Por Ramiro García Morete
«No me arrepiento de ser lo que soy, pero qué voy a hacer/ Si en tres minutos perdés la fe, no me hables de amor». La primera vez que se juntaron en el quincho de la casa de los padres de Iván -en pleno corazón de La Loma- no hicieron ningún cover. «Nadie dijo de tocar una de Los Redondos o algo así», remarcará Leo. Igual que hoy -cuando cada jueves y domingo ensayan en lo de la abuela Pocha y sus empanadas- se pusieron a tocar a ver qué salía de ellos mismos. La idea venía rondando ya desde aquella vez que Leo y el Cabeza volvían de Villa del Plata en bondi, cuando ambos eran compañeros del Nacional y antes de pasar por algunas bandas de punk. Años después, allí estaban con Pablo, Diego y el Vasco. Todos amigos del barrio. Diciembre era el mes, 2001 el año y el país -¿cómo olvidarlo?- ardía. «Porque el verano está aquí y es el momento correcto para pelear en la calle, muchacho. Pero bueno, ¿qué puede hacer un pobre muchacho, más que cantar en una banda de rock n’roll?, rezaba una vieja canción de los Stones. Había ganas y tiempo, el mismo que siguen preservando con honor a pesar de los relojes, las oficinas y las familias.
«Había un sonido, una alquimia y había esto para decir. Parecía que tenía ganas de andar», recordará Leo. «Perdimos» («una canción de amor torturada») y «Atrevidos niños» (sobre los chicos de la calle) son temas que ya no están en el repertorio pero que marcarían el abanico de una banda que por entonces también coqueteaba con lo «alterlatino». Unos meses después, un demo grabado en un viejo estudio de la avenida 7 sería el impulso para recorrer variados escenarios. Lo suficiente como para hacer un nombre. Hasta que una banda de punk retirada elevó un reclamo por el mismo. Nada los detendría ni se interpondría ante este «negocio del corazón» que hoy sigue apostando desde el formato de quinteto a la canción clásica de rock, con potencias y guitarras presentes, con una voz al frente y ante todo, algo que decir. Leo gustará hablar de claroscuro. Y también de niveles a la hora de escribir e interpretar canciones. Como el mismísimo nombre de la banda. Un homenaje a la clase trabajadora y la conciencia del poder que tiene, explicará Leo. «Era jugar con eso. Somos capaces de seguir para adelante con esta ilusión que se construyó y a la vez no somos nadie». Más cerca del héroe colectivo que de un comic de DC, la banda dejaría atrás el Don y sería desde entonces y cinco discos mediantes lo mismo que hoy: Supernadie. Sin capas ni loas, pero con la fe intacta en esos tres minutos de amor que llamamos canción.
«A esta altura Supernadie es un negocio del corazón», introduce Leo Fontela, voz de la banda. «Nunca fuimos una banda que se juntó pensando en trascender o que en dos años si no tocamos acá y allá por ende esto termina. Fue un proyecto que nació con cosas que aún sostienen la banda. Que nos pasaron el primer día que nos juntamos. Más allá de haber profundizado relaciones humanas. Pensá que éramos todos solteros y ahora somos todos papás». Ese crecimiento no solo se dio en lo personal sino también en lo musical, dejando atrás un inicio con saxos y percusiones tan propios de los inicios del 2000. «Tenemos definido para dónde queremos ir, con las guitarras al frente, con un rock eléctrico. Por lo menos ahora, no sé mañana. No somos una banda revolucionaria pero tampoco es que no se mueve de determinados cánones. Fundamentalmente busca construir canciones».
En esa impronta cancionera, Fontela aporta una intención poética que gira alrededor del existencialismo, la conciencia social y los vínculos personales o amorosos. «Los chicos dirían que se sienten identificados con lo que escribo entonces aprovechan para descansar en mí», bromea le cantante. Pero aclara que aunque le gusta escribir, la composición es un trabajo colectivo. Y que muchas veces surge una especie de rapeo a partir de las zapadas. «Siempre nos ha gustado jugar con lo claroscuro, lo bueno y malo, los contrastes desde la música y las letras. Cuando uno escribe, uno está hablando de varias cosas al mismo tiempo. Me gusta que tenga una idea, pero que también tenga un poco de más esfuerzo para el otro».
La coyuntura parece filtrarse en ellas. «No de manera literal», aclara. «Pero hay un ánimo o una energía que te atraviesa porque uno viene de la calle. No somos un artista junto a un fueguito caliente. Por ahí estás escribiendo en la oficina o en el micro cuando volvés. Hay cosas que nos atraviesan».
Respecto al sonido guitarrero de la banda, Fontela considera que es una reafirmación de la propia historia y orígenes, pero no desde el lugar conservador. Varios de los integrantes de la banda participan en otros proyectos donde la electrónica, las máquinas y asuntos experimentales no son ajenos. Pero Supernadie es más que música. «Salimos a ver bandas, no es solo una relación profesional». Y con orgullo pregunta: «¿Cuántas bandas conservarán los mismos integrantes tanto tiempo? Es un dato que nosotros disfrutamos mucho. Es como cuando encontraste compañera, compañero o compañere y construiste una historia conjunta y la pasás bien. Pensás: qué suerte que tuvimos. Sí, ojalá hubiera pasado de solo grabar discos y no tener que ir a la oficina. Pero ese no es el corazón del asunto».