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Recuerdos amargos de la represión en Ledesma

[quote_recuadro]ESPECIAL: Medios y dictadura[/quote_recuadro]

Por Lucía Fernández Mendez

Cuando Olga Márquez y Luis Arédez llegaron al pueblo jujeño de Libertador General San Martín, en el departamento de Ledesma, las páginas del diario Pregón ya hacía dos años que llegaban a los hogares de toda la provincia. Corría el año 1958, y para ese entonces, el Ingenio ya hacía más de 120 años que endulzaba las mesas, y amargaba la vida de sus trabajadores y la comunidad de la zona.

Olga y Luis eran nativos de Tucumán, esa hermosa tierra conocida como el “Jardín de la República”, zona que en las épocas más sombrías y violentas de la Argentina, sería regada por la sangre de cientos de militantes populares. Al finalizar sus estudios secundarios en la ciudad de Aguilares, se fueron a estudiar a Córdoba. Él optó por medicina; ella, por odontología.

En la provincia mediterránea, cuna de la Reforma Universitaria, nacieron las dos primeras hijas del matrimonio: Olga y Adriana. Ni bien Luis terminó la residencia en pediatría y obtuvo su título de especialista, la pareja tomó la decisión de mudarse a Libertador. Por un lado, la determinación tuvo que ver con que el traslado los acercaba bastante a sus familias; por el otro, la zona era un lugar más que propicio para que Luis desarrollara su profunda vocación de servicio hacia los más desprotegidos.

Con seguridad, a los dos les habrá costado adaptarse a convivir con ese aroma pestilente y dulzón que invadía todos los resquicios del pueblo, y que recordaba a cada segundo la presencia del Ingenio. El olor provenía de los inmensos cúmulos de bagazo, el desecho de las cañas de azúcar, que se pudrían a la intemperie hasta ser utilizados en la producción de papel y generaban graves enfermedades a los habitantes.

Buena parte de la población de Libertador, así como de la de Calilegua y El Talar, trabajaba en el Ingenio, en pésimas condiciones de salubridad y hacinamiento, en especial aquellos “trabajadores golondrinas”, que vivían en ranchos improvisados y muy precarios. El hospital que por ley la empresa estaba obligada a tener por la gran cantidad de personal con la que contaba, era en realidad sólo una linda escenografía: la estructura era muy vistosa, pero las camas y los insumos destinados a la atención de los pacientes y sus familias, eran retaceados para achicar costos.

Luis comenzó su labor como médico del Ingenio Ledesma en mayo de 1958, a la par que se iniciaba la zafra, actividad que nada tenía del aura romántica que algunas canciones folklóricas le atribuían. La explotación estaba a la orden del día y la peor parte se la llevaban los peladores de caña y sus hijos, a quienes el profesional atendía con gran dedicación y generosidad.

“Tiene tanto derecho a curarse el analfabeto que corta la caña, como el hijo de Arrieta”i, era el principio rector del doctor Arédez, quien no dudaba en recetarles a los trabajadores los mejores medicamentos y tratamientos para su castigada salud. Las diarreas estivales en los hijos de los zafreros eran muy comunes y la mortalidad infantil de Libertador era una de las más altas del país, situación que preocupaba y angustiaba a Luis, y que se había propuesto modificar.

La honestidad se paga caro

A tan sólo tres meses de su incorporación al plantel médico del Ingenio, recibió el primer llamado de atención, por no decir la primera intimidación. Las autoridades del establecimiento no veían con buenos ojos el incremento del presupuesto mensual destinado al hospital, que se había quintuplicado por los pedidos de sueros, antibióticos y otros remedios.

-Usted acá, es un empleado de esta empresa, nada más – sentenció Rivetti, administrador de Ledesma.

-Pero ustedes me contrataron como médico, para que cumpla esta función- se defendió desde el otro lado del escritorio Luis, incrédulo por el planteo que acababa de escuchar.

-Sí, pero a esta empresa lo único que le interesa es hacer y vender azúcar. Al hospital lo tenemos porque hay una ley nacional que nos obliga, sólo por eso. Así que usted reduce los gastos o va a tener que irse- concluyóii.

El sindicato, al enterarse de este incidente, salió a respaldarlo con fuerza. No era para menos: era la primera vez que un médico se interesaba tanto por la salud de los obreros y de sus familias. Gracias a ese apoyo pudo continuar trabajando bajo sus propios preceptos y convicciones hasta cumplir el año de servicio, momento luego del cual no pudo evitar el despido.

A la par que Luis y Olga se marchaban a Tilcara con tres hijos y uno en camino, desafiando el presagio de los dueños del Ingenio que les juraron que en toda la provincia no encontrarían un solo trabajo, el diario Pregón se declaró insolvente. A tres años de su fundación en manos de los periodistas y dirigentes políticos Ramón Luna Espeche y Rodolfo Ceballos, el medio gráfico pasó a manos de un grupo inversor local conformado por Annuar Jorge, Julio Illesca y Kamal Musir.

Desde ese momento, en que Pregón comenzó a estar bajo la dirección de Annuar, el diario dirigió sus esfuerzos y sus estrategias discursivas para erigirse, poco a poco, “como noble representante de las causas comunes del pueblo jujeño y como un diario con vocación de servicio”iii. Sin embargo, su sentido de tradición se reducía sólo “a sectores de poder vinculados a la política y la producción” y excluía “a comunidades aborígenes, inmigrantes y cordones urbanos ubicados en la periferia de San Salvador de Jujuy”iv.

Por esos sectores que quedaban afuera de las páginas del joven medio de comunicación fue que siempre luchó Luis, tanto en su breve estadía en Tilcara, donde se desempeñó como director del hospital municipal, como en Libertador, localidad a la que decidió volver junto a su familia en 1960.

Ayudar a cambiar la calidad de vida de esa gente, tan oprimida por la empresa del rubro más grande de toda Latinoamérica, era una deuda pendiente para Luis, un sueño trunco que estaba dispuesto a retomar, costara lo que costara.

El Sindicato de Obreros y Empleados del Azúcar del Ingenio Ledesma no tardó en contratarlo como asesor médico y también consiguió trabajo en el hospital de una localidad vecina, la de Fraile Pintado. Al menos en Libertador, la amenaza con que lo habían despedido poco más de un año atrás los dueños del Ingenio, se cumplía a rajatabla.

La década del 70 encontró a los empleados de la empresa organizados y dispuestos a la lucha como hacía mucho tiempo no sucedía. De la mano de figuras como Jorge Weisz, trabajador electricista, y Carlos Patrignani, asesor legal, el Sindicato logró numerosos beneficios y reivindicaciones para el sector.

En 1970, sucedió otro hecho significativo para el curso de la historia inmediatamente posterior: la llegada de Carlos Pedro Blaquier a la presidencia de la Compañía Azucarera Ledesma, cedida por su suegro, Herminio Arrieta.

Luis al gobierno, el pueblo al poder

Tres años más tarde, esos mismos sindicalistas que a fuerza de coraje y determinación intentaban forjarse un futuro mejor, le pidieron a Luis Arédez que se postulara como intendente de Libertador. No sólo apuntaban a mejorar la calidad de vida suya y de sus compañeros, sino también de toda la población, y veían en el médico la persona justa para encabezar ese cambio a nivel comunal.

A pesar de no tener militancia partidaria, aunque sí social, y de que en su etapa universitaria estuvo más bien identificado con la Franja Morada, el doctor Arédez se presentó a las elecciones como el candidato del FREJULI (Frente Justicialista de Liberación), ya que veía en ese partido la única posibilidad de lograr una sociedad más justa y equitativa.

Tras haber ganado las elecciones con más del 50 % de los votos, el 2 de junio de 1973 asumió el poder ejecutivo de la ciudad, y los medios de comunicación locales anunciaron su asunción con una tibia aceptación. A los ocho meses de gestión, en una solicitada abierta publicada en los diarios, el flamante jefe comunal rindió cuentas de lo hecho hasta el momento y anunció una medida que quizás, sin saberlo, selló su destino: una ordenanza impositiva, aprobada por el Concejo Deliberante, que obligaba al Ingenio, por primera vez en su historia, a pagar impuestos al municipio. Con esos fondos propios, Libertador podría adquirir una mayor autonomía para proyectar y concretar obras para el beneficio de los sectores más necesitados.

Pero no hubo mucho tiempo para que soplaran estos aires de cambio: al morir Juan Domingo Perón, en julio de 1974, la municipalidad fue intervenida y Luis debió abandonar su cargo. La represión que se intensificaría más tarde, ya empezó a ejercerse, sin piedad, desde aquel momento.

La primera plana de Pregón, el 24 de marzo de 1976, rezaba: “Asumió el gobierno una junta militar”. Como si nada hubiera de irregular en esa situación, como si no se tratara de un atropello contra la vida democrática de todo un país, el medio utilizó el verbo “asumir”, para referirse al golpe de Estado que sólo horas antes acababa de producirse. Además, reprodujo una cita textual del primer comunicado del gobierno de facto: “frente al caos institucional, social y económico que vivía la República Argentina, la Junta Militar integrada por los Comandantes Generales de las Fuerzas Armadas han debido asumir el gobierno de la Nación Argentina. La acción del Gobierno estará caracterizada por la vigencia plena de la Ley, en un marco de orden y respeto a la ciudadanía y a la vida humana”v.

Así, sin ningún tipo de objeción ni de señalamiento, mediante la reproducción textual y el énfasis puesto en la presunción de verdad, Pregón adscribió al primer discurso de los máximos responsables del genocidio que estaba empezando a gestarsevi.

Para cuando esa tapa vio la luz, Luis ya había sido detenido de forma ilegal en su propia casa. A las 3.30 de ese fatídico miércoles, el timbre de la casa sonó de forma insistente. En pijama, el hombre bajó a atender, seguro de que se encontraría con algún paciente, ya que era habitual que lo fueran a buscar a cualquier hora.

Olga, todavía somnolienta, desde arriba escuchó movimientos extraños. Cuando se incorporó y apoyó sus pies descalzos en el piso, Luis subía por la escalera, dispuesto a cambiarse para acompañar a las fuerzas de seguridad, que así se lo exigían. Su mujer, que intuía el peligro, le rogó que no fuera, y sin embargo él insistió en acatar la orden: estaba seguro de su inocencia y una camioneta de Ledesma estacionada en la puerta, a la que debía subirse, le dio la confianza necesaria para terminar de definir su proceder.

A bordo del vehículo número 10 de la flota del Ingenio, manejado por un obrero que hasta era paciente de él, el ex intendente inició su derrotero.

Encierro, tortura y soledad

Durante dos meses, pese a las intensas gestiones realizadas, Olga y sus hijos no tuvieron noticia alguna sobre su paradero. Más tarde, supieron que ese lapso de tiempo estuvo en el centro clandestino de detención de Guerrero, una hostería perteneciente al obispado. Luego fue “blanqueado” y llevado a la cárcel de Villa Gorriti, en San Salvador de Jujuy. Desde que eso sucedió, Olga, al igual que tantas otras esposas o madres de detenidos desaparecidos, todos los martes iba al regimiento en el que estaba el coronel Carlos Néstor Bulacios, interventor del gobierno de Jujuy y jefe de la represión en la zona, para intentar conseguir información sobre su marido. También iba a llevar cartas para él, que le eran entregadas sólo luego de que un censor lo autorizaba, al igual que sucedía con las respuestas escritas por el doctor Arédez entre las cuatro paredes del calabozo.

Olga no sólo debía sobrellevar la inmensa depresión en la que había caído con el secuestro de su esposo, sino que también se ocupaba de proteger a sus hijos y de lidiar con la falta de trabajo. La escuela Normal en la que era docente no le había otorgado la licencia solicitada y la había dado de baja; en el consultorio, eran muy pocos los pacientes que lograban superar los temores y se atrevían a atenderse con ella.

Mientras las páginas principales de Pregón se llenaban de noticias de carácter institucional de la Policía y el Ejército, nada se decía de la represión y la persecución que el pueblo jujeño atravesaba día a día, noche a noche.

El tristemente célebre “Apagón de Ledesma” nunca ocupó las hojas del medio gráfico por aquellos días, pese a que fue una semana que cambiaría para siempre la historia del lugar. Fueron siete las noches en las que a las diez en punto se cortaba el suministro eléctrico en todo Libertador, Calilegua y El Talar, y comenzaba el horror. En medio de la penumbra, sólo con la luz que proporcionaban los faroles de las camionetas del Ingenio Ledesma, se escuchaban los gritos suplicantes de quienes intentaban resistir el secuestro propio o de familiares.

Ricardo, el hijo menor de Olga y Luis, una de esas noches de julio de 1976, se encontraba en la plaza de Libertador, con algunos amigos. Cuando la oscuridad se apoderó de todo, corrió hasta su casa lo más rápido que pudo, no sin antes ser alumbrado de manera intimidatoria por las fuerzas de seguridad, con uno de los vehículos de la empresa dirigida por Blaquier. Olga, desesperada, lo esperaba en la puerta. Al verlo aparecer, respiró un poco más aliviada, aunque la preocupación por la suerte de vecinos, obreros, profesionales y estudiantes, perduró hasta el amanecer.

Fueron cuatrocientas las personas arrancadas de sus hogares en aquel invierno jujeño, de las cuales más de treinta aún permanecen desaparecidas.

En octubre de 1976, Luis fue trasladado en avión a la Unidad N° 9 de La Plata, donde permaneció hasta principios de marzo de 1977, cuando fue liberado. Al llegar a la estación de trenes de Tucumán, donde hacía varios días hacían guardia sus dos hijos varones, tuvo que convencerlos de que sí, que aunque no pareciera, era su papá. Los jóvenes no lo habían reconocido: pesaba 25 kilos menos, estaba rapado y sin bigotes. Un pantalón atado con un piolín y zapatos sin cordones, completaban su deplorable aspecto.

La vuelta al pueblo

Su regreso a Libertador, fue conmovedor: en la vereda de su casa lo aguardaba una multitud de vecinos, pacientes y obreros, que lo querían, lo admiraban y tenían mucho que agradecerle. Todos estaban felices de volver a verlo con vida y querían hacérselo saber, expresarlo, aunque quizás debieran afrontar represalias por ello.

Durante los días siguientes, su domicilio fue un verdadero desfile de amigos que iban a comer asados y tomar vino para celebrar su regreso. En general, trataba de evitar el relato de lo que le había tocado vivir en ese año de detención, más si sus hijos estaban cerca, porque no quería que se llenaran de rencores. Pero bien entrada la noche, ya con algunas copas encima, soltaba la lengua un poco y las palabras brotaban con más libertad. Golpes, tortura con picana eléctrica y hasta un infarto, eran algunos de los padecimientos que había atravesado.

Olga, durante esas reuniones, espiaba por la ventana de la calle y veía pasar una y otra vez las camionetas de la gendarmería. Ella le advertía sobre la constante vigilancia a la casa, pero Luis le restaba importancia. Una vez más, apostaba a su propia inocencia, más aún luego de haber sido liberado tras un año de supuesta investigación y cautiverio.

Mientras Luis releía contenidos de vademécums y de otros libros de medicina que había olvidado durante su detención, Pregón ofrecía a sus lectores, en el primer aniversario del golpe de Estado, una cobertura especial, en la que se jactaba de la realizada el día de la llegada de los militares al poder. Junto con la reproducción a escala de la tapa del 24 de marzo de 1976, se leía: “Esta fue la portada de la edición del 24 de marzo de 1976 de Pregón que anunciaba el cambio de gobierno y la iniciación de un nuevo período histórico en nuestro país”vii.

Tan sólo dos meses duró la libertad de Luis. El viernes 13 de mayo de 1977, al salir de su trabajo en el hospital Escolástico Zegada, de la localidad de Fraile Pintado, tres hombres de lentes oscuros, pertenecientes a las fuerzas de seguridad, lo obligaron a detenerse con su vehículo en la ruta nacional 34. Su auto apareció meses más tarde en las inmediaciones del Jardín Botánico de Buenos Aires; él, no corrió la misma suerte: su familia nunca más lo volvió a ver.

Resistir, siempre resistir

A partir de ahí, todo fue desesperación, angustia y desasosiego. La desaparición definitiva de Luis no fue el último de los tormentos padecidos: allanamientos, intento de secuestro a Olga, amenazas de muerte, torturas a Ricardo durante el servicio militar obligatorio, fueron sólo algunos de los que debieron tolerar.

Del coraje, la dignidad y la fuerza de Olga, ¿qué decir, sin quedarse a mitad de camino? A partir de la visita de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos a Tucumán, en septiembre de 1979, su figura fue delineándose poco a poco como la de una verdadera líder en la lucha por saber qué había ocurrido con las víctimas del terrorismo de Estado de la zona en la que vivía. Allí se ofreció a entregar junto con su carpeta, la de otros familiares que no se animaban a hacerlo, porque autoridades del Ingenio estaban apostadas en el lugar, vigilando todos los movimientos, y temían perder sus empleos.

Fue ella quien, en 1980, viajó a Buenos Aires y se puso en contacto con Adolfo Pérez Esquivel y con las Madres de Plaza de Mayo, para ponerlos al tanto del horror que también se vivía a miles de kilómetros de allí y coordinar acciones para fortalecer la lucha. Fue ella también la que les transmitió a las madres de desaparecidos de Libertador, Calilegua y El Talar, la experiencia de las madres de Buenos Aires y les propuso replicarla allí, cada jueves. Sin embargo, Olga siempre se reconoció como alumna de las demás mujeres, de quienes admiraba su sabiduría sobre la vida.

Fueron ellas, las Madres de Detenidos-Desaparecidos del Departamento Ledesma, las que ya en democracia, comenzaron a unir a pie, cada 26 de julio, Calilegua con Libertador, con el pañuelo blanco atado en la cabeza y la amplia bandera en sus manos. Fueron ellas las únicas que durante años pusieron su cuerpo en esa movilización, con los riesgos que eso implicaba, riesgos que retraía e inmovilizaba a toda la comunidad, menos a ellas.

Con la sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, muchas Madres, por temores o presiones familiares, dejaron de ir los jueves a la plaza y sólo quedaron tres: Olga Márquez de Arédez; Olga Herrera, y Sixta Tejerina de Reales. La ceguera que atacó a su tocaya, hizo que Olga pronto quedara sólo en compañía de Sixta.

Durante los muchos jueves que Olga y Sixta compartían en la plaza, hablaban de los hijos, de la casa, del pueblo. Era impagable, para cada una de ellas, poder contar con la presencia de la otra. Pero un día, Olga tuvo que despedir a su entrañable amiga, a quien la vida le había dicho basta.

El jueves siguiente al fallecimiento de Sixta, fue sola a la plaza de Libertador, esperando que alguna de las otras madres, que en algún momento habían marchado con ella, se hiciera presente. Eso no sucedió y Olga, con mucho miedo y tristeza, se ajustó el pañuelo debajo del mentón y comenzó a caminar sola, con la cabeza baja y el cartel en alto. Al llegar a su casa, luego de esa primera ronda en soledad, sintió que había ganado una batalla importante.

Jueves tras jueves, durante varios años, marchó sola, ante la vista de los indiferentes transeúntes. Lo hizo mientras pudo, mientras su salud lo permitió. El 17 de marzo de 2005, a tan sólo tres meses de haber recibido el premio “Azucena Villaflor”viii de manos del presidente Néstor Kirchner, falleció víctima de un cáncer por bagazosis, la enfermedad generada por los desechos del Ingenio.

En cumplimiento de su deseo, sus cenizas fueron esparcidas en la plaza de Libertador General San Martín, la misma que fuera testigo de su inagotable energía y su compromiso con la vida. Debajo de una Santa Rita, espera que algún día pueda acompañarla allí Luis, para terminar esta historia tal como la empezaron: juntos.


Notas

i Reportaje a Olga Márquez de Arédez (2001). Extraído el 31 de mayo de 2015, de https://www.youtube.com/watch?v=cbpG3njftvU.

ii Este diálogo y la mayoría de la información utilizada para la escritura de este artículo, fue extraída de una entrevista realizada por la autora a Ricardo Arédez Márquez, el 8 de junio de 2015, en Capital Federal.

iii Arrueta, C. y Brunet, M. (2014). Pregón: el diario de Jujuy durante la dictadura. Dossiers de ReHiMe, Nº 7 (La prensa periódica provincial durante la última dictadura militar argentina), 22-50

iv Ídem nota iii.

v Ídem nota iii.

vi Ídem nota iii.

vii Ídem nota iii.

viii El premio anual «Azucena Villaflor de De Vincenti» se instituyó en el año 2003, para reconocer a los ciudadanos y/o entidades con una trayectoria destacada en la defensa de los derechos humanos. El nombre del galardón se eligió en homenaje a la fundadora de Madres de Plaza de Mayo, desaparecida en diciembre de 1977.


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