Por Candela Luquet
Llamada “Diana Sacayán” en homenaje a una de sus principales promotoras, la Ley Nº 14.783 fue sancionada el 17 de septiembre de 2015. Esta norma provincial, única en el mundo, establece la creación de empleo en el sector público de un cupo de al menos el 1% para las personas transgénero, travestis y transexuales. La normativa es parte de una reparación del daño histórico del Estado hacia las personas trans, ejercido de diversas formas: a través de persecuciones de las fuerzas de seguridad sustentadas por leyes y contravenciones que criminalizan y estigmatizan a este colectivo, y de la expulsión del sistema educativo, de salud y del ámbito laboral.
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En su monoambiente, Valentina Pereyra tiene colgado un pañuelo violeta que dice “justicia por Sandra Ayala Gamboa”; en un perchero, un gorro con las siglas LGTB, una remera estampada con la frase “puta, feminista y peronista”, y una cama de dos plazas con un acolchado rojo. El mate con yuyos es la costumbre que conserva de su Santiago del Estero natal. De allí se vino a Buenos Aires por la falta de apoyo y de recursos para reafirmar su identidad. Vivió seis años en el Gran Buenos Aires y después se mudó a La Plata, ciudad en la que decidió quedarse. Desde hace siete meses trabaja en la Cámara de Diputados de la provincia y, paralelamente, ejerce el trabajo sexual. Tener un empleo formal le posibilita elegir cuándo hacerlo o no: “Yo estoy a favor de que cada una elija qué quiere hacer, si estar parada en una esquina o en un trabajo formal”, aclara. La cuestión está en la posibilidad de elegir. La prostitución es el destino social y la única forma de subsistencia de seis de cada diez mujeres trans. Dentro del imaginario social, «nacemos de tacos, paradas en una esquina”, dice Valentina. Desde hace un año milita en la Asociación de Mujeres Meretrices de la Argentina (AMMAR), donde es candidata a secretaria adjunta. Los mecanismos de exclusión comienzan en la niñez y la adolescencia, cuando las personas comienzan a hacer visible su identidad dentro del ámbito familiar o escolar. “Yo me acuerdo de que a los cuatro años, en el jardín, quería jugar con las nenas, obviamente siguiendo el rol que le ponía la sociedad a las mujeres. Como no quería jugar con los nenes, la maestra me encerraba en la salita para que no juegue con nadie y jugaba sola”. No es casual que sólo el 6% del colectivo trans haya concluido sus estudios secundarios.
En 2013 ingresó a trabajar en la Secretaría de Género del municipio por medio de una compañera de militancia. Para ese entonces, la Ley de Cupo Laboral no estaba sancionada. “En la primera oficina en la que estuve iban todas re producidas. Y yo por ahí iba en zapatillas y short, porque para mí era cómodo. Yo venía de la calle”. Al principio le costaba ir sola, llegar al trabajo y que la observen. Durante esos años pasó por varios espacios, hasta quedar como operadora del Refugio para víctimas de violencia de género. Fue su primer empleo formal.
La noche del 22 de noviembre Valentina lloró al conocer los resultados de las elecciones presidenciales: “Ya sabía lo que se me venía”. Por el cambio en la gestión municipal, fue despedida junto a 4.500 trabajadorxs. Pero su caso fue distinto: durante la campaña electoral denunció al entonces candidato a intendente, Julio Garro, en el INADI por haber tratado a las personas trans de “enfermas”. “De las personas trans que estaban trabajando en ese momento en el municipio yo fui la única a la que echaron”.
Recién mudada, llegó a un acuerdo con el propietario de su departamento para abonar el alquiler en partes, “cuando terminaba de pagar el mes, ya tenía que empezar con el otro”. La desocupación la sintió como un retroceso: ya no era dueña de su cuerpo ni de sus tiempos, “tenía que estar las veinticuatro horas encerrada en mi departamento, esperando que me llame un tipo porque necesitaba el dinero”. Una vez más, el Estado la obligaba a ejercer el trabajo sexual, “el Estado era mi proxeneta”. Repartió currículums en negocios y en dependencias del municipio, pero la respuesta era la misma: silencio. Mientras, sus abogados presentaban las denuncias correspondientes para que le devolvieran su trabajo en el municipio. Finalmente, después de casi tres meses, fue reincorporada.
La misma gestión que la echó la contrató para trabajar en la Honorable Cámara de Diputados de la Provincia de Buenos Aires, “un periodista amigo me dijo que la Legislatura le sacó un problema al municipio. El problema era yo”. Ahora, trabaja en el Centro de Estudios de Políticas Públicas y de Género, junto a otras dos compañeras trans, Laura y Carola.
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Mía tiene veintiocho gatos y dos perros. Llegó desde Urdampilleta a estudiar en la Universidad Nacional de La Plata. Cursó un año de Astronomía y luego eligió la licenciatura en Biología, carrera que cursó cinco años y abandonó en quinto año, luego de reiterados hechos de discriminación por parte de docentes y compañerxs. En ese momento ya estaba en proceso de transición. Comenzó a ejercer el trabajo sexual, pero solo tres meses, “después conocí a mi pareja, con la que llevo doce años, y me dediqué a ser ama de casa”. Luego de diez años, se dio cuenta de que no podía estar dependiendo siempre de su marido, “quise hacer algo por mí”, afirma mientras se enrolla con la mano su abultada cabellera.
“Ahora te toman por el cupo laboral trans, no como persona”, expresa Mía. Cuenta que luego de una charla por los derechos de las personas trans, le acercó su currículum a una compañera militante que trabaja en la Línea 144, de atención telefónica a las víctimas de violencia de género, y que la chica le respondió “acá no están tomando por el cupo laboral”. Pese a que ella trabaja desde hace dos años en el refugio municipal asistiendo a víctimas de violencia de género, su experiencia no fue tenida en cuenta. Si bien el artículo 14 bis de la Constitución Nacional establece que todos y todas tienen el derecho a tener acceso a un empleo digno, en el caso del colectivo trans tiene que existir una ley para que se cumpla “efectivamente”.
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Ángeles tiene 33 años y tres hijos. Lleva el pelo recogido con una trenza, las uñas perfectamente pintadas de un rojo intenso y la mayor parte del tiempo se la puede ver vestida con el uniforme gris y negro del Servicio Penitenciario Nacional, lugar en el que trabaja hace catorce años. De familia policía, “fui motivada para entrar a una fuerza de seguridad desde que tengo uso de razón”. Ingresó a los dieciséis años al Liceo y luego intentó en la Policía bonaerense. Años más tarde, un conocido le dijo de probar en el Servicio Penitenciario.
En una de las guardias en la cárcel de Magdalena, con un asado de por medio, reunió a sus compañerxs de trabajo y decidió visibilizar ante ellos su identidad autopercibida. “Pensaban que yo estaba jodiendo, hasta que agarré mi celular y les empecé a mostrar fotos. Creían que yo me estaba disfrazando, hasta que lo entendieron”. Ellxs la acompañaron y la protegieron, a diferencia de sus jefes, que, al enterarse de la noticia, pidieron, a nombre de ella, un traslado a la unidad de San Martín. “A nosotros, si nos traslada un servicio, nos tienen que pagar por el traslado. En cambio, si lo pedimos nosotros no nos pagan nada”. Ese mismo día, su pareja la dejó y su familia la echó de la casa.
“Entré en un shock tremendo. Ahí no me acuerdo nada. Estuve diez días en una plaza sin saber qué hice”. La rescató una amiga, que la cuidó junto a la madre de sus hijos. “En ese momento, nadie del Servicio Penitenciario de la unidad de Magdalena se preocupó por nada. Ellos lo único que querían era trasladarme. Me iniciaron un sumario para echarme”. Los motivos: ausentarse sin aviso del trabajo. Esta cuestión, hoy en día, no le permite ni ascender ni cambiar de jerarquía.
Después, todo sucedió muy rápido. A las dos semanas ya formaba parte del personal femenino del Servicio Penitenciario bonaerense. Unos meses antes de la sanción de la Ley de Identidad de Género logró adquirir el Documento Nacional de Identidad y, en 2013, el mismo día de su cumpleaños, se realizó su primera cirugía estética. “Cuando dije basta, tengo que ser yo, quería todo ya. No podía esperar. Soy muy ansiosa”. Actualmente, continúa un proceso legal por el sumario que le realizaron en el Servicio Penitenciario.
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Quimey Ramos tiene 22 años y es profesora de inglés. Es parte de una nueva generación de personas trans que crecieron en un contexto en el cual la Ley de Identidad de Género y de Cupo Laboral Trans ya estaban sancionadas. Nació en una familia clase media que “intenta” (como dice ella) aceptarla como se autopercibe. Pero aclara que ser una persona trans-travesti no es una elección, “se es o no se es, no se puede elegir”.
Hace aproximadamente un año y medio decidió hacer visible su identidad. En ese momento se desempeñaba como profesora de inglés en una escuela primaria de Ensenada. “Estaba todo el fin de semana montada y cuando tenía que ir al trabajo me tenía que sacar el esmalte de las uñas, vestirme neutral. Era muy fuerte para mí”. Llegando al fin del ciclo lectivo de 2016, tuvo una charla con el director de su escuela y le expresó el deseo de mostrarse como Quimey ante lxs estudiantes antes de que finalizara el año. Tanto las autoridades de la institución como sus compañerxs la acompañaron en la decisión.
Mientras lxs alumnxs almorzaban en el comedor, ella se presentó como Quimey. Recuerda que uno de los chicos se acercó y le preguntó “profe, ¿entonces usted es puto?”. Más allá de algunas pocas cargadas, recibió un gran acompañamiento de la comunidad educativa. Incluso después de que su historia haya tenido trascendencia mediática, dentro del establecimiento se presentó una situación con un/a niñx, a quien ella pide que se nombre sin género: “nunca me dio bolilla, pero después de que salí en la tele, la siguiente vez que fui a la escuela me vino a abrazar tres veces. Y a la otra clase que voy, lx veo entrar al comedor con pollera, y lxs demás pibitxs re tranqui, nadie se burlaba”.
Pese a la aceptación de alumnxs y docentes, también tuvo que atravesar algunas situaciones conflictivas. “En el momento no me enteré, pero una familia se fue a quejar por la visibilización de mi identidad. El director les dijo que le podía dar el pase al alumno, pero que no les garantizaba que en otra escuela no haya un o una profe trans”. Además, mantuvo un conflicto con la empresa Dienset Consulting, a raíz de que le negaran una licencia médica por una operación de adecuación de género, argumentando que se trataba de una “cirugía estética”. No sólo la violentaron para que se retirara del lugar, sino que rechazaron su pedido utilizando su nombre anterior. Finalmente, gracias a la presión de los gremios y la presencia de los medios de comunicación, se la otorgaron.
En relación con su experiencia, afirma: “Sentí orgullo, porque creo que estamos haciendo nuevas historias. Hoy en día, la mayoría de lxs niñxs están creciendo con otra percepción del mundo, otras existencias, identidades, otras formas de ser y estar, que escapan al modelo heteronormativo que durante años se ha impuesto en la sociedad. Ahora tienen una maestra travesti que, a su forma, les comparte un montonazo de cosas que tienen que ver, en la raíz, con el buen afecto, con el cariño sincero, y eso es una de las cosas más importantes que cambia: es, a futuro, que las personas trans puedan ser bien queridas y bien tratadas”.
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Lohana Berkins decía “el amor que nos negaron es nuestra fuerza para cambiar el mundo”. Estas luchas colectivas, que parten del desamor, la exclusión, la discriminación, se dan no sólo para visibilizar identidades, sino para garantizar el acceso a cuestiones básicas que tiene cualquier ciudadanx del Estado. Entre ellas, la formalización laboral, que es la que posibilita el ingreso al sistema de salud, a la vivienda, a planes sociales, a derechos laborales… a pensarse a futuro, algo casi inimaginado para personas que tienen un promedio de vida de 35 años. Quienes acceden a un empleo formal pelean por mantenerlo, y lxs que no, intentan sobrevivir, esperando la oportunidad de ser reconocidxs. Pero, mientras tanto, la decisión de reglamentar la Ley de Cupo Laboral Trans sigue dependiendo de una gobernadora.