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Spotify: la mano invisible del mercado musical

Monopolio, fraudes, fortunas para pocos, migajas para muchos, música “gratis” y otras comillas para la libertad

Por R.G.M.

“Wrapped”. Días atrás, cuando en estas latitudes alguien preparaba pionono o se disfrazaba de Papá Noel en ojotas, infinidad de usuarios de redes compartieron su resumen anual de Spotify, obviamente provisto por la empresa. Una especie de ranking personalizado acorde a la lógica contemporánea basada en el consumo prescriptivo y la dinámica de autoafirmación o burbuja que saben explicar los teóricos de esta era. Pero debajo del genuino –y divertido, por supuesto– juego de concebir un “Greatest Hits” on demand, o lo que antes hubiera sido un cassette o mixtape con temas grabados de la radio, subyace una problemática más profunda que opera en distintos niveles: culturales en principio, simbólicos en cierto modo, económicos sin dudas y, en definitiva, políticos.

¿Es acaso posible analizar la historia de la humanidad escindida de sus avances tecnológicos? ¿Es todo avance tecnológico un progreso para la humanidad? Ante un gran evento de esta índole, la historia nos enseña que surgen dos cosas simultáneamente: un nuevo conocimiento… y una nueva desigualdad. Es allí donde la discusión ética precede a la legislación. Pero, ¿todo suena muy grandilocuente? Si suena, podríamos subirlo a Spotify y contribuir a la empresa musical y sonora más importante del mundo. Y con suerte, obtener alguna migaja.

El 11 de diciembre, el CEO de Spotify vendió 60,000 acciones por 28.3 millones de dólares. Nadie en la historia de la música ha ganado más dinero que Daniel Ek. Curiosamente un año atrás, la empresa sueca  lanzada en 2008, había echado al 17% de su fuerza laboral a pesar de los incrementos de ganancias anuales, debido a que “la brecha entre nuestro objetivo financiero y nuestros costos operacionales actuales” era insostenible. Spotify ofrece hoy aproximadamente 100 millones de canciones, más de 6 millones de podcasts y más de 350,000 audiolibros. Cuenta con 252 millones de suscriptores pagos y 640 millones de usuarios activos mensuales. Se estima que acapara el 33% del mercado de streaming musical, desconociendo, pero suponiendo, el complejo entramado de acuerdos, lazos y demás herramientas al servicio de controlar una industria donde actualmente es sinónimo de poder: para los artistas, para los consumidores y para las discográficas. ¿No había cerrado ese antro? Pues bien: aunque apenas se compren discos o soportes materiales, las empresas o sus divisas han mutado con el mismo o distinto nombre para seguir funcionando. Solo que bajo un gran embudo donde Spotify parece la nave nodriza y apenas Apple Music le compite. De hecho, es gracioso (y ya veremos por qué lo es), que Spotify tiene una demanda por infringir las leyes antimonopolio.

De más está decir que, así como antes las discográficas montaban toda su estructura para llegar a las radios o medios tradicionales (radios, TV), hoy lo hacen para digitar listas y “sugerencias”. Solo que esas millones de antenas que promete el sistema responden a una gran emisora. Y así funciona el “tecnoliberalismo” (o como se llame ahora este siglo): el control absolutista bajo la contraria promesa de la democratización.

Quien quiera oír, que oiga

Pero… ¿en qué afecta esto al oyente? Podríamos expandir el análisis cultural y simbólico, así como la mala calidad de audio de la plataforma (en comparación con otras) o la utilización de datos. Sin embargo, la respuesta será: puede escuchar gratis toda la música que quiere.¿La música que quiere? ¿Gratis?

Mejor hablemos de (los que deberían ser) los verdaderos protagonistas: los artistas. ¿Cuánto y cómo paga Spotify a los artistas? Los números no siempre son precisos y las reglas cambian. Así que, ya que estamos, que la IA nos dé una respuesta promedio: “Spotify paga a los artistas entre 0,003 y 0,005 dólares por cada reproducción, lo que significa que necesitan aproximadamente 250 reproducciones para ganar un dólar. Sin embargo, la cantidad que recibe un artista puede variar significativamente”. Lo que se aplica es un modelo de distribución “proporcional” o “centrado en la plataforma” que se divide en función de cuatro factores principales: grupo de ingresos de Spotify, el pago global negociado como porcentaje de esos ingresos, número total de flujos en la plataforma y el número de tus transmisiones en la plataforma.

Dijimos que esas reglas cambian. ¿Y quién las cambia? Ya adivinaron, por supuesto. Las últimas modificaciones tuvieron como fin un modelo de regalías que quiere distribuir más dinero a los artistas, discográficas y distribuidores más populares, al mismo tiempo que trata de frenar el fraude en el streaming (falsos artistas, algunos generados con IA, manipulación de perfiles, etc.).

Los tracks que reciban menos de 1,000 reproducciones dentro de un período de 12 meses no califican para regalías, dinero que termina yendo al fondo general de regalías. Y se estima que al menos el 40% de los tracks subidos a la plataforma apenas si tienen reproducciones. Todo esto incluye medidas válidas, como las penalizaciones a discográficas o distribuidoras que fragüen reproducciones.

Pero, ¿cuál es el verdadero impacto detrás de estas medidas “justicieras”? Favorecer al pez grande. Este sistema de regalías de Spotify afecta a más de dos tercios del catálogo. Mientras decenas de millones de temas caen por debajo del umbral de 1,000 reproducciones, solo impacta aproximadamente el 0.5% del fondo de regalías de Spotify, destinando más recursos a canciones más populares. Es decir, los artistas más exitosos ganan más y los independientes o nuevos cada vez menos. ¿Podemos empezar a trazar analogías sobre diagnósticos y teorías políticas y sociales? Ganan los que más tienen y los que menos tienen pierden.

Pero eso no es todo, amigos. Como también comentamos, Spotify fomenta y construye su propio sistema de promoción de artistas y contenidos. Gastó más de mil millones de dólares construyendo su mundo de podcasts y adquiriendo acuerdos exclusivos para programas como The Joe Rogan Experience. Hemos visto cómo los grandes exponentes del llamado ritmo urbano argentino tienen convenios cuantiosos. Diariamente comprobamos cómo la gente consume las playlists de artistas, ritmos o “momentos” que la plataforma sugiere. Y entendimos que las discográficas y distribuidoras están detrás de ello, pero… ¿quién es la discográfica más grande? Sí, otra vez adivinaron. Pero no sé si están al tanto de uno de sus grandes trucos para ganar más (y más y más) plata.

A principios de 2022, Ted Gioia  (escritor y oyente de jazz) notó la aparición de artistas desconocidos en las listas de reproducción, y tras investigar, descubrió que muchos de estos artistas podrían ser falsos. En 2022, se identificó que un número significativo de música provenía de unas pocas personas en Suecia, que operaban bajo múltiples nombres. Además, algunos tracks parecían repetirse bajo distintos artistas, lo que generaba sospechas de manipulación. Posteriormente, la periodista Liz Pelly investigó el asunto y descubrió un programa interno de Spotify llamado «Perfect Fit Content» (PFC), que promovía música barata y pasiva, a menudo generada sin la participación de músicos humanos, para aumentar las reproducciones en listas de reproducción. Spotify había centrado sus esfuerzos en géneros como jazz, lo-fi y música ambiental, buscando maximizar las ganancias mientras minimizaban los pagos de regalías.

¿Y cómo estas y otras instancias tienen lugar? La RAE tiene una definición: “Concesión otorgada por la autoridad competente a una empresa para que esta aproveche con carácter exclusivo alguna industria o comercio”. Y la palabra es: “Monopolio”. Y cuando se aplica a la llamada industria cultural, entonces esa relación entre conocimiento y desigualdad se agudiza. Ya no solo se trata de los trabajadores precarizados (sí, los artistas son trabajadores, de veras). Se trata del modo en que se condicionan los consumos, las narrativas y la sensibilidad para percibir y contar un mundo que se nos presenta taggeado, hiperdireccionado y segmentado. Tan fragmentado como este ligero panorama que no cubre una problemática infinita como el catálogo de Spotify.

Y que no va a ser el disparador de la gran y necesaria batalla: la soberanía cognitiva. Pero que quizá nos haga pensar que la batalla cultural va más allá de gatos, clarines y pelucas. Que hace rato radica en Suecia o en Silicon Valley y a las que no alcanza con los manuales o estrategias del siglo pasado. Que la gran trampa y triunfo de ellos ha sido que cada uno de nosotros seamos la autoridad  que les otorgó el carácter exclusivo. Todo en nombre de la libertad, con la misma facilidad que damos click a una playlist “sugerida” por Spotify.

¿Está mal consumir Spotify o este tipo de plataformas? No. ¿Solo este tipo de plataformas y como ellas quieren? Mmm… ¿Los músicos deberían retirarse de la plataforma? Para nada. ¿Exigir mejores acuerdos? Quizá no sea posible. ¿Estamos perdidos? No. Porque la guitarra no se mancha. Pero puede que, como el resumen anual, estemos “wrapped”. Que significa “envueltos”, por no decir “empaquetados”.