Por Fernando Alfón
«Cambiemos» lleva el mandato de inestabilidad inscripto en su propio nombre. Cuando el partido se asiente, un grito surgido de sus propias entrañas lo incitará a mudar. Ese grito lo debió haber sentido el principal artífice del partido, Ernesto Sanz, que no esperó ni un solo día para cambiar, y renunció al altísimo cargo que le tenían asignado. ¿Respondió a la determinación de su gen radical o quiso ser fiel al emblema de su flamante fuerza política? Nadie esperaba, en todo caso, que esa fidelidad se tomara tan a pecho, pero mostró el camino y fue, también en eso, un visionario.
Ese nombre, tan atado a su destino, sirve para ganar una elección, pero se constituye un obstáculo para ganar las sucesivas, como si se replegara contra sí mismo como la cola del alacrán. Ya sé que esto está por verse y es una premonición, pero cuando los indicios son tan abundantes enseñan los perfiles del futuro con suficiente claridad.
En los nombres que pululan la retórica del partido están las claves y en ellos se operó inicialmente el cambio: «proyecto» trocó en «equipo»; «dirección» en «managment»; «pueblo» en «gente». Son mutaciones que insinúan desplazamientos y juegan a mostrar y ocultar al mismo tiempo. La presunta soberbia dio lugar a la presunta humildad, pero esta humildad reviste el ligero aspecto de lo endeble, digamos mejor, del candor que proviene de ignorar la complejidad dramática de los asuntos públicos. Detrás del «yo no me creo infalible» o del «ya veremos» asoma la hilacha de la irresponsabilidad y la desidia. No es una humildad metódica, zurcida con las delicadas piezas de una filosofía antigua, es más bien la retórica aconsejada por un publicista viejovizcachero y astuto, cuyo fin fue dotar al candidato de una máscara, y a la máscara, de un triunfo electoral. Superada la etapa de las ensoñaciones, comienza la del gobierno. Ahí la máscara se funde al rostro. Cambiemos parece un partido versátil, pero el hueso es dogmático; el tono componedor y relativista del líder es sólo una atenuación de su vocación absolutista. Para constatar esta tendencia sólo basta que se tome una medida que nos disguste y que no podamos evitar.
En la retórica del partido Cambiemos están las claves, y en ellos se operó inicialmente el cambio: «proyecto» trocó en «equipo»; «dirección» en «managment»; «pueblo» en «gente».
Los nombres no son las cosas, pero al rebautizarlas comienzan a ser las capas que las envuelven hasta convertirlas en otras cosas. Decir que un partido es un equipo obliga, inconscientemente, a pensar en términos atléticos. Una nación no es una empresa, pero al equipararla trasladamos los valores de una en la otra, persuadiéndonos de a poco que, así como ambas deben estar bien administradas, en ambas la finalidad es el lucro.
Decir que Cambiemos es liberalismo puro es sobreestimarlo un poco. Liberales fueron Jeremy Bentham y John Stuart Mill; y acá, en América, José Martí y Juan Bautista Alberdi. Si algo de estos supurara en la retórica del presidente, se podría hablar de influencias. Hay en él algo, más bien, de autoayuda milagrosa, de alegría hinchada. La idea de «corriente filosófica» le resulta un tedio y hasta una antigualla. Temo que sea un exceso, incluso, llamarlos conservadores, pues no veo una custodia supersticiosa de algún tesoro (la patria, los valores morales o las costumbres), sino más bien un ligero enamoramiento general de todas las cosas. Como quien nació ayer y el mundo le parece un entretenido parque de diversiones. Hay quien los encuentra muy naïf, como si les faltara un golpe de horno. Hay algo aun más tremendo: ellos se jactaron de esa inocencia y la explotaron como capital político. Persuadieron al público confesándose nuevos en todo y la virginidad pasó a ser un valor, ¡ay!, en un país donde nadie es virgen. El liberalismo macrista, entonces, no es de biblioteca, sino más bien de aforismo, pero sin punta, ni filo, ni ironía. Es un liberalismo de frase brillosa y prospectiva.
El liberalismo macrista, entonces, no es de biblioteca, sino más bien de aforismo, pero sin punta, ni filo, ni ironía. Es un liberalismo de frase brillosa y prospectiva.
El martes o miércoles siguiente a la elección, en una pared de Ensenada, un pañuelo de las Madres fue borroneado con un ladrillo por alguien que parece haberlo hecho de manera furtiva, como sabiendo que estaba mal lo que hacía, pero ya estaban dadas las condiciones iniciales para hacerlo. El cambio va de las palabras a los símbolos, de los símbolos a los hechos.
Me demoré en los avatares del nombre para decir ahora lo central, que también está inscripto en él. El recurso humano principal de Cambiemos, su capital más genuino y su potencia, provenía del anhelo por «cambiar al kirchnerismo». Realizado ese anhelo, el partido se encuentra arrojado a buscar insumos en sí mismo y a ver qué tiene en sus propias arcas. Al hacer esa mirada introspectiva, Cambiemos se encuentra en déficit: su océano de legados y memorias cabe en una jarra. El mayor suceso épico que atesoran de su líder se ciñe a un secuestro sobrellevado con estoicismo y una gestión copera en un club legendario; lo demás son sombras. No es poco, pero no es nada para nutrir a un partido de la mística que, en algún momento, tendrán que inventar de algún lado. Sin mitos se puede ejercer el gobierno, es verdad, pero en ciudades utópicas o en repúblicas especulativas; en las reales, no conozco ejemplos.