El problema sigue siendo, todavía, el peronismo. Un hecho de la política insumisa, que cautivó –y sigue haciéndolo– a varias generaciones de argentinos. ¿Cuál fue el pecado del peronismo? ¿“Los lingotes de oro que se llevó a Suiza”, según decían? ¿La fortuna de Jorge Antonio? ¿O los millones de pesos moneda nacional que les “robó” a los dueños de casi todas las cosas para depositarlos vía leyes en los bolsillos de los trabajadores con aguinaldo, vacaciones y salarios dignos?
Para un sector de la sociedad argentina, sector al que la democratización de la riqueza le da vértigo y asume posturas conservadoras como acto reflejo, el odio incubado hacia el peronismo es mayor al que reserva a los genocidas que devoraron una generación completa de connacionales. Este es el problema, no el peronismo.
El problema es y sigue siendo, entonces, el antiperonismo. Una cultura reactiva a la igualación que pone a la Argentina siempre en retroceso. Vaciar de contenido a las instituciones de la democracia en nombre de una república ficticia en los hechos es un retroceso. Por eso vivimos lo que hoy vivimos, donde todos los pactos que hicieron progresar al país desde 1983 hasta 2015 están puestos en crisis: los desaparecidos no fueron 30 mil, las Fuerzas Armadas pasan a la represión interna, hay un endeudamiento formidable de la mano del FMI y el traspaso constitucional entre espacios políticos antagónicos quiere ser revertido con la proscripción de la principal jefa opositora.
Todo esto, con la complicidad de muchos dirigentes que no dirigen mucho, pero parecen tener la llave del Senado para asegurar el acoso, como Miguel Ángel Pichetto, que sabe que habilitando los allanamientos a los domicilios de Cristina Fernández de Kirchner la llave da media vuelta y la pone en la bandeja de las corporaciones por las necesidades de un sistema que quiere erradicar la insubordinación política que ella representa.
Cristina Fernández de Kirchner puede ir presa, esta es una verdad. Depende lo que pase en el Senado, en Comodoro Netflix y también de lo que ocurra en la calle. Pero es un horizonte posible. La velocidad del ajuste decidirá la inminencia o no de los acontecimientos. Argentina está en peligro de default, nuevamente. No hay plata, abundan los recortes. Cuanto más salvajes, más necesidad de taparlos. Más cuadernos, más shows y más detenciones al calor del puritanismo de puticlub, filamento moral deshilachado de una democracia deprimida.
Además de los contenidos de calidad habituales en Contraeditorial, decidimos en este número aniversario de nuestra revista publicar la exposición completa de Cristina Fernández de Kirchner como documento de colección. Creemos en el papel como reaseguro de que las palabras no sean llevadas por el viento. Nos parece que su intervención en el Senado, el día que ella misma votó a favor del allanamiento de sus domicilios, es un alegato de la política insumisa, una pieza que pone contexto al escándalo armado y desnuda el escándalo verdadero de su intento de proscripción.
Como personas que entendemos que la política es una herramienta de transformación, reconocemos en los pliegues de ese discurso una voz de emergencia, la de la propia democracia tratando de esquivar los tarascones de la tecnocracia local que obedece los mandatos de los mercados antes que el reclamo de su propia sociedad.
Y también la rebeldía de un cuadro político curtido que señala el dramatismo de la hora. Un cuadro político curtido, que cuando lo quieren hacer callar habla más fuerte todavía. Como esperábamos, como queremos. Por convicción y mandato popular.